¿En el mar la vida es más sabrosa?
La invasión turística que vive San Andrés está moldeando de manera drástica la estructura económica y social de la isla. Los niños crecen entre la tradición raizal, las costumbres importadas de sus nuevos residentes y un modelo educativo deficiente. Fotoensayo sobre una niñez que no se siente del todo colombiana.
Cuando fotografié al niño de la portada de este ensayo, realmente se fastidió. Supongo que mi percha turistera no le daba mucha credibilidad al propósito investigativo del trabajo. “¡Qué es lo que estás haciendo con esa cámara!”, gruñó molesto el isleñito mientras avanzaba hacia mí. Pero el asunto se calmó rápidamente. Le mostré la foto y se relajó, se burló de su cara seria, le gritó algo en su lengua criolla sanandresana a otro niño para que lo mirara, se paró junto al Hoyo Soplador y me dijo que le tomara otra foto haciendo un clavado. Y mientras todo eso pasaba, detrás de nosotros unos doce turistas colombianos se encuadraban a las malas con un selfie stick para su propia foto con el mar de fondo.
Casi un millón de personas de distintas partes del mundo turisteó en 2015 en una de las islas más densamente pobladas del Caribe; demasiados forasteros enchancletados pasearon por los 26 kilómetros cuadrados que conforman San Andrés. Las fotos de vacaciones de mis contactos de Facebook y los balances de la Oficina de Control, Circulación y Residencia (OCCRE) me hacen pensar que la isla se ha puesto de moda en los últimos años: en 2011, el cálculo anual de turistas dio 529.157.
De los cinco mil pelados que deberían estar estudiando en universidades, solo se registran actualmente matrículas de 1.755. Aunque existen 12 programas de pregrado y 4 de posgrado, ni el 30 % de los jóvenes entre los 17 y 21 años se inscribe.
En 2012, 542.696 colombianos visitaron la isla: se disparó el número de residencias ilegales porque ¿quién conoce el paraíso y quiere largarse? “La isla de San Andrés también está habitada actualmente, y en número mayoritario, por un grupo de colombianos venidos del continente”, explica la profesora de la Universidad Nacional (Sede Caribe) Raquel Sanmiguel Ardila, en un ensayo publicado en la página de la institución. Y dice: “Como han desarrollado en la isla sus proyectos de vida, se sienten isleños y claman también por sus derechos”. Es algo que se nota: la niñez, por ejemplo, se desarrolla entre el margen de la tradición pesquera y los azares citadinos y turísticos.
Otro de los isleñitos que retraté me trajo en agradecimiento un pez diminuto que aún estaba vivo y chapoteaba. Le pregunté al niño cuántos años tenía, a qué colegio iba, lo típico. En respuesta él señaló al pez, que hacía sus últimos esfuerzos en la arena, y después corrió a los brazos de su mamá, una isleña que no superaba los 21 años.
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Imagen: Enka
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Marqueta McKeller Hudgson parece preocupada. Y es por la deserción escolar, relacionada con la constante migración de los estudiantes hacia otros destinos y “la creciente desmotivación debido a aspectos como el clima escolar, el número significativo de docentes con falta de capacitación y sin vocación, y los padres que no asumen su responsabilidad como primeros educadores”, me explica esta funcionaria del Ministerio de Educación de San Andrés. “La situación económica obliga a los estudiantes a ingresar al mercado laboral con empleos informales y no calificados”.
Entonces pienso en el tipo de los cocolocos. “Yo te los cobro a 20. La carpa también te la alquilo y así no te recalientas por el sol. Te puedes ir tranquilo al mar y dejar los bolsos y las toallas. ¿Un baretico? Lo traigo en la moto”. Tiene unos 25 años, buena música en su reproductor, variedad de licores, cocos, machete, pareja, hijo. Irradia pura buena onda, como la mayoría de los isleños.
También recuerdo al que me ofreció una manilla para visitar la terraza de un hotel en el malecón frente al mar a las cinco y pico de la tarde. “Las mejores fotos las vas a tomar ahí, mira ese atardecer que se viene. Es un sitio exclusivo, por eso te digo a ti. ¿Para qué son las fotos? En ningún otro lugar vas a tener una vista así, te lo juro, y la entrada es barata”. Tiene cara de 23 años pero dice que son 19. También dice que si reúne el cupo completo de la terraza se gana diez mil pesos más.
El turismo es hoy cemento en la base de la economía isleña —y el plan diario: convivir con los turistas, convencer a los turistas—, por eso es una de las opciones técnicas estudiadas por los adolescentes, junto a Recreación, Agropecuaria, Trabajo social, Comercio, Marina, Dibujo, Mecánica, Ebanistería, Manejo ambiental, Electricidad y Administración empresarial. Todo aquello que asegure billete dentro de la isla.
“La fuerza de la tradición (raizal), la convicción de su espiritualidad y su deseo de libertad explican la larga resistencia pacífica a los cambios impuestos que atentan contra sus creencias. Sería poco acertado, no obstante, aseverar que estas características distintivas no hayan sido tocadas por los tiempos".
De los cinco mil pelados que deberían estar estudiando en universidades, solo se registran actualmente matrículas de 1.755. Aunque existen 12 programas de pregrado y 4 de posgrado en las 5 instituciones de educación superior que hay en San Andrés, ni el 30 % de los jóvenes entre los 17 y 21 años se inscribe.
La Nacho sede Caribe ofrece 40 cupos nuevos cada semestre, pero muchos alumnos “al finalizar la etapa de estudios en la isla no cuentan con una alternativa que les garantice la continuidad por fuera”, explica McKeller, y los pocos que deciden matricularse lo hacen a “Medicina, Derecho e ingenierías en general. Las que estudian muy poco son las licenciaturas”.
Según un estudio realizado por esa misma universidad, la educación necesita fomentar el conocimiento de las culturas que se cruzan en la isla para que los niños “construyan, negocien, creen y recreen sus propios conceptos de mundo”, como lo explica el ensayo de Raquel. “La fuerza de la tradición (raizal), la convicción de su espiritualidad y su deseo de libertad explican la larga resistencia pacífica a los cambios impuestos que atentan contra sus creencias (…) Sería poco acertado, no obstante, aseverar que estas características distintivas, heredadas generación tras generación, existan en forma aislada o pura, o que no hayan sido tocadas por los tiempos”.
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El último atardecer de este viaje lo recibí en la playa que conecta con Rocky Cay. Un niño de unos diez llegó con su hermano mayor en una moto anaranjada y trajinada. Se hicieron unos pases de balón en la arena. Inflaron un flotador también anaranjado y un chaleco salvavidas rojo/azul. Me pillaron con la cámara y el más pequeño le dijo a su hermano, ¡posa, posa! Entonces me permitieron tomarles varias fotos.
Me metí al mar con ellos y por un momento pude contemplar la verdadera riqueza de los niños de la isla: la naturaleza misma de sus formas de vida, tan elemental y admirable como la inmensidad del océano. Pasé por alto todas las cifras y porcentajes frente aquel atardecer tornasolado, hasta que decidí transcribirlos en este documento para que no se me olvidaran. Los hermanos avanzaron hacia zonas muy hondas, uno sobre el flotador y el otro sujetando el balón. Llegué con la cámara y un lente fijo hasta donde la profundidad del mar me permitió.
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