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Ilustración de Burdo.666

Editorial: ¿De qué cultura hablamos luego de dos años de economía naranja?

A dos años de la posesión de Iván Duque como presidente de la república nos preguntamos por la noción de cultura que hoy se privilegia y sobre la que todavía debemos trabajar.

Revista Cartel Urbano

El pasado 7 de agosto Iván Duque cumplió dos años como presidente de la república y con él se cumplieron dos años de la implementación de la todavía polémica Economía Naranja.

Parece ser que este período no ha sido suficiente para disipar las incertidumbres ni convencer a los detractores de las ventajas que, se suponía, iba a traer este proyecto. Entre otras cosas, como se ha detallado en publicaciones de Presidencia, a dos años de la Economía Naranja ha tenido lugar una inyección de capital importante así como asociaciones prometedoras para el futuro de la creación. Sin embargo, aunque del capital se habla bien, a la hora de reivindicar el valor y la importancia del “producto cultural” se titubea.

De manera eufemística y recurrente el Ministerio de Cultura y la oficina de presidencia han publicado cifras de inversión que alcanzan los billones de pesos, dinero que no ha llegado a quienes proveen la materia prima en el sector de las ideas: los creadores. Aunque han intentado mostrar estas cifras como logros de su gestión, no se necesita hacer un análisis muy profundo para darse cuenta que las abultadas cifras corresponden a futuras exenciones de impuestos que gestores y emprendedores deben salir a gestionar con multimillonarios inversionistas; no es difícil vislumbrar que los beneficiados serán los grandes jugadores de la industria del entretenimiento o del sector inmobiliario, mientras que quienes gestionan y dinamizan la cultura de base apenas recibirán naranjas. Así mismo queda expuesta la aproximación burocrática al valor de la cultura, la cual es medida en su capacidad para generar empleos y por su aporte al PIB desconociendo su capacidad transformadora.

Por otro lado, muchas de las iniciativas promovidas o defendidas desde los postulados de la Economía Naranja han dejado ver la noción de cultura que defiende el gobierno y plantean desafíos tanto para el futuro de un sector económico, como para una experiencia humana que no solo está mediada por el dinero. Casos como el del ADN (Área de Desarrollo Naranja) Barrio Abajo en Barranquilla o el Bronx Distrito Creativo que “limpió” el terreno para que algunos bogotanos se acercaran a un lugar al que ni en sueños hubiesen ido hace unos años, parecen dar testimonio de esto.

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También se presenta un extraño caso con el barrio San Felipe, que el presidente inauguró el año pasado como ADN (aunque al parecer no prosperó) y como el primer Proyecto de Interés Nacional y Estratégico (PINE). Con San Felipe hemos visto cómo se han instrumentalizado el arte y la cultura para favorecer el juego especulativo de precios sobre los bienes inmobiliarios de un sector que es controlado por inversionistas de la Cooltura Naranja. Si bien San Felipe es una iniciativa privada, gestionada principalmente por un grupo de inversión inmobiliario, el gobierno ha anunciado inversiones por más de $2,5 billones a 10 años, en las que será importante poner la lupa y entender bajo qué criterios y protocolos se ejecutan esos dineros y quiénes resultan finalmente beneficiados.

Otro caso es, de nuevo, el del Bronx Distrito Creativo, un proyecto que comenzó con la violenta intervención durante la administración de Enrique Peñalosa y que hoy en día, apoyado desde la misma Economía Naranja, busca “resignificar” por medio de la cultura un espacio atravesado por la violencia. La gentrificación que se avecina sobre el antiguo Bronx, que sin mucho éxito ha intentado convertir algunas calles en un oasis “cultural” en medio de una zona marginada, es una forma de utilizar el arte como un medio para la exclusión social. Existen en Colombia buenos ejemplos de cómo se logra un diálogo de saberes entre artistas y espacios periféricos y marginados que deberían ser vistos con más atención al proponer proyectos de integración, pues se trata de colectivos que en su labor llevan acciones urbanas como el grafiti a zonas apartadas de nuestra geografía y llaman la atención sobre la indiferencia que se respira en las grandes ciudades frente a nuestras profundas problemáticas sociales.

A lo largo de estos dos años y ahora en medio de la crisis que enfrenta el sector cultural durante la pandemia, el gobierno en curso y su economía cítrica han dado respuestas negativas a las preguntas críticas que en su momento se hicieron a un proyecto armado sin consultar a los creadores ni estar conectado realmente con ellos y ellas. 

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Dos años de Economía Naranja nos han mostrado que éste es un proyecto armado con una noción de cultura que se ve desbordada cuando se enfrenta al amplio catálogo de creación del país, el cual no solo está conformado por proyectos culturales generadores de ingresos, sino también por iniciativas barriales y periféricas que han sabido llevar el arte a lugares donde el mismo Estado ha permanecido ausente.  

Pero que sea un proyecto cultural débil y necio frente al lugar que cumple la cultura en nuestra sociedad, no lo hace menos peligroso. Basta ver el tipo de cultura que promueve, las perspectivas artísticas que respalda y la actitud sorda frente al grueso de los creadores del país, para reconocer en ella una noción de cultura cómoda, complaciente, sumisa, más cercana a un arte que adorna y entretiene que a uno que propone nuevos puntos de vista.

De la misma manera y a pesar de que el gobierno en curso, que se presentó desde la campaña como uno de la cultura y un defensor de los creadores del país, ha sido un testigo mudo frente a los casos de censura por parte de las fuerzas militares, allanamientos a espacios culturales y la criminalización de prácticas artísticas que no están hechas para el lucro, necesariamente. Así es que se promueve la creación en la economía naranja, persiguiendo a los que disienten y controlando el insumo básico más importante para el desarrollo cultural y creativo del país, la libertad de expresión. Parece ser que la diversidad que defiende Iván Duque es solamente la de unos pocos.

(Lea: ‘La cultura requiere soluciones urgentes en medio de la crisis’) 

Al cierre de dos años a la Economía Naranja le tocó padecer la crisis del coronavirus que no solo reveló lo poco protegido que está el sector cultura, sino también lo distante que está el gobierno del mismo. Espacios culturales, músicos, gestores y editoriales, entre otros, han manifestado sus incertidumbres en medio de una crisis que desnuda la fragilidad de un gobierno que no termina de entender el poder transformador que tiene la creación.

Estamos a mitad de camino de esta apuesta cultural cuyo final apenas podemos imaginar. Nos enfrentamos a cuestionamientos sobre si esta mirada netamente comercial o mercantilista de la cultura puede garantizar la preservación de expresiones culturales que no se rigen bajo los criterios de rating y rentabilidad; si esta apuesta desde el entretenimiento y el espectáculo puede asegurar que se promueva el pensamiento crítico; si ante expresiones artísticas que cuestionen las estructuras de poder, prevalecerá el respeto por la libertad de expresión.

(Conozca: ‘Agremiación: la solución de los creadores para sobrevivir al coronavirus’) 

La falta de voluntad de diálogo con el sector cultura que ha tenido lugar durante la pandemia, la insistencia en que el arte y la cultura no son escenarios de diálogo político y las prácticas de censura frente a las creaciones que cuestionan, parecen ser la prueba de que, por lo que queda del gobierno de la Economía Naranja, los creadores y creadoras tendrán que arreglárselas por su cuenta. No es algo, sin embargo, que no les haya tocado hacer antes.

 

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