
Highline: un deporte para volar sobre los Farallones de Sutatausa
En este paraje natural, entre árboles, rocas y aire limpio, un parche de jóvenes se aleja del caos bogotano para poner a prueba su equilibrio. Desafían precipicios de hasta 70 metros de caída libre caminando sobre una cuerda de nylon y agarrados de un arnés. Su objetivo no es otro sino encontrar la estabilidad interior.
“Activa tu glándula pineal [una especie de “tercer ojo”, el encuentro entre lo psíquico y lo físico] y deja que tu cuerpo fluya”, le grita Nicolás a Andrés. Lo va a necesitar: el tipo está sentado sobre una cuerda suspendida que conecta dos rocas, de las que decoran el balcón natural de los Farallones de Sutatausa, Cundinamarca. Las rocas están a 17 metros de distancia. Andrés mira para abajo. No hay sino un precipicio de 14 metros y el débil caudal de un río por el que cruzan campesinos y mineros que miran con asombro al equilibrista. Él logra estabilizarse sobre la cuerda y camina los primeros metros.
“Revisa de nuevo que todo esté bien asegurado: el salvavidas, la eslinga [un cinturón capaz de soportar hasta 20 kilos newton, el peso de un rinoceronte] y los protectores. Si me caigo, me muero, y tu conciencia no podría cargar con ese peso”, le responde entre risas Andrés a Nicolás. Los dos hacen parte de Slako Colombia, un parche fundado en 2012 para la práctica del slackline, un deporte de equilibrio que ha crecido en los últimos años. Andrés lo practica hace 10 años; Nicolás, mucho más novato, hace 11 meses.
A diferencia del funambulismo, esta práctica se caracteriza porque la cuerda no es de acero ni tensa. Como es de nylon, da cierta elasticidad, permitiendo el desarrollo de tres modalidades de equilibrio: slack tradicional –cruzar la cuerda de un punto a otro-; trickline –hacer trucos y piruetas sobre la línea-; y highline, la que los reúne hoy en este territorio natural. Es la práctica más extrema pues la idea es recorrer la cuerda suspendida sobre alturas, preferiblemente en escenarios naturales.
La ruta que está haciendo Andrés se llama Entre Nativos, la inauguraron este año y es una de las cuatro que hay en los Farallones de Sutatausa para hacer highline. Las otras tres son La Ruta del Suta, El Monstruo y Sin Excusas. Para abrir una ruta es necesario crear estaciones de anclaje, las cuales pueden ser naturales o artificiales. Las naturales son árboles o piedras que rodean con la eslinga; las artificiales son piedras taladradas con brocas industriales de mortero.
Cada ruta tiene sus características y dimensiones particulares, llegando a tener hasta 70 metros de caída libre, como es el caso de Sin Excusas, una ruta que no hacen cuando el viento sopla fuerte pues se complica mandarse los “pegues” o sendings, como llaman cada cruce –con arnés- por la cuerda. La cuerda es de color amarillo reflectivo y parece más bien una cinta aislante de aproximadamente una pulgada de ancho.
Andrés vuelve a pararse sobre ella, con sus pies descalzos; respira pausadamente, deja mover sus brazos con el soplido del viento y fija su mirada en la punta de la roca, en donde lo espera Nicolás. Después de varios minutos tratando de estabilizarse, concentra sus fuerzas en la punta de los dedos de sus pies y avanza de nuevo hasta llegar a la roca. “Yo estoy confiado desde que todo el equipo esté certificado –dice mientras descansa durante una pausa–. El highline es de los deportes extremos más seguros que hay; son más los que se lesionan con el trickline”.
La pausa sirve para recoger el desorden de los equipos, guardar las cosas sueltas en las maletas y comer algo: atún enlatado, sánduches, bocadillos y Gatorade. Todo lo compraron en la única tienda que había en la vereda, ubicada estratégicamente antes de subir a la montaña. Para ascender hasta este lugar, hay que caminar por entre las piedras de Novoa hasta llegar a los 2900 metros sobre el nivel del mar, al Valle de los Pictogramas, un lugar que fue habitado por los muiscas.
Se acaba la pausa. Jorge Mario, uno de los parceros de Andrés y Nicolás, se le va a medir a hacer la ruta Sin Excusas, aprovechando que el viento ha cedido un poco. A él se le atribuye la llegada del highline a Colombia en 2014, después de conocer la práctica en Australia. Antes de arrancar le da agua a Onyx, su perra pastor australiana, y desenrolla la cinta para cruzar. Mientras los slackliners ajustan todos los equipos –muy similares a los de los escaladores–, el sol del altiplano cundiboyacense pega fuerte encima de los cuerpos suspendidos de los equilibristas.
“Cuando estás suspendido no puedes pensar sino en el siguiente movimiento”, dice Jorge Mario. Él ya practicaba slackline en el Parque Nacional y en la Universidad Nacional, aunque su objetivo era el highline, pero no sabía ni dónde ni cómo hacerlo. “Conocí a unos locos en Australia y me dijeron que fuéramos a hacerlo y pues sí, con miedo, pero no dudé”, cuenta. Hoy tiene un hostal en Sutatausa, el Quinta de Fagua, y por eso entrena bastante. Pareciera el más experimentado del grupo, pero no se atreve a hacer un “pegue” freesolo; es decir, sin arnés. Se arriesga a hacerlo agarrado del tobillo, un ”tobillazo”.
Llega un momento de su caminata sobre la cuerda en el que para y se sienta, pasan los minutos y pareciera estar dormido, pero en realidad se detuvo fue a meditar. No se cae, pero a veces le sucede, como a todos: la “volada”- como llaman a la caída- es densa, es instantánea, es el cuerpo en el vacío, en caída libre. “Volarse es soltarlo todo, es desahogarse. Es sentirse vivo”, comenta Faru, otro de los equilibristas presentes en la práctica. Cada que los equilibristas se caen, sonríen; también gritan y tiemblan, se aferran al arnés, que los separa de la vida y la muerte.
Pero aquí no hay muerte, solo la sensación de haber encontrado una estabilidad interior, de la cual son más conscientes cuando la luz del sol empieza a desaparecer. Es el anuncio para desmontar los equipos, buscar las linternas, empacar las maletas y volver a la capital.