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Dibujo de Hernán Sansone

La incomprendida

Suelen asumir que toda la vida una será empleada y esclava de la oficina, que si trabajamos más horas seremos mujeres luchadoras de verdad; que cuando una viaja es por placer nomás y no por hallar escenarios nuevos para escribir una crónica; que estar en casa un lunes significa que somos desempleadas; que la creatividad es un hobby y no un pilar de nuestra profesión.

Linda Esperanza Aragón / @lindaragonm

Haber estudiado comunicación social y periodismo y ser independiente son dos hechos que han acarreado una serie de cuestionamientos casi cotidianos. Y es que luego de contestarles —cuando lo hacía— a quienes me preguntaban sobre qué estudié, solían reaccionar de tres maneras: se quedaban callados, me afirmaban que mi carrera no daba plata o me sugerían que me fuera a trabajar a la televisión. 

Renuncio a responderlos. Prefiero darles mis redes sociales y mi blog para que vean lo que hago; que cada quien saque sus conclusiones. Convencer es una falta de respeto, como lo dijo Saramago.

Aquí relaciono algunos instantes asfixiantes en los que traté de dejar claro que amo mi oficio y, por supuesto, que comparto la idea de Saramago. Aunque, tal vez, este texto es, sobre todo, un grito, mi coraje atorado que decidí soltar.

Irse a la TV por dinero

De vuelta a casa, el taxista se veía intrigado. Se le notaba que quería preguntarme algo. Bajó el volumen de la radio y me preguntó si estaba bien así, le dije que no había lío. Al poco tiempo, encendió el aire acondicionado y volvió a consultarme: le respondí lo mismo. Después de eso, no aguantó más y me arrojó su duda: 

—¿En qué trabajas?

—Soy independiente. 

—¿Qué haces?

—Escribo textos periodísticos y literarios, hago fotografía documental, locuto, impulso proyectos de comunicación para el desarrollo social en comunidades rurales, viajo…

—Ah, ya. ¿Por qué no buscas trabajo en la televisión?

—No es lo mío. 

—Dicen que los presentadores ganan mucha plata. ¿No quieres ser famosa también?

—No me interesa. 

Me recogió en el aeropuerto. Había regresado de dictar un taller sobre fotografía documental fuera de mi ciudad, Barranquilla. Deseaba llegar a casa y descansar. Además, no soportaba el reguetón que estaba sonando. 

 

Independencia es igual a desempleo

Estaba en casa un lunes. A las 4 p.m. llegó un familiar; al verme, me lanzó la pregunta:

—¿Estás de vacaciones?

—No —le respondí mientras esperaba que se enviaran unas fotografías y un texto. 

—¿Qué haces en casa a esta hora? Todavía no son las 6 de la tarde. 

—No cumplo horarios. Soy freelancer

—¿Ah? 

—Independiente.

—¿Por qué? ¿Te echaron del trabajo?

—No. 

Me enfoqué en enviar el material. No preguntó nada más.

 

Si no cumples horarios, ¿para dónde vas?

Un día cualquiera mi mamá me preguntó para dónde iba cuando me vio guardando el computador y la cámara en un bolso. Ya estaba lista para salir. 

—Voy a escribir y a descargar unas fotografías en un café.

—Cariño, aquí hay suficiente espacio. Tienes tu estudio también…

—Mamá, necesito hacerlo afuera. 

—Hay bastante café. Ayer compré.

—No voy solo a tomar café.  

No sé qué habría pensado Hemingway si alguien lo hubiese cuestionado de esta manera antes de dirigirse al café de la Place de Saint Michel. Creo que se habría fastidiado. Y mucho. 

Y aquí entre nos: a veces las preguntas de mi mamá eran mi banda sonora de camino al café.

(Échele ojo a Los madrugadores, un fotoensayo de Linda Esperanza)

 

La renuncia

Taxistas, familiares, profesores, amigos y mis padres me han saturado de preguntas sobre el trabajo. Hubo un momento en que me sentí confundida; sentí que no se valoraba lo que estaba haciendo. Tampoco sabía cómo definirme en las redes sociales y en mi blog: ¿comunicadora social y periodista?, ¿fotógrafa documental, escritora y locutora?, ¿letras y fotos?, ¿sitio web de sociedad y cultura?, ¿loca y acorralada?, ¿inoficiosa y contestona?

Por un tiempo traté de buscar las palabras correctas para concretar el perfil sin menoscabarme ni sobrevalorarme. Decir las vainas como son. Tarea difícil en estos días. 

Dar tantas explicaciones había reducido mis alternativas. Dudé mucho. Me había cansado de dar razones para que me comprendieran. Y me di cuenta de que algunas personas no saben preguntar e iniciar una conversación: ¿por qué no arrancar una plática preguntándome qué estoy leyendo, sobre qué escribo, qué proyecto estoy emprendiendo, qué me gusta de mi país, qué me motiva a viajar, qué pintura o película me mata? 

Ya lo decía Cortázar: “Habrá diálogo cuando sepamos preguntar”.

Suelen asumir que toda la vida una será empleada y esclava de la oficina, que si trabajamos más horas seremos mujeres luchadoras de verdad; que cuando una viaja es por placer nomás y no por hallar escenarios nuevos para escribir una crónica; que estar en casa un lunes significa que somos desempleadas; que la creatividad es un hobby y no un pilar de nuestra profesión; que escribir y hacer fotos es fácil: amontonar letras y oprimir un botón. ¡Ni se imaginan!

Cuando a mi papá le preguntan dónde me encuentro trabajando, él no sabe qué decir; se rasca la cabeza y contesta: “Ella está en lo suyo”. ¡Qué manera más parca de decirlo! Pero decidí aprender de él en cuanto a la brevedad.

Durante un par de semanas mi fascinación por la cotidianidad se vio afectada hasta que en una ocasión, una colega y yo hablamos del tema, a ella le ocurría lo mismo. Acordamos que nada de eso iba a limitarnos; nos apoyamos. Y es que me pasa lo que a la artista colombiana Petrona Martínez: “Si yo me caigo y me descompongo un pie, de ahí puede salir una canción”. No debía dejar que se apagase la chispa. 

Ya no era necesario repetir lo mismo después de cada interrogante: “Escribo textos periodísticos y literarios, hago fotografía documental, locuto, impulso proyectos de comunicación para el desarrollo en comunidades rurales, y después de largas semanas fuera de la ciudad, edito mi contenido y lo envío aquí y allá”. Tampoco era imprescindible relatar mi experiencia en empresas en las que alguna vez debí cumplir horarios, nada más para tratar de mostrarme como una heroína que se emancipó de la rutina.

¿A caso no es hermoso hacer lo que nos mueve el piso, lo que nos galopa por la sangre, lo que nos gusta y que nos paguen por ello? Estoy contenta, sí. Hoy desarrollo cada una de mis facetas. Un sábado, domingo o toda una semana puedo ocuparme durante largas horas y desplazarme a ciudades y a veredas; un lunes, quizá, puedo tomarme una copa de vino a las 4 de la tarde, y puede que me vea el mismo familiar, y ya no solo me llame desempleada sino alcohólica. No daré más explicaciones. 

No creo en la vida bifurcada: ¿será que uso uniforme y trabajo hasta que el jefe lo indique o domino mi tiempo y hago lo que me encanta? No se trata de escoger. Cada quien se traza la ruta. La vida no está partida en dos. La vida es lo que se hace hoy, ahora. Es el presente. 

No quiero convertir estas letras en un conjunto de frases de autosuperación. El cuento es no dar tantas explicaciones, se vuelve agotador. Seamos unos incomprendidos. 

Ah, y como les decía, aprendí de mi papá sobre lo breve, logré definir mi perfil con sobriedad y menudas palabras: “Sin la cotidianidad cojean las historias”. Me tomo mi tiempo para contemplar lo cotidiano. Prefiero meterme en la piel de una situación, persona o sitio para narrarlo y visibilizarlo. Elijo los temas que quiero abordar. Cambio de caminos y de ojos. Aventuro. 

Y, sí, soy una incomprendida y hago lo que me fascina. Además de considerar mi segundo nombre como un amuleto, creo en la frase anónima: “Salta, pronto aparecerá el piso”. Un día se la compartí a un amigo, y me dijo: “¡No! ¡El piso no! Te va a doler, se te van a quebrar los huesos; mejor un colchón cómodo”. 


*Periodista y fotógrafa documental. Esp. Gerencia de la Comunicación para el Desarrollo Social. Sígale el rastro en lindaaragon.co

 

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