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Empatía, tía

Hace unos días, el reclamo de una mujer a su sobrino por marchar y rescatar a un perro de los disturbios en Bogotá prendió Twitter. “Si somos empáticos, saber que el otro sufre y que hay algo que podemos hacer para ayudarlo, nos moverá (…) La protesta social por las injusticias —ya sea que estas nos golpeen directamente o no— es una expresión colectiva concreta de la empatía”.

Andrea Padilla Villarraga* / @andreanimalidad

En medio de la andanada de información y opiniones de todo tipo por el rostro cínico y brutal que han mostrado el Gobierno y sus fuerzas armadas en este Paro Nacional, me topé con un trino divertido y conmovedor que me hizo pensar en los tiempos de cambio que vivimos. Es en ellos cuando las diferencias significativas de mentalidad suelen profundizarse o contrastar; a veces, arrebatando con furia la ortodoxia de los paradigmas.

En el trino, un joven que, a diferencia de Dilan, resultó ileso en las movilizaciones, publicó el reclamo que le hizo su tía por haber participado en las marchas y “recogido un perro de la calle”. Ella lo increpó por defraudar la educación recibida por su familia —una educación de “caballero educado, emprendedor y trabajador” como los ciudadanos-modelo y de sonrisa diseñada que aparecen en las propagandas del Gobierno— y por estar protestando “por algo sin sentido”. Al final, le advirtió que no sería invitado a las novenas ni a la cena de navidad —para evitar el qué dirán mientras se zampan a un gran animal rostizado, supongo—, que bien podría ser la versión moderna de la amenaza de excomunión. 

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Es obvio dónde están la gracia y lo conmovedor de este trino (cuya historia, presumo, es real). Lo valioso de la anécdota es lo que ilustra: el contraste entre una generación acomodada, indiferente y apática, y otra crítica, comprometida y anhelante. Entre una ciudadanía disciplinada y vigilante de la ley y el orden (o del dios y la patria), y otra rebelde y cuestionadora de status quo. Entre quienes solo se interesan en su bienestar y, a lo sumo, en el de sus seres queridos (aunque no se les invite a la cena de navidad), y quienes, en cambio, se solidarizan con los demás, aunque no padezcan, ellos mismos, carencias o injusticias. Entre quienes cumplen con el sagrado deber del voto para que todo permanezca igual, o sea, a su favor, y quienes entienden que el voto conlleva deberes y derechos, incluidos los de reclamar, exigir y destituir a un funcionario público inútil, corrupto o indolente. Entre quienes se lamentan porque las cosas van mal (si es que acaso lo perciben), y quienes se movilizan para corregirlas. Entre quienes creen que la urbe es un conjunto de buenos modales recogidos en La urbanidad de Carreño, y quienes, por el contrario, le dan vida a la ciudad porque la urbe es lo público. También, entre quienes guardan las formas y el recato en el querer, y quienes aman y respetan sin reservas de clase, género o especie.

En una palabra, la anécdota ilustra las diferencias entre una forma apática y otra empática de vivir. Entre quienes ven pasar la vida indiferentes al sufrimiento ajeno y ocupados, como suelen estarlo, cuidando su pequeña parcela de privilegios, y entre quienes se involucran porque reconocen los rostros de la injusticia y sienten el dolor ajeno como propio. Por eso, seguramente, el joven de la anécdota rescató al perro. Porque quien protesta por la indolencia de un gobierno, aunque su existencia no esté en riesgo, es capaz de empatizar.

La empatía es, en esencia, la capacidad de imaginar el sufrimiento de otro (animal humano o no humano) y actuar para mitigar o ponerle fin a ese sufrimiento. No hace falta estar en los zapatos del que sufre ni ser como él. Basta con imaginar cómo será estar en su situación de padecimiento o injusticia; en figurarse su dolor o su angustia, aunque su cuerpo esté cubierto de pelos, plumas o escamas. Ciertamente, “no hay límites a la medida en que podemos ponernos en la piel de otro ser. La imaginación compasiva no tiene topes”, como bellamente lo señala Elizabeth Costello. Bien “puedo ponerme en el lugar de un murciélago, de un chimpancé o de una ostra. De cualquier ser con el que comparta el sustrato de la vida”. Si somos empáticos —o sea, si no tenemos adormecido el corazón—, saber que el otro sufre y que hay algo que podemos hacer para ayudarlo, nos moverá, nos impulsará a la acción.

Por eso la protesta social por las injusticias —ya sea que estas nos golpeen directamente o no— es una expresión colectiva concreta de la empatía. Pero más radical es todavía la manifestación de esta solidaridad andante, cuando el reproche sobre lo injusto incluye a los animales: a los que, aún teniendo voz, no pueden agenciar su propia revolución. En efecto, no es solo el perro salvado por aquel joven: un acto de empatía, a secas. Son, también, las cientos de voces que, durante este Paro Nacional se han levantado por los animales; por el tratamiento que se les ha dado (no solo este Gobierno) de meros recursos, como si sus vidas pudieran ser valoradas en términos de kilos y cuotas, o solo contaran como parte de una especie. Como si ellos no existieran y, entonces, ignorarlos o aniquilarlos fuera indiferente.

Es divertido y conmovedor pensar que estamos adentrándonos en una nueva era mental, que todo este revolcón obedece a un despertar. Imagino a aquel joven caminando de regreso hacia su casa, con el perro rescatado, ambos con los ojos ardiendo por el efecto de los gases lacrimógenos y deseando un mundo en el que, sencillamente, todos podamos florecer.


*Andrea es Concejal de Bogotá, activista por los derechos animales, PhD en Derecho y vocera en Colombia de AnimaNaturalis Internacional.

 

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