
Los fanfarrones del guetto
Skhothane es un movimiento juvenil de las barriadas sudafricanas. La moda es una prioridad para sus miembros. Su estilo de vida presuntuoso lo mantienen a cualquier costo, aunque la mayoría no haya salido del colegio ni tenga un trabajo estable. Unos bautizan su nuevo par de Arbiters tomando whiskey directamente del zapato, otros le prenden fuego a su ropa sin estrenar para mostrar que pueden comprar otra camisa, otros queman un fajo de billetes o estrellan el celular contra el piso. El whiskey se riega por el suelo, se utiliza para lavarse las manos o para hacer enjuagues bucales y lustrar el oro de los dientes. Así son los duelos de moda y arrogancia en los townships de Johannesburgo.
Especial para Cartel Urbano
Johannesburgo, Sudáfrica
Los viernes son de Rossimoda. Los sábados, de Arbiter. Los domingos, de Alphabet. Cuando de usar zapatos italianos se trata, los Commandos son estrictos en su rutina. Para camisas y pantalones, su guardarropas no admite sustituto: las últimas colecciones de Sfarzo son la regla.
Es viernes en Eldorado Park, Johannesburgo, y como corresponde, Neigshaan Smith lleva puesto un reluciente par de Rossimoda. Fucsia el derecho, rojo y negro el izquierdo. Sobre su empeine, en dos etiquetas que imitan las placas de los carros sudafricanos, se lee “Toulouse” y “Commando”. Indican, respectivamente, el alias con el que se le conoce en el township, y el grupo skhothane que lidera.
Cheza, 17 años y segundo al mando de los Commandos, es enfático:
—El que no tenga el dinero para comprar esta ropa nunca podrá ser un skhothane. Simplemente, así es como funciona.
Los miembros de este movimiento juvenil de las barriadas sudafricanas no escatiman en gastos. Cada camisa Sfarzo puede costar el equivalente a 200 dólares, un pantalón 150, un par de Arbiters entre 300 y 600. Para el movimiento skhothane (“lamer”, en lengua zulú) la moda es más que una prioridad: es un estilo de vida que hay que mantener a cualquier costo, aunque la mayoría no haya salido del colegio ni tenga un trabajo estable.
Toulouse tiene más de media docena de zapatos de lujo pero no tiene una cama. Duerme sobre el sofá en la casa de dos habitaciones de su familia; la misma casa donde creció su madre y que ella mantiene con su modesto sueldo como guía en un museo histórico. Cada mes, buena parte de ese sueldo se gasta en ropa para Toulouse. Para ella es una inversión. La reputación de Toulouse en el mundo skhothane le ha dado a él y a la familia un reconocimiento inesperado.
—Las tiendas tienen su foto y en el barrio lo respetan —dice Shaihida Clarke—. No importa que no quiera estudiar. Teniendo en cuenta que muchos jóvenes del barrio son miembros de pandillas criminales, ser skhothane es la mejor de las opciones para él.
La familia no es ajena a la violencia entre pandillas. Leon Clarke, padre de Toulouse, sobrevivió hace unos meses a un atentado frente a su casa. El intento de asesinato fue un caso de “identidad equivocada” entre pandillas rivales.
A Toulouse y sus Commandos les gusta salir por el ghetto a pasear. A pasear y a mostrarse. Para el visitante, sus pintas coloridas desentonan con el entorno más bien opaco de casas uniformes y calles agrietadas, pero para la gente del barrio, las camisas de flores, los sombreros y los pantalones de leopardo son ya una imagen familiar. También el enjambre de niños que se acercan a mirarlos o a pedir que los acepten en el grupo.
Duelos de arrogancia y desperdicio
Las competencias entre skhothanes pasan menos desapercibidas. Se organizan a través de las redes sociales, generalmente durante los recesos del año escolar, en algún parque de los townships. Allí los Commandos se encuentran con los Psychos, los Extreme Boys, los Nikitas, los Tsunamis y con sus archirrivales We Make It Rain.
—En las batallas podemos demostrarles a los otros grupos que somos los reyes del estilo, que somos los mejores —dice Toulouse.
¿Los mejores en qué? En la cualidad más preciada para el buen skhothane: su capacidad para alardear.
Las feroces batallas verbales con las que empieza cada enfrentamiento entre skhothanes se enfocan en quién lleva puesta la ropa más cara, quién usa imitaciones, quién heredó la camisa del hermano mayor. Para disolver cualquier duda, algunos conservan las etiquetas con el precio pegadas a sus prendas. Pero esto es, en realidad, un protocolo para medir quién puede ser más arrogante. Todos han comprado la ropa en los mismos almacenes y saben exactamente cuánto vale lo que el otro tiene puesto. Otros factores tienen que determinar cuál es el grupo ganador.
La banda sonora es kwaito y house sudafricano, y los skhothanes pasan por turnos a hacer demostraciones de baile que incluyen elaboradas contorsiones para amedrentar a los oponentes, impresionar a las chicas y exhibir sus nuevos jeans Sfarzo. Unos bautizan su nuevo par de Arbiters tomando whiskey directamente del zapato, otros le prenden fuego a su ropa nueva para mostrar que pueden comprar otra camisa sin pestañear, otros queman un fajo de billetes. El whiskey se riega por el suelo, se utiliza para lavarse las manos o para hacer enjuagues bucales y lustrar el oro de los dientes. La ostentación y destrucción de los símbolos de estatus los pone por encima de sus rivales.
Otros gestos los ponen por encima de los vecinos del township. Algunos llevan cajas de comida de KFC —un lujo inaccesible en las áreas más deprimidas de las barriadas— y las pisotean con sus Rossimoda. Estrellan celulares contra el piso, los ponen bajo un chorro de agua o entre las brasas de un asador. Entre más extravagante sea la destrucción de los objetos de lujo, mayor admiración genera entre los skhothanes. Y mayor indignación entre los vecinos que presencian el espectáculo.
Skhothanes de compras
Si no fuera por las docenas de skhothanes que llegan el sábado por la mañana al pequeño local de Sfarzo en el centro de Johannesburgo, el almacén pasaría desapercibido.
Adentro, un hombre con la ropa manchada de cemento y pintura carga varias bolsas de compras. Acaba de gastar varios miles de rands en un ajuar completo para su hijo de 13 años, un skhothane en formación.
—Para los padres de muchos de estos chicos la ropa de sus hijos también es una prioridad —dice la dueña de la zapatería Papoutsi, que lleva 40 años vendiendo Arbiters a los habitantes del township—. Prefieren regalarles lo que les pidan a que se dediquen a la delincuencia. De todas formas —dice— sus padres saben que si no les compran los zapatos los chicos van a buscar cómo obtenerlos de alguna manera.
Cuestión de prestigio
La comunidad skhothane parece estar llevando al extremo la devoción por el consumismo, pero las tendencias que reivindican el culto por el chic y la elegancia no son una novedad en los townships sudafricanos. Desde los años sesenta, cuando el régimen del apartheid sometía a la población negra de las barriadas a la más profunda pobreza con su sistema de represión y segregación, el movimiento de los pantsula —especialmente popular entre los bandidos o tsotsis— imitaba la forma de vestir de los gangsters y jazzistas americanos popularizada en los film noir de los años cincuenta. Más adelante los swenkas, hombres mayores de origen zulú que por lo general eran mineros o trabajadores informales, ahorraban durante meses para comprarse trajes de diseñadores europeos. La elegancia era una herramienta para recuperar la dignidad y el respeto propio que las estructuras políticas y económicas les habían quitado.
Para los skhothanes, el asunto es de desencanto con su entorno social. Aunque son parte de la ‘generación libre’ nacida en la era de la democracia, han crecido en una Sudáfrica que sigue sin ofrecerles mayores oportunidades de movilidad social, y en la que han visto a los antiguos revolucionarios enriquecerse rápidamente en los puestos de gobierno.
—Nuestros padres crecieron en la época de la represión —dice Cheza—, pero éste es nuestro tiempo. Ahora nosotros queremos lo que ellos nunca pudieron tener.
Aunque su familia formó parte activa de los movimientos de liberación contra el apartheid, los modelos de comportamiento de Cheza poco tienen que ver con los héroes nacionales de las luchas por la igualdad y los derechos humanos. Su ídolo no es otro que Kenny Kunene, el polémico multimillonario sudafricano que ostenta su gusto por el sushi ofreciéndolo sobre mujeres desnudas a los invitados a sus fiestas.
Cheza dice que en su barrio también hay gente que se esfuerza, gente que estudia y se gradúa.
—¿Y para qué? —pregunta encogiendo los hombros. Todo ese esfuerzo, todo ese tiempo, para que todo siga igual. Siguen desempleados. La gente siempre nos dice que uno tiene que pasar por etapas en la vida para un día alcanzar lo que quiere. Pero a mí me gusta el lujo. Yo quiero mis zapatos y mis camisas ahora. Esta es la nueva Sudáfrica, y yo, honestamente, no tengo tiempo para etapas.