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Prohibido hablar de amor

El amor es similar a una enfermedad: paraliza, devora, destruye. Quizás las mejores historias de amor son las más corrientes. El amor sólo puede sospecharse. Tantearse. Es una canción, un fetiche.

Del amor no se habla. 

Es inasible, incomprensible. 

Si acaso pueden relatarse un puñado de historias. Porque a veces el amor sólo es una o unas metáforas banales, insuficientes. Y otras, muchas, es la negación brutal de las metáforas y, si le permiten atacar, del sentido común, la lógica, la razón misma. 

La poeta uruguaya Idea Vilariño estuvo enamorada toda su vida del escritor Juan Carlos Onetti, quien la usó, la maltrató de múltiples maneras y terminó rechazándola, pues ella no cumplió sus peores caprichos. Siendo ya una mujer mayor, casada con otro, seguía extrañando a Onetti, aquel ser talentoso e infeliz que le había descompuesto por completo la existencia. Vilariño amaba aunque no la amaran, y así, sin planteárselo, hizo realidad, paradójicamente, la comparación formulada por el propio Onetti en uno de sus relatos: el amor es similar a una enfermedad, paraliza, devora, destruye. 

Siempre pueden aparecer excesos, límites en apariencia imposibles de rebasar. El aristócrata y discreto poeta Francisco Álvarez y Velasco se enamoró hasta perder la cabeza de Sor Juana Inés de la Cruz tras leer los versos que la religiosa mexicana escribía dentro de su mundo conventual. Para ella compuso un sinnúmero de textos poéticos y una carta, papeles que nunca le envió por tímido, por pudibundo, porque vivía en una Neiva feudal de finales del siglo XVII. Cuando por fin se decidió a enviarle la misiva, la monja ya había muerto. Álvarez y Velasco amó a una mujer con la que nunca sostuvo una conversación, a la cual nunca vio.

Quizás las mejores historias del amor son las más corrientes, las que parecen no esconder prodigios ni honduras abismales. Largos noviazgos repletos de rutinas y pequeñas, fútiles claves secretas; por el mismo camino, matrimonios cargados de discusiones, asociaciones estratégicas y silencios indispensables. Quizás. Sólo quizás. 

Quizás las mejores historias del amor son las más corrientes, las que parecen no esconder prodigios ni honduras abismales

Resulta sorprendente que un galán cinematográfico y millonario como Paul Newman haya mantenido su relación conyugal con la actriz Joanne Woodward durante cincuenta años. Sobre todo en el entorno frívolo, necio, de Hollywood. Cómo lograron soportarse, crecer, convivir durante tanto tiempo seguirá siendo un misterio sin solución.

Tal vez gente como Tagore o Emily Dickinson no fallaba cuando, enfrentándose a este problema, ofrecía modos de acercársele con cuidado. El primero dijo que la única forma de discurrir acerca del amor consistía en referir asuntos e ideas alejadas del amor. La segunda descubrió que se entendía al amor a la perfección gracias a su ausencia y al gran hueco que planta en el interior de las personas. 

El amor sólo puede sospecharse. Tantearse. Es una canción, un fetiche, ciertas frases pronunciadas en el momento justo y que permanecen hasta el final del plazo para vivir. También –y tiene que ser así– sumas de senderos equivocados, resignación, miedo. Y, por qué no, la profunda soledad de quien espera con el alma perforada ganarse un concurso al cual ni siquiera se inscribió, en el que no le iban a permitir participar. En la espera, y en la porosidad de esa introspección que acompaña a la espera, reside su más óptima ganancia.

En estos tiempos para los cuales la felicidad es imperativa y las temáticas más serias son instrumentalizadas y manipuladas por el comercio, los dogmas, los medios de comunicación, el amor (pese a toda su complejidad y gravedad) se ha vuelto una moneda de cambio fácil, una excusa barata para obtener fines personales o económicos. Olvidamos que en el campo de los afectos nadie es autoridad. Y que el amor –lo que fuere el amor en realidad– por lo general se sale con la suya, no se deja amedrentar ni encasillar. 

Intrincado, terrible, no se habla de él. 

Porque es una gracia. Una epifanía.

Si no cómo explicar que les haya durado tantos años a un inestable Francis Scott Fitzgerald y a su demente, impulsiva esposa Zelda, sin que se asesinaran mutuamente. Hubiera podido pasar: ambos reunían las condiciones para liquidarse sin problema el uno al otro. 

Sucede el amor. Y no vale la pena discutirlo. 

En cierto cuento de Gustavo Adolfo Bécquer un individuo persigue a una mujer, la asedia, se sacrifica con tal de darle alcance. Lo consigue, se aproxima después de muchas penurias sólo para notar que la pretendida dama no era más que un rayo de luz producido por la luna. 

Porque también el amor es un miserable y espléndido espejismo. 

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