
No ser pilo también paga
Nuestro proyecto de nación fracasará mientras las ofertas para la juventud estén por debajo de las locomotoras mineras, del repugnante juego político en pos de puestos o contratos, y de los intereses empresariales extranjeros.
Los muchachos que no fueron beneficiados por el programa ‘Ser pilo paga’, las diez mil becas universitarias del gobierno colombiano para estudiantes de escasos recursos, son las presas más fáciles para la guerra y el delito que existen hoy en este país. Son jóvenes de irregular o bajo desempeño académico (meras cifras en informes del Ministerio de Educación), cuyas habilidades intelectuales o capacidad financiera les permitirán si acaso ingresar al Servicio Nacional de Aprendizaje, SENA, o a cualquier institución donde los espera alguna disciplina adecuada al país de hoy, de siempre: Técnico Judicial, Auxiliar de Enfermería, algo parecido a la topografía, quizás a la manipulación de computadores.
Esto podría suceder si acaso asumen los riesgos económicos y personales que conllevan saltar a una formación diferente –no mejor– de la del bachillerato. Si toman la decisión y dan el paso. Si no, y hay muchos que nunca dan ese paso, se ven abocados a ganarse un sueldo en almacenes, comercios y empresas de toda clase. Lo anterior en cuanto a las opciones medianamente sanas con que tienen, y no se cuentan aquí los desertores de la educación formal, quienes ni siquiera alcanzan a plantearse el lejano derrotero de la universidad.
Esos adolescentes del promedio que no sobresalen dentro de sus propios grupos humanos y quienes, tal vez aburridos con la modesta educación recibida, desean obtener mucho dinero en breve tiempo (¿y quién en el fondo no desea eso? ¿No son los sueños burgueses de devengar sin trabajar, o sin esforzarse tanto, propios de la especie humana completa, “hecha para el ocio”, como la calificó el filósofo británico Bertrand Russell?) son más proclives a dejarse tentar por las maquinarias del crimen y por el horror lucrativo, pues los tienen a la mano. Casi conviven codo a codo con ellos.
No serán víctimas del matoneo arribista en la Universidad de La Sabana ni en la de Los Andes, porque ya la injusta sociedad colombiana les está propinando un matoneo constante, implacable e irreversible, a punta de puertas cerradas, escasas oportunidades educativas y violencia.
Las opciones vitales que se les ofrece a esos muchachos son crueles y provocan escalofríos. Aspiración a empleos informales, mal pagados, que los envilecerán sin remedio hasta convertirlos en personas manipulables, en futuros votantes para la presidencia del hijo de Andrés Pastrana, del hijo de César Gaviria, del hijo de Juan Manuel Santos, y así continuar las espirales absurdas del oprobio. Anhelo de pertenecer a las fuerzas armadas legales o al cuerpo de policía no especializada, donde les enseñarán a defender mediante rudeza, amenazas, coacción y corrupción una serie de peligrosas fábulas como la soberanía, las instituciones, el estado. O la tentación de inscribirse en un ejército ilegal para traficar cocaína y repetir discursos revolucionarios pasados de moda. Si hay apuro, ahí están las propuestas del crimen organizado o de la delincuencia común: asaltar, rapar, matar por calles y suburbios.
Nuestro proyecto de nación fracasará mientras las ofertas para la juventud estén por debajo de las locomotoras mineras, del repugnante juego político en pos de puestos o contratos, y de los intereses empresariales extranjeros.
Naufraga un país donde un sinnúmero de jóvenes sencillos se sienten bien porque les dan unos pocos centavos gracias a que se dejan humillar y degradar.
No ser pilo también paga.
Esa es nuestra maldición.