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Poder del Príncipe

Su ritmo laboral de catorce o dieciséis horas diarias concluyó el pasado 21 de abril, cuando lo encontraron sin vida dentro de un ascensor, en la mansión que se había mandado construir. ¿Por qué su sombra y autoridad no terminan con su muerte?

Raro como él solo, Prince había prometido una gira de conciertos sin su banda. Se enfrentaría a las multitudes armado tan solo de su voz y de un piano. Los que conocían su enigmática música —esa inteligente mezcla de versatilidad, genio y la más desternillante frivolidad— no ocultaron la sorpresa al ver a un guitarrista de toda la vida transformado en pianista.

Ya antes cada golpe de Prince había sido un dechado de originalidad y espectáculo en sí mismo: contra todos los cánones de la logística y la organización, era el propio Prince quien advertía dónde y en qué momento ofrecería determinados conciertos. Para que la boletería se agotara, quizás. O quizás para probar la fidelidad de sus verdaderos seguidores, quienes deberían estar pendientes de la compleja voluntad del artista.

Pero hay más. Porque con Prince siempre hay más.

Dijo haberse vuelto testigo de Jehová tras los primeros veinte años de fama, excesos y una envidiable capacidad creativa que lo llevó a grabar dos o tres discos al año, a fundar y producir agrupaciones ajenas, a filmar películas ególatras y vídeoclips extrañísimos. Era su modo de dar un paso casi místico al silencio y a cierta modestia que coincidió con su cercanía a los  cincuenta años de edad. Sin embargo, ni siquiera la senda de Jehová le impidió seguir siendo el talentoso perro a cuadros que fue desde el principio. Continuó ofreciendo conciertos a media noche porque sus hábitos vitales eran nocturnos en muchos aspectos. Este gesto muestra a las claras el rango en donde se ubicaba con respecto a los ídolos de la música.

Le hubiera gustado ser más que un importante artista del pop e igualar en capacidad a James Brown o a un jazzista clásico como Miles Davis (con quien de hecho trabajó). En esa búsqueda, abriéndose paso entre flores de un día y one hit wonders, asumió la única identidad que podía asumir, esa mezcla de acid jazz, rock y funk que era él mismo.

Su siguiente reto, una vez consolidó un lugar de prestancia, fue forjarse como leyenda. Comenzó por realizar todo lo contrario de lo que se esperaba en un cantautor célebre: abandonó paulatinamente los vídeoclips, peleó a muerte con su disquera primero y después con Internet. Sus negativas a la difusión en la web de las grabaciones que realizaba son épicas. Esto lo llevó a afianzar sus presentaciones en vivo y a inventarse un Prince diferente con cada creación.


Compuso por lo menos dos íconos de la cultura popular: ‘Purple Rain’, un himno subterráneo del pop de los 80, y ‘Nothing compares 2 U’, que le robaron para cedérsela a Sinead O’Connor.


Todo lo anterior sin abandonar jamás los tacones, las prendas de ropa extravagantes y cierto aire femenino que coloreaba su estampa. Era un hombre de baja estatura y con un atractivo singular al que intentó sacarle partido gracias a los rasgos duros de su rostro. Intentó no seguirle el juego a la economía de mercado, aunque se sacrificaran él y su trabajo. Por eso cada uno de sus discos es una pequeña joya donde las canciones están tazadas y calculadas de modo que no las destruya el olvido. Es tan amplia su producción que pasarán décadas hasta concluir la clasificación de sus materiales completos, pues componía música para otros, además de para sí mismo, y se sabe de la existencia de archivos privados que contienen grabaciones de hace más de treinta años.

No paraba. Nunca. Ni cuando perdió dos hijos recién nacidos, ni ante cierro ostracismo al que lo estaba condenando la industria del entretenimiento por su carácter solitario, a veces presuntuoso, a veces resabiado.

Su ritmo laboral de catorce o dieciséis horas diarias entre viajes, conciertos y producciones musicales concluyó el 21 de abril de este año, cuando lo encontraron sin vida dentro de un ascensor, en la mansión que se había mandado construir.

Como el escritor irlandés James Joyce —a quien puede comparársele en ambición y desmesura—, Prince concibió y creó música que será oída durante muchísimos años de aquí en adelante.

Su legado es vasto. Puede mencionarse el haber dado una estatura, muy alta, a la música pop. Compuso por lo menos dos íconos de la cultura popular, una es ‘Purple Rain’, esa suerte de himno subterráneo de todo el pop de los ochenta, la otra es ‘Nothing compares 2 U’, que le fue robada con el fin de cedérsela a la entonces novata Sinead O’Connor a principios de los noventa. Esa melodía es el prototipo de lo que debe ser una sólida y honesta canción de amor. Por si fuera poco asumió un riesgo que quizás sólo Prince ha podido capotear: unir la banalidad y la simpleza de una gran porción del mundo del espectáculo con unas sonoridades magistrales, dignas de los más grandes compositores, en la misma presentación, con el mismo respeto y garbo.

La sombra y la autoridad de Prince no terminaron con su muerte. Todo lo mejor de ellas, al contrario, hasta ahora empieza.

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