
Andrés Caicedo o el suicida que siempre se sale con la suya
La película Que viva la música, de Carlos Moreno, basada en la novela homónima de Andrés Caicedo, es más una “desadaptación” de la obra que un trabajo cuidado de adaptación. ¿Por qué es tan difícil llevar al cine una obra literaria de culto? ¿Qué hace de la película de Moreno una desafortunada versión del libro de Caicedo?
Resulta irrelevante a estas alturas discutir si Andrés Caicedo es buen escritor o no. Sobran, casi estorban los debates literarios ante un ícono de su envergadura. Criticar la prosa afanada y caótica de Caicedo es como poner en tela de juicio los cuestionables procederes políticos de Simón Bolívar o la superficialidad de Marilyn Monroe: un ejercicio inútil, porque no faltarán quienes lo defiendan hasta morir ni quienes abominen de él con idéntica pasión. Las leyendas y los mitos que hemos creado para nuestra cultura no permiten discusiones reposadas ni matices. Se les ama o se les odia. Sin puntos medios, sin equilibrios.
A Carlos Moreno, un realizador colombiano, se le ocurrió llevar al cine la novela paradigmática de Andrés Caicedo, ¡Que viva la música!, y de acuerdo con las razones que le ha dado al periodismo colombiano su conocimiento del libro y del autor son superficiales. Hasta parece estar orgulloso de esa ignorancia. Sin dársele nada, carente de cualquier rubor, ha dicho por ejemplo que él no quiso adaptar la novela sino “desadaptarla”. Pretende salir del atolladero en el cual se metió a punta de ingenio. Y quizás no le han informado que los fanáticos caicedianos deben estar esperando para lapidarlo una vez estrene la película en Colombia. Motivos no les faltan. Rosario Caicedo, hermana del ícono, vio ¡Que viva la música! en el Sundance Festival y escribió una crítica muy negativa acerca de la “desadaptación” realizada por Moreno. No reconoce ni siquiera una tímida atmósfera del estilo desencantado de Caicedo, ni un guiño a su ambigua propuesta del “rumbo y la rumba” reconocible dentro de todos sus textos, desde El Atravesado hasta la obra póstuma. La idea del escritor suicida era, si quienes han intentado estudiarlo no entendieron mal, buscar la rumba sin perder el rumbo (el malestar ante una vida insignificante). Eso se logra sobre el texto escrito, quien lea cualquier libro de Caicedo lo nota, pero parece que no está presente en la versión cinematográfica.
Según quienes han visto la película y han dejado testimonio, lo que alcanzan a descubrir es sólo la rumba, las nimiedades de una joven rubia drogada, entre bailes de rock, de salsa. Y poco más. Moreno se fijó tan solo en el ícono. Y no basta con admirar lo que un individuo mítico hizo durante su vida, asimilar el rock, descubrir la salsa, drogarse, para construir relatos fílmicos. Muchísimo menos si se trata de la adaptación de un texto literario al cine, donde importan la hondura de las historias y no la fama de quien las inspiró o escribió.
Frente a casos como este vuelven las reflexiones en torno a la fidelidad de lo literario cuando se traslada a lo cinematográfico. Y un mal sabor: la sensación de que el director pensó en que Andrés Caicedo goza de cierto respeto entre el público –aunque no haya sido leído, por eso es un mito– y debido a esto se apresuró y filmó su libro más célebre. Para lograr más ventas a costa del nombre y del prestigio de un escritor de culto.
Al mismo tiempo que se presenta ¡Que viva la música! en el festival de cine independiente por excelencia, se lanzan traducciones de la novela al inglés, al francés y al portugués brasileño. Sucedió lo increíble. El éxito del libro ha sido arrollador. Y terminará por ocurrir un hecho inusitado dentro de la literatura contemporánea (y dentro de estas épocas con escasos lectores de libros): cualquier homenaje, reedición o film adaptado o desadaptado que se haga a título de Andrés Caicedo conducirá al aumento de la lectura de su obra, y al fortalecimiento de su estatua. Por esto es casi innecesario observar la película de Carlos Moreno (quien, dicho sea de paso, ya tiene ganado un puesto en la historia del cine nacional con ese infierno fílmico llamado Perro come Perro). Quienes no conocen a Caicedo recibirán una pálida muestra de algo que sólo leyendo podrán asumir en su totalidad. Por su parte, los caicedianos, sobra decirlo, escupirán sobre la cinta.
Ganará, otra vez, la literatura por encima del esfuerzo cinematográfico. Y el vigor del ícono sobre los análisis tranquilos, sean a los libros o a las películas.
Nada de esto pensó, ni tan siquiera imaginó, el joven escritor Andrés Caicedo Estela hace casi cuarenta años, cuando se suicidó en el apartamento 101 del edificio Corkidi de Cali. Lo único que quería era no hacerse adulto. Cotejando ahora los sucesos en torno a sus textos y los homenajes fallidos que se le tributan, puede pensarse algo sencillo: Caicedo logró lo que quería. Nadie ha podido, quizás nadie pueda, domesticarlo.