
Además de artistas, expertos en tramitomanía
Los intentos por hacer arte en Colombia terminan muchas veces asfixiados, tanto en el centro del país como en las provincias, por los requisitos enfermizos y la burocracia.
El artista estira el brazo y la mano. Pide una colaboración a la empresa privada, deseosa de lo único que le interesa: un show divertido, dopaje instantáneo, quiera Dios formativo, con su moraleja fácil de entender y, por encima de lo anterior, bien barato: no debe gastarse la plata en chorradas. El artista sonríe y firma un contrato para desarrollar alguna actividad de recreación y esparcimiento empresarial.
Luego, sin pudor, extiende la misma mano al Estado (los dedos más separados, la palma en forma de pequeña canasta dispuesta a recibir monedas). Sabe cómo conquistar a este amo todopoderoso. Le ofrece un show parecido al de la empresa privada, pero destinado a miles de personas, muy atractivo y cautivador. El modo de presentación cambia: al omnipotente administrador del dinero público le gustan los adornos; no será complicado maquillar a la chorrada con un nombre pomposo, ni a la moraleja ponerle la peluca “Proyecto de Inclusión Social, Pluriétnico y Multicultural” por si acaso algún organismo internacional desea invertir euros o dólares en el zafarrancho. No se debe pensar en costos con este tipo de contratos, el objetivo es que si el artista (o el combo artístico) gana sumas gruesas, también los intermediarios, los colados y el propio financiador reciban beneficios. Y si logra conseguirse alguna beca, alguna residencia en el extranjero, alguna financiación para más shows por el camino, el paquete queda completo.
Una vez agarrada la bolsa y acordados los montos, el artista se ve en la penosa obligación de planear su show. Es decir: necesita justificar de alguna manera el dinero que recibirá. Pero no hay lío. Estamos en Colombia y aquí cultura es cualquier cosa. La primera, la única y la última ocurrencia son susceptibles de exhibirse como cultura, o como arte. ¿El financiador dijo performance, monerías circenses? ¿Instalación, intervención en espacio público? ¿Dijo, acaso, talleres con madres cabeza de hogar, o folclor? Pues ni más ni menos, eso es lo que hay. El proyecto se redacta con rapidez. Seis meses o menos de “labor”, generosa publicidad, fotos para los medios y como recompensa unas merecidas vacaciones en el Caribe, mientras se diseñan las estrategias del próximo contrato.
Nuestros artistas, por necesidad, se están volviendo mediadores obedientes, administradores de unas cuantas monedas.
También andan por ahí los que ganan convocatorias del ministerio de cultura, del Distrito, de entidades oficiales o privadas. Más o menos les toca hacer lo mismo, con la diferencia de que gastan muchísimo más tiempo, el doble, el triple, diligenciando formularios, reuniendo documentos, evidencias, comprobantes, recibos y hasta certificados de estado civil o de que los contratistas están vivos.
Los artistas que no operan según estos patrones, o son marcianos o no existen. ¿Cuál es la razón del envilecimiento de nuestra cultura? ¿Será que los intentos por desempeñar un buen trabajo artístico se hunden entre un océano infecto de papeleo, redacción de proyectos y filas para pagar la seguridad social? ¿Dónde quedó la espontaneidad a la hora de convenir una presentación, una exposición o una publicación? ¿Por qué nos complicamos tanto la vida y se la complicamos a quienes solo desean expresarse o crear? Estas preguntas casi sobran. Y las respuestas podrían comenzar a hallarse en lo que se expuso atrás: los intentos por hacer arte en este país terminan asfixiados, en el centro del territorio y en las provincias, por los requisitos enfermizos y la burocracia.
Todo esto vuelve a verse con la convocatoria de estímulos del Ministerio de Cultura para este año.
Parece una carrera de obstáculos o una versión recargada del juego de La Oca.
Necesitamos con urgencia un cínico para nuestra cultura. Alguien parecido a Marcel Duchamp o a ese extraño cómico llamado Andy Kaufman. Un farsante sin pretensiones de ocultar tal condición, capaz de establecer una crítica feroz —con sus actos bufos e inútiles— al Oficialismo / Decentismo, a la izada de bandera en que se ha convertido nuestra cultura. Nuestros artistas, por necesidad, se están volviendo mediadores obedientes, administradores de unas cuantas monedas, realizadores de la fila para recibir, tras el papeleo insoportable, el apoyo en plata y en visibilidad que les dan desde lo público y lo privado. Hasta lo execrable. Ya hay personas que no hacen su trabajo artístico sin estas ayudas, dependen totalmente de ellas. Existen incluso quienes forjan sus propuestas estéticas sólo con miras a obtener este tipo de colaboraciones.
Soñar con disidentes de la psicorigidez burocrática es, por supuesto, una ilusión. Buscar o formar expertos en patear loncheras y en sabotear piñatas es difícil. Cuesta mucho tiempo. Y como no nos sobra tiempo, lo mejor es concluir de prisa esta columna: urge pasar los proyectos del cortometraje chocolúdico, el happening ecológico para niños en edad escolar, los talleres de coaching y expresión corporal dirigidos a mascotas, ponerlos a concursar o feriarlos, a ver quién nos los compra o patrocina. En espera de los contratos, por supuesto. Hay que vivir de algo y, sobre todo, hay que vivir de alguien. Así pues, como dijeron Mortadelo y Filemón: “¡A por el toro!”