Ud se encuentra aquí INICIO Node 30495
Ilustración por @burdo.666

¿Puedo pasar un mes sin producir basura?

Esta crónica es en realidad un ejercicio íntimo que demuestra que incomodarse y buscar alternativas para nuestro nocivo hiperconsumo, es más satisfactorio que la inmovilidad. Para enfrentar su producción de basura, el autor de este texto se ve obligado a cuestionar su teletrabajo, su alimentación, sus relaciones familiares, incluso sus romances de una noche.

Mario Rodríguez H. / @quevivalaeme

Por más que crea estar preparándome, realmente no dimensiono el reto que supone para mi vida citadina como teletrabajador no sacar una bolsa de basura. El camión pasa tres veces por semana y diariamente descarga seis mil toneladas de desechos en Doña Juana. La megaproducción de basura y el pésimo tratamiento que se le da en Bogotá ocasionan en este relleno sanitario y sus alrededores problemas sociales y ambientales incalculables. ¿Hasta qué punto ser parte de esta estadística, aun conociéndola, ha resultado de parte mía una irresponsabilidad deliberada disfrazada de inconsciencia?

Ahora me doy cuenta de que para hablar de basura tengo que abordar toda mi vida: mi trabajo, mis angustias, mis derrotas, mis compras, mis romances, mi alimentación, mi familia.

Es paradójico, ¿no?

*

Lunes. Sé que es lunes porque suena la puta alarma. Suena 20 minutos antes de entrar a turno, tiempo suficiente para darle snooze dos veces al celular, pararme, orinar, cepillarme los dientes, servirme agua y coger un banano antes de empezar a tomar llamadas. Así es: trabajo en un callcenter, soy un colombiano bilingüe tercerizado. ¡Ah!, pero lo soy desde la libertad de la casa.

Sonrío porque todavía me quedan dos minutos antes de loggearme en la computadora y darle clic al botón de ready para ayudarles a los viejitos gringos con su plan de salud. Sonrío porque ya no tengo que pagar un servicio de picap para que me lleve hasta mi lugar de trabajo. Para, de cualquier manera, llegar tarde.

Busco el trillador de la marihuana. Tomo agua, muerdo el banano, pongo en hold al cuchito mientras pego un bareto. Busco el fuego y lo prendo: por ahora no encuentro una mejor manera de hacer llevadero este trabajo.

—How can I help you, sir? What can I do for you?

Me pregunta que si su plan cubre una cirugía ocular. Así se me va la mitad de la mañana hasta el break, entre procedimientos médicos, plones y anglicismos. Hasta que me pega duro la monchis del desayuno. Lo resuelvo fácil: huevos pericos y un cerealito.

Me doy cuenta de que tengo que empezar a vaciar mi nevera para, como quien dice, vaciarme yo mismo y empezar a reflexionar sobre las cosas que ya tengo y las que no necesito tener. Para escribir este texto. Para asumir mi reto con la basura. Debo aclarar que vivo en una casa compartida y que este tipo de dinámicas cobran cierta complejidad cuando hay que pedirles a personas que viven con uno que ojalá se sumen a la iniciativa o en lo posible no lo hagan más difícil. Lo bueno: de diez habitaciones que hay en la casa, sólo está ocupada la mía y una en el piso de arriba. Aunque, ahora que lo pienso, de arriba solo me llega el ladrido constante de un perro. Nunca he visto al dueño del animal.

Vuelvo del break un poco más tolerante porque ya comí y me trabé, y así es más fácil llegar hasta al almuerzo, sin embargo pienso varias veces en desconectar la multitoma, en colgar, pero me aguanto las llamadas hasta el final. Cuando regreso a la nevera, como esperando que ella tenga respuestas universales sobre mi destino, encuentro par cervezas Costeña en lata, una botella de Sprite que me quedó de un tinto de verano, un litro de yogur sin abrir, un paquete de queso, otro de jamón y otro de salchichas, champiñones, tomates, cebollas y una barra de mantequilla. Miro también las gavetas y veo un paquete de pasta entonces breve, la clásica: hervir agua, un poquito de ajo, sal y aceite.

Me doy cuenta de que para los residuos orgánicos debo buscar una caneca y de que tengo muchos paquetes, muchos envoltorios, muchos sachets. Absolutamente todo viene dentro de algo plástico. Empiezo por lo más básico: separar lo orgánico del resto. Como una advertencia de que no voy a lograr lo que me propuso el editor de la revista para la escritura de esta crónica, dejo la caneca más grande para la bolsa negra donde dejaré todo eso que no sepa dónde poner.

Salgo a comprar pollo y logro que me lo echen en una coca reutilizable. Siento, por poco tiempo, que logro una pequeña victoria. Entonces busco unas arepas de chócolo y no consigo ni una que no venga en una bolsa plástica sellada. Caigo en la cuenta de que así vienen todas las especias con las que suelo condimentar la comida.

*

Los martes hay un mercado campesino en el parque de mi barrio. Lo veo desde la ventana mientras me preparo el desayuno. Un camión parqueado suministra las carpas improvisadas bajo las cuales se venden frutas y verduras sin plastificar y, a diferencia de muchas del supermercado, tampoco vienen en avión desde otros países sino desde el campo de este país.

Tengo que irme preparando para sacar la basura esta noche. En la bolsa negra no hay nada todavía. Los separadores plásticos de las lonchas de los quesos los enjuagué para remover cualquier pedacito y los guardé en la botella de gaseosa que vacié ayer. Aprendí en Gaia, una comunidad permacultural en Boyacá, lo que era un ecoladrillo y una “botellita de amor” y planeo implementarlas como parte de este proyecto.

ecoladrillo.jpg

Los plásticos dentro de las botellas PET pueden tener dos destinos: o ecoladrillos, para bioconstrucciones como las de Gaia; o botellitas de amor, que se compactan, se trituran y se funden para hacer madera plástica, algo que en Bogotá se está implementando y la asociación de recicladores de oficio es pionera al tener una de las primeras fábricas de madera plástica de la región. Pienso que “botellitas de amor” suena a eufemismo aunque luego, analizándolo un poco más, sabiendo que han hecho estructuras para nueve casas en diferentes partes del país, no me parece tan contradictorio. Quizás pueda ser un ejemplo de economía circular, aunque lo realmente poderoso sería no producir plásticos de un solo uso de la manera desenfrenada en la que las empresas y compañías lo hacen hoy, especialmente cuando se trata de importaciones y exportaciones.

Paso a la tienda por una gaseosa —las contradicciones de mi vida— y aprovecho para comprar frutas y verduras en el mercado campesino. Insisten en darme bolsa pero yo insisto en que no necesito, que yo llevo las mías, reutilizables. Sin embargo, a las papas ya las pesaron y empaquetaron antes de que yo llegara.

Almuerzo una mojarra que pongo a freír en una cacerola repleta de aceite, el cual también uso para las papas. Sobra aceite y no sé qué hacer con él. Lo echo en un envase: algo se me ocurrirá luego. Mientras pongo los residuos orgánicos en la caneca, me doy cuenta de que la ceniza de los porros y las patas también pueden ir allí, siempre y cuando los filtros sean de cartón. Lo cierto es que todavía no sé qué hacer con lo que voy echando en esa caneca y en algún momento ya no le entrará una cáscara más. La separación por sí sola no funciona en la ciudad. No tengo un proceso de compostaje en la casa y ya las moscan empiezan a organizarse para vivir acá.

A pesar de todas estas dudas que se vienen instalando en mí, duermo plácidamente como quien no tiene deudas. Hasta que pasa el camión de la basura y me despierta.

*

El perro sigue ladrando. Mi arrendatario dice que hoy más tarde viene el dueño del animal.

—¿Parce, hoy más tarde? Lleva dos días sin venir. ¿El perrito habrá comido en todo este tiempo?

—El dueño ha estado ocupado con el trasteo.

Son casi las 3 y no he salido a lunch. Tengo tanta pereza. No sé qué comer. Voy por agua cada tanto y pico un quesito, un jamón. Pienso entonces, untándole crema de avellana a un pan, que hablar de basura es hablar de lo que consumo de manera minuciosa, ponerme frente a un espejo. Exponerme.

No puedo sólo recolectar mis residuos y desechos y separar. Hacerle la trampa al camión de la basura. Y en esas estoy, pensando que necesito guías porque me estoy quedando sin ideas, cuando alguien abre la puerta de la casa y el perro empieza a ladrar más de lo normal. Es el dueño y al abrir la habitación, Whisky, como descubro que se llama el perro, sale descontrolado y caga y mea por doquier. Además del olor que queda en la casa, me queda también esta duda: ¿cómo se tratan correctamente los residuos del animal de uno, más allá de echarlos en la caneca de un parque metidos en una bolsa?

*

Es jueves. Hoy juega Millos y decido pedir comida a domicilio porque me da pereza cocinar un día de partido. Entro a Rappi. Después de mucho mirar tiendas virtuales y engañarme con rankings sobre cuál es el restaurante más verde y ecoamigable, decido afrontar la derrota de mi reto con la basura, al menos por hoy, y pedir lo que más me antoja, es decir alitas picantes del KFC, sin cubiertos ni guantes, por supuesto. Después me doy cuenta del pajazo mental: todo lo que pido me llega dentro de una bolsa plástica gigante y el pollo dentro de una caja plastificada grasosa. Y seguramente a los cocineros del restaurante todo les llega porcionado, en bolsitas. La derrota es doble: no fue un partido fácil y tuvimos para ganarlo, pero perdimos uno a cero. El próximo lunes jugamos de nuevo.

zero_waste_feed_copia.jpg

*

Hago lo más básico: googleo “cómo no sacar basura” y espero tener suerte. Doy con unas comunidades digitales de desperdicio cero (o zero waste) en Bogotá. Por lo que leo, son alternativas que buscan, desde todo flanco, mitigar la producción de basura en esta sociedad de consumo.

Llego, entre “tips y trucos” de todo tipo, a un emprendimiento que parece hecho a la medida de mis necesidades actuales. Se llama Jabones Calo y transforman el aceite usado en jabón. Contacto a Daniela Carvajal y me abre las puertas a toda una evolución ambiental que desconocía, a unas dinámicas que se obvian y resultan de gran ayuda a la hora de dejar de hacer basura, sobre todo por la concepción que se tiene de la misma basura.

—Lo primero que hay que saber —me explica Daniela—, es que reciclar es transformar la materia prima. Lo segundo, es que aquí vamos a transformar aceites en jabón.

Me cuenta que estudiando Diseño industrial en Buenos Aires fue donde inventó a Jaboil, una máquina que logra el proceso de saponificación, término técnico para referirse al proceso químico que hace del aceite quemado un perfecto limpiador de loza y ropa, en sólo dos horas. Descubro que también se puede saponificar caseramente con soda cáustica. Con Calo ofrecen, además, talleres para abordar esta problemática que Daniela considera invisibilizada pero, sobre todo, para brindar soluciones concretas.

En una buena cantidad de ciudades colombianas hay puntos de recolección de aceite, sin embargo, su destino será convertirse en biodiesel, esto gracias a la resolución ministerial que <<le pondrá freno a la inadecuada disposición de aceites de cocina usados en el país, los cuales han generado impactos desfavorables para el medioambiente, especialmente para los recursos hídricos, el suelo y la salud humana>>.

—En los talleres se aprende —explica Daniela— que el aceite ahoga el agua y lo mata porque le está quitando la entrada de luz y oxígeno.

Un litro de aceite puede contaminar hasta cuarenta mil litros de agua cuando entra en contacto con ella a través del lavaplatos o del sifón. Ahora, en la bolsa negra donde generalmente echamos todo lo que se nos atraviesa, el aceite contamina todo lo que toca y resulta casi imposible para los recicladores recuperar cualquier material aprovechable.

Para 2016, según la página del Ministerio de Ambiente, que cita a Asograsas, en el país se consumió 621.000 toneladas de aceite vegetal. Por otra parte, una tesis de la Universidad Distrital apunta que el consumo de aceite por restaurante es de 8439 litros al año, siendo 107 puntos (de 212) en Bogotá. Para agregar también, según Portafolio, los servicios de comida por domicilio “pasaron de ser una porción del 18% del mercado Foodservices en 2019, a un 45% al cierre de 2020”. Esto, en comparaciones rebuscadas, de las que tanto me gustan y me parecen efectivas para dimensionar los problemas, equivale en peso a más de 13 flotas de Transmilenio.

*

No puedo dejar de pensar en la rutina y el estilo de vida que debe llevar Daniela Carvajal, una persona que vive con otras dos y que en 150 días no han sacado una sola bolsa negra. Pienso en el tiempo: decidir dedicar el tiempo a este cuidado. En casa de Daniela no hay crema de dientes sino un polvo dental que fue preparado con bicarbonato de sodio, menta y canela. El aseo de la casa lo hacen con un jabón natural, resultado de cítricos fermentados. El papel higiénico termina en las pacas digestoras municipales, algo así como una especie de evolución del compostaje que todavía no logro comprender, pero que deseo conocer mejor y que, resalta Daniela, será importante para esta investigación.

Aquí quizás la sentada de cabeza pega más fuerte. No sé hasta qué punto yo, una persona de ciudad acostumbrada socioculturalmente a las nocivas “facilidades” domésticas que diariamente fabrican las marcas y las empresas para los citadinos trabajadores, pueda entregarme y dedicarme a una ecovida urbana. Es algo que tomará tiempo, por lo pronto está el reconocimiento —que a veces siento como ficticio— sobre cuál puede ser mi granito de arena así viva en mi casa teletrabajando 8 horas diarias sentado frente a una pantalla y durmiendo, si diosito quiere, por lo menos 6 o 7. Cuento con la tercera parte restante de mi tiempo, que a veces me parece que sobra y otras que no alcanza para nada.

*

Según la fundación Plastic Soup, que tiene como objetivo reducir la contaminación de plástico para la preservación de la vida marina, la población mundial actual consume un millón de botellas plásticas por segundo.

El término “sopa de plástico” nació, según la página de la fundación, en 1997, cuando el capitán Charles Moore navegaba de Hawaii a Sudcalifornia y se topó con plásticos flotantes en los mares y “descubrió” uno de los problemas medioambientales más graves de la humanidad actualmente.

La modernidad se acostumbró de manera brutal al plástico. No creo que el plástico sea malo per se pero sí es muy nociva la manera en la que nos relacionamos a diario con él y, especialmente, la manera en la que las empresas quieren simplificarlo todo a punta de plásticos de un solo uso.

Por eso quedarse con las mismas herramientas de bolsa blanca y negra, es pañitos de agua tibia. No hay verdaderas leyes que se opongan, no hay un impacto o una información contundente que llegue de manera persuasiva y sistemática a todas las personas, más allá de que una bolsa dura más 100 años en degradarse. El nivel de creación de la bolsa también tiene implicaciones tan graves que justamente la problemática actual involucra al plástico no sólo como un invasor del agua, sino que ya estamos hablando de microplásticos que contaminan tanto los pocos suelos fértiles que nos quedan para cultivar nuestra comida —y la comida también, por supuesto— como el aire que respiramos. Un estudio sugiere que hay microplásticos que se mueven por la atmósfera, y son suficientes como para sospechar que el material lo podríamos estar respirando a través de su acumulación en las cadenas tróficas.

Reviso mis residuos y cuento tres botellas de más de litro y medio. Dos de Sprite y una de Coca Cola. Ahora yo soy “una ciudad de plástico, de esas que no quiero ver”, como cantaría Rubén Blades.

*

Voy de visita a la casa de los cuchos, aunque no pasa mucho allá. Me reconforta saber que logré que se inscribieran a Más compost, menos basura, un programa de acompañamiento y recolección de residuos orgánicos que entrega un recipiente a cada familia inscrita y lo recoge lleno una vez por semana. A pesar de toda la resistencia opuesta, logré que se vincularan, desmitificando cada objeción, como el mal olor o el incremento de bichitos.

compost.jpg

(Lea también Compostaje urbano contra la basura)

Afano a mi papá para que vayamos a comprar lo que necesitamos para el asado porque no quiero devolverme tan tarde.

—4 libras de chatas bien bonitas —le dice mi papá al carnicero—, pero no me las vaya a abrir en mariposa. Usted sabe cómo me gustan a mí, que tengan bastante grasita y de corte grueso.

El carnicero se pone un guante de metal, corta y empieza a pesar.

—Ahhh y por favor no me la vaya a empacar en plástico que mi hijo ahora está más jipi que nunca y que dizque no saca basura.

Lo miro con incomodidad, pero inmediatamente me miro a mí: ser consciente de mi impacto ambiental no es comprar carne y buscar una alternativa para empacarla, o bueno, sí lo es en cierta medida, eso es no desperdiciar otra bolsa desechable, pero ¿tomar esa consciencia no sería más bien no comer carne?, ¿o reducir al máximo su consumo porque no hay mayor problema ambiental que la industria cárnica actual, que la ganadería extensiva?

Es algo que ya se ha dicho: la industria que más aportó al PIB del país para 2017, es también uno de los principales protagonistas de la problemática ambiental a nivel mundial. Devora nuestras tierras, acaba hábitats naturales, fragmenta ecosistemas e infertiliza suelos, eso sin contar que la producción de metano, según la BBC, <<es uno de los peores gases de efecto invernadero, aproximadamente 25 veces más potente para atrapar el calor que el dióxido de carbono>>, siendo los rumiantes —o mejor: nuestra actividad ganadera— responsables de, aproximadamente, 14% <<de todas las emisiones de efecto invernadero derivadas de la actividad humana>>.

En cuanto se prende el bbq me da alzheimer o algo parecido. ¿O me vuelvo malo por herencia y disfruto nuevamente de la inconsciencia deliberada? Me veo envuelto en una especie de adicción que viene acompañada de papa salada, guacamole, chorizo y cerveza. No sé en qué momento se crea el vicio de la carne, pero sospecho que empieza en la crianza. Comer carne es un privilegio y a veces la única manera de quedar “verdaderamente almorzado”. Hay una construcción institucional y social para su consumo. Son muchos los argumentos con los que justificamos nuestra dieta… pero qué vicio que son los asados ¿no? Como sucede ahora con las drogas, en torno al consumo de carne se empieza a hacer —o se intenta hacer— un poco de pedagogía. Un poco, muy poco. Con la brasa del asador ardiendo pienso en los vegetarianos que acceden a ir a asados por compartir con amigos. Trinchan papitas y mazorcas, esquivando comentarios como “marica, es que ustedes no comen nada”.

Con los platos servidos y mi familia junta pienso en cambiar de dieta, en eso que no he podido hacer por más reflexiones que he tenido en torno al consumo. Con el olor de la carne pienso en despedir a estos animales antes del sacrificio. No ser parte de la mega industria ganadera. Otra forma de relacionamiento posible. Y en mi contradicción, le doy forma a lo que me parece otro pajazo mental.

*

Renuncié.

Tres o cuatro meses llevaba trabajando en ese call center. No me daba la vida para atender una llamada más. Presenté mi renuncia por Whatsapp. Siento una libertad que no sentía desde que recibí el diploma de la universidad. La última vez que renuncié a un trabajo, tenía otro camello charlado previamente, pero esta vez no tengo nada. No tengo la diadema que me encadena a una computadora, pero tampoco tengo un plan b para pagar el arriendo.

Descubro que estoy tan acostumbrado a la rutina, que no sé qué hacer con el tiempo que tengo a mi disposición. Hoy pasa el camión, pienso, debo organizar el mierdero. Y así se me pasa el martes, organizando mis residuos. Nunca me había fijado tanto en mis desechos como hoy, cuando concluyo, como un cliché publicitario, que mi consumo me consume.

Tengo que pensar cómo decirles a mi mamá y a mi papá que renuncié.

*

Un día normal en casa de mis padres es hacer de todo. Limpiar, doblar, guardar, sacar, repetir. Mamá, papá: renuncié, no sé qué haré, pero todo bien. Tanta preocupación y tanto pensarlo para terminar diciéndolo de la manera menos preparada, pero también la más sincera y clara. Desayunamos tranquilamente, aunque el gesto de preocupación que les queda en las caras me infunde el miedo perpetuo de las responsabilidades. Qué desespero. Vivir es muy caro.

Como me gana la desesperación y necesito salir de esta situación, abro Tinder. Match con Molly. Es pelicortica y preciosa. Me escribe primero. Me pregunta por mis planes para esta noche.

—Hay una fiesta en el centro internacional. Si quieres, te puedo entrar.

¿Fiesta en pandemia? Mierda, ¿qué hago? Acabo de renunciar y acabo de contárselo a mi mamá y a mi papá, ¿qué voy a decir que no? Unas horas después estoy entre la Plaza Cultural y el Observatorio buscando un lugar llamado Estéreo Praga, pero no doy con él, hasta que ella, Molly, da conmigo. Bailamos entre luces rojas hasta que sale el sol. No hubo una pausa ni para pensar si los demás tenían tapabocas o no y ya es mañana. Llegamos a mi casa y mis movimientos son aún los de la farra.

En algún punto de la madrugada empecé a llenar mis bolsillos con todas las cosas que compré porque sabía que de lo contrario no tendría un control sobre lo consumido. Seis polas, media de whisky, una botella de agua recargada hasta el cansancio en los baños, cinco empaques de Bom bom bun y varias ziplock chiquitas. La farra le sale cara al planeta.

Y así llegó el momento en el que deposito, finalmente, algo en la bolsa negra: condones. No creo que tenga alternativa con el látex, salvo buscar unos condones hechos de otro material. Estoy pensando en esto cuando entro en la habitación y veo que Molly se quedó dormida.

*

El dueño del perro se va a Ibagué el fin de semana y me pide que le cuide al perro. Me parece la excusa perfecta para no ir a la casa de mis cuchos porque tengo miedo del virus debido a la fiesta que me pegué.

—¿Desde cuándo lo cuido?

—Hermano, salgo ya.

—¿Ya?

—Sí, marica. Yo te pago con un moño cuando vuelva, o una pizza bien aleta. Mi novia viene y le trae comida al perro, si no le queda.

Me quedo a solas con Whisky. Tengo un perro. ¿Qué puede salir mal? Además, hoy juega Millos. Invito a mis primos para ver el partido. Comemos arroz chino que me queda en la nevera. Compramos cerveza y vino. Celebramos la victoria. En menos de 24 horas empiezo a consumir de nuevo, a producir residuos y desechos. Esto parece inevitable, al menos con respecto al modo de vida que llevo y que lleva mucha gente. El asunto es ese: el modo de vivir y entender la vida.

Saco a Whisky para que cague y pienso que si en algún momento decido tener perro, es una responsabilidad más por asumir, es decir, además de la obvia, mantener y cuidar al animal, la responsabilidad de hacerme cargo de la mierda del perro. Recojo del piso las 3 cagadas, las deposito en una cesta pública y siento que estoy haciendo trampa.

Antes de dormirme me quedo pensando en cómo hacerle el quite a los condones; pero no piensen nada malo, sólo hablo de ecoalternativas al látex. Al parecer hay una tienda alemana llamada Other Nature que se autoproclama un sexshop alternativo. Promete sexo más seguro con su oferta de condones veganos y toda otra clase de productos orgánicos diseñados para el placer o la higiene íntima.

Otra ecotienda en México tiene Japi, preservativos hechos con “materiales amigables para el cuerpo”, pues al parecer algunos de los químicos que acompañan al látex, como los parabenos, “hallados en ciertos tumores mamarios”; el nonoxynol-9, “espermicida que traen algunos condones y puede causar irritación y comezón en tus genitales”; ni ningún producto animal como la caseína. Al cambio, el paquete de tres estaría costando 33 lucas. Ambas alternativas disponen parte de sus recursos para fondos de educación sexual para afectados por enfermedades de transmisión sexual.

*

Al despertarme me doy cuenta de que no tengo nada que hacer, salvo pensar que no tengo trabajo. Me monto en la cicla e instintivamente el perro me sigue. Damos un bote largo. Cuando ya vamos de regreso, me fijo en unas matas encima de unos bloques de tierra elevados en el parque público. Parece una lasaña.

<<En memoria a Campo Elías Galindo>>, leo en un cartel que hay sobre una de estas materas gigantes que a decir verdad me parecen jardines novedosos. Anoto un correo que hay en el cartel: [email protected]. Al llegar a la casa escribo un mensaje y me contestan que el próximo domingo estarán celebrando el aniversario de una “paca digestora” vecina, en Takay, correspondiente a la unidad de planeamiento zonal (UPZ) Quinta Paredes.

Me dicen que, por supuesto, puedo llevar mis residuos orgánicos. El alivio que siento es proporcional al suspiro que doy. Me sugieren que, si puedo, los mezcle con el cartón de las cubetas de huevo. Esa noche me duermo pensando que hay un nuevo norte, que todo lo que he botado por fin tendrá el destino apropiado.

*

Finalmente es domingo. Llego al punto de encuentro y me sorprendo al encontrar una reunión de más de 30 personas. Algunas sólo pasan y dejan sus residuos, otras son coordinadoras, como Natalia Amaya, de la paca de Acevedo, quien contestó mi correo y me introdujo a los procesos ecológicos y comunitarios que están gestando actualmente. Aprendo que en sólo un metro cúbico, se logra la descomposición de las sobras de un porcentaje mínimo de vecinos, pues no somos más de 30. Esta lucha, además de ser ambiental, es también porque la disminución de basuras sea reflejada en una reducción de tarifas en los servicios de aseo.

Éstas y más conclusiones son las que surgen en un círculo de la palabra liderado por las mujeres del barrio, que se lleva a cabo en el lugar al empezar y terminar cada jornada.

—Recuerden que no sólo estamos aportando a un cambio favorable para nuestro medio ambiente —dice Natalia—, sino que también estamos tejiendo redes comunitarias. Y ahora sí, manos a la obra.

Se empieza raspando el piso, el pasto, para que quede al descubierto la capa de tierra. Una estructura de madera, como una caja sin tapa ni fondo, se pone sobre el cuadrado de tierra negra. Primero se echan ramas, luego hojarasca y poda, una tarea de recolección que coordinan días antes a través de un grupo de Whatsapp del que ahora hago parte.

En la primera capa de residuos orgánicos se hace un hueco en la mitad con la misma pala que, acompañada de azadón y un tronco, se usará para picar lo que más se pueda. Después se recubre con el mismo peso de material vegetal. Todo está siendo anotado en una lista para llevar el control de la actividad. Lo mío, mis residuos orgánicos: 3.36 kilos. El total de todas las personas que participamos: poco más de 40 kilogramos.

paca.jpg

Lo que viene a continuación es quizá una de las conexiones más importantes que he tenido con la naturaleza desde un espacio urbano. Junto a seres humanos de todas las edades, al ritmo de vientos y percusiones, me encuentro saltando y pisoteando mis residuos y los de mis vecinos. Pienso en mi padre. Esto sí es muy jipi, cucho.

Cuando todo está compacto, cuando ya no se camina entre los residuos sino sobre ellos porque están prensados y listos para que en seis meses se hayan fermentado, se siembra una planta y se pinta un cartel que no sólo identifica las características del proceso como el nuevo fruto, sino a manera de memoria colectiva y comunitaria respecto a las causas sociales que acontecen en el país.

Si no es una escultura ecológica esto, no sé qué es entonces.

De hecho, y con motivo de la celebración del aniversario de este proceso, hay una carpa que hace las veces de museo en la que es posible ver fotos que dan cuenta de la evolución del parche. Son 3 puntos más además de éste en esta misma UPZ, pero en total son casi 100 puntos los que se pueden contar en el mapa interactivo que creó el grupo Paquerxs Bogotá, una red que apoya la gestión y el manejo de los residuos orgánicos con la Paca Digestora Silva en Bogotá.

(No deje de leer “El activismo es el método más efectivo contra la depresión”: Flavia Broffoni)​

Por último, y sintiéndolo como un golpe de suerte en días extraños y de ansiedad, veo que hay un carrito de mercado lleno de botellitas de amor. Pregunto si puedo poner las mías y me dicen que sí. Cada quince días las recolectan y la persona que se encarga de esta tarea está por irse. En el punto de acopio al que va le reciben lotes de 70 botellas y faltan las mías para cumplir esa meta.

*

Cada día me parece menos imposible todo este asunto con la basura. Consigo hablar con algunos miembros de la red Paquerxs Bogotá, entre ellos, Paola Puerto, quien me hace caer en cuenta que desmitificar el concepto de basura es un reto bien interesante, es desinstalar el chip de que lo que se bota está sucio y no sirve para nada.

Luego me hablan de las Pacas Digestoras Silva, invento de Guillermo Silva, un paisa de 65 años al que se le conoce como el mago del bosque por su revolucionaria alternativa descontaminante.

—Él fue el primero que puso una paca en el país —me cuenta Nathaly Jiménez.

La primera paca que se sembró en Bogotá se puso en La Candelaria y se gestó gracias a un muchacho que se llama David, me explica también Nathaly. David conoció a Guillermo en Medellín y le dijo que necesitaba que esto llegara a la capital. Lo convenció de venirse a Bogotá y en octubre de 2019 le enseñaron a algunas personas en la huerta de biología de la Universidad Nacional cómo hacer una paca y bailar dentro de ella. Hoy están presentes en 15 localidades, revolucionando procesos tradicionales de compostaje. Inspirados en el proceso natural del bosque y replicándose en escalas urbanas, parches y parte de la comunidad en general se está responsabilizando por sus residuos orgánicos.

—Este es un proceso autogestionado —dice Nathaly—. Es un compromiso compartido. No le debemos nada a nadie sino a Guillermo por haber compartido su saber, el cual custodiamos del sector privado para que no se lo apropie y pueda seguir siendo un bien común, un patrimonio de la comunidad, como quiere Guillermo que lo mantengamos.

Paquerxs no es una empresa ni una organización constituida sino una red de apoyo. En ese sentido, dentro del parche caben procesos, colectivos, instituciones privadas o públicas que acompañan en el ejercicio. Lo cierto es que la paca debe ser comunitaria para que funcione.

—Ha pasado que han querido hacer una paca y la hemos hecho, en el parque de periodistas, por ejemplo, y la desaparecen después. No prospera porque no hay comunidad que la esté respaldando y cuidando.

Por su parte, Toto Serrath, de la red de Paquerxs pero quien vive en Cajicá, se enorgullece al decir que el mismo municipio tiene procesamiento de compostaje, recogiendo lunes reciclaje y martes orgánicos por separado, algo que debería revisarse con lupa puesto que 43% de lo que llega al botadero de Doña Juana, es plástico, papel, cartón, vidrio y metales; representando casi mil millones de pesos enterrados a diario.

*

Se suponía que el dueño de Whisky debía llegar ayer, pero no sé nada de él. Hoy juega Millos. Hoy por otros tres punticos. Veré el partido con el perro. No importa si no aparece ese man, Whisky cuenta conmigo. Pienso mientras espero que arranque el partido que lo de las pacas sí que fue un golazo. Siento que tengo un rumbo, un norte, y que avanzo a paso seguro, que en algo evolucioné. Me falta todavía andar más camino, claro. Reviso y me doy cuenta de que me quedan todas las latas y las botellas de vidrio.

*

—La gente no dimensiona el impacto del consumo en su vida, hablan del medioambiente como si estuviera fuera y no fuéramos parte de él —me dice Andrea Latas de Latin Latas. Ella pudo comprender el impacto gracias a la música, a su necesidad de hacer contrapeso al poco acceso a instrumentos musicales. Hoy su proyecto está basado en la basura como herramienta de acción.

Su historia me inspira.

Andrea empezó un día a viajar por Colombia porque el mismo proyecto la llevó a apoyar a personas que no tienen plata para comprar instrumentos. Recuerda muy bien aquella vez que llegó a Caquetá para dar un taller con mujeres lideresas. Primero un avión hasta Florencia, después un taxi intermunicipal de 1 hora y finalmente 4 horas en lancha por el río para poder llegar hasta el caserío Puerto Camelias.

—¿Yo cómo voy a hablar de reciclaje en un lugar donde es imposible reciclar?, adonde te demoras horas en llegar y cuesta un ojo de la cara hacerlo, un lugar donde primero se tiene que pensar en ir al médico antes que en separar los residuos de las fuentes. Yo siempre tan bogotana y citadina, me creé un juego para comprender los distintos caminos de la basura, y resulta que allá el camino sólo podía ser quemar o enterrar.

Aun para ella que construyó su casa viva —los cimientos son el barro y la guadua— luego de recolectar por muchos años los materiales que utilizaría, como las puertas, los lavamanos o las ventanas, para ella que vulcanizó llantas que recogió por la ciudad para que fueran la base del terreno y que formó una banda con instrumentos hechos a partir de lo que ya había sido denominado basura, aun para ella el reciclaje es una solución muy pequeña para lo que está pasando.

—El reciclaje es una oda al consumo y por eso debería ser la última opción —me dice—. Es por eso que los que manejan los plásticos son los que más invierten en campañas de reciclaje, para que pueden seguir vendiendo y fabricando su plástico.

*

Salgo con Whisky a dar una vuelta. En el depósito del conjunto de al lado hay una pareja de recicladores sacando y separando la basura.

—¿Hay problema si les traigo mis botellas?

—El problema es que se demore, mono.

reciclaje.jpg

Decido contar por primera vez todo lo que he ido acumulando. Parto una botella por el afán pero Antonio, el reciclador, me dice que si envuelvo el vidrio en cartón o papel, no hay lío, aún funciona. A pesar de que las botellitas de amor las había dispuesto con la señora de la paca, me doy cuenta de que tengo muchas botellas plásticas. Tengo interiorizado el consumo. Como dijo Andrea:

La gente no dimensiona el impacto del consumo en su vida.

*

A pesar de la angustia de no tener trabajo, a pesar de la derrota que supone pensar que necesito buscar otro call center que me desvare porque ando amurado por la plata, este camino recorrido con mis desperdicios y residuos me tranquiliza.

A pesar de todas mis contradicciones y mis errores, estoy aprendiendo. 

Pienso que tengo que invitar a mis vecinos para lograr que el impacto sea más grande. Ya tengo mi balde de orgánicos preparado y mezclado con el cartón de los huevos. Mi arrendatario no pudo acompañarme, pero me dejó lo suyo en una bolsa. 7 kilos y medio, una sexta parte de una paca. Me reúno con la comunidad que baila sobre sus desechos. Se siembran dos pacas. Lo más interesante de la jornada es la pacacaca, diseñada para la mierda de los animales. He encontrado otra respuesta sobre mi responsabilidad con los desechos de Whisky. Al final, la paca fue intervenida por Stinkfish.

*

Primero de marzo. Día mundial del reciclador. Si bien se decretó por ley en 1999, el primer homenaje se llevó a cabo hasta el año 2008. Según la Alianza Global de Recicladores y un video que es citado por portales repetidores de noticias —información que coincide con la reportada por el movimiento cultural @ActivistaCo y la Cooperativa Multiactiva de Recicladores de Medellín, Recimed—, el 2 de marzo de 1992, en la Universidad Libre de Barranquilla, fueron descubiertos en el anfiteatro <<10 cadáveres de personas y partes de por lo menos otras 40 más, todos ellos recicladores informales>>. La historia se supo gracias a Óscar Hernández, quien fingió estar muerto y logró escapar para avisar a las autoridades.

Hay, según la Unidad Administrativa Especial de Servicios Públicos, más de 24.000 recicladores de oficio. Andrea Latas recalcó en nuestra conversación la importancia de los recicladores en Colombia, el primer eslabón en esta cadena. La marcha que hay hoy no sólo es por la conmemoración de esta trágica fecha, sino por las condiciones actuales de los trabajos de estas personas.

—Si 25.000 familias viven en Bogotá de la basura —me dijo Andrea aquella vez—, ¿cómo es posible que no le preguntemos al reciclador a qué hora pasa? ¿Cómo es posible que si el tetra pack no se recicla, se siga consumiendo?

Ahora sé que uno tiene que preguntarles a los recicladores qué se recicla y qué no. Y sus respuestas definitivamente deberían incidir en nuestras compras. 

—Pero esto no se hace hoy masivamente —me dijo ella.

Pienso en las palabras que me encontré en un blog llamado Animal de isla: <<si no forma parte de una solución sistémica, entonces no será una solución en absoluto>>. La autora es Mariana Matija, una diseñadora y ecologista que a través de su trabajo y reflexiones invita a <<reconocer dos cosas básicas: somos animales y vivimos en una isla>>, y además quiere <<hacerle el camino más fácil a quienes también quieren observar, cuestionar y regenerar su relación con la Tierra>>.

Estoy seguro de que no es más fácil salir a pisar los desechos orgánicos con personas desconocidas de la vecindad, menos si se compara con echar una bolsa por un ducto que se encuentra a unos cuantos pasos de la puerta del apartamento. Pero sí es 100% más revolucionario, además de ser una experiencia ecobarrial, por ponerle algún nombre.

¿Cómo hacerlo sistémico? ¿Cómo interiorizar que esto además de ser una revolución individual puede tener alcances políticos desde la ecología? ¿Cómo se instauran las utopías?

—Lo ambiental lo enseñan con charlas de las formas más aburridas del mundo —me dijo Andrea—. Que cuántas toneladas y bla bla bla. Pero si hay un grupo musical que arranca con una aspiradora noventera hecha un sintetizador u opciones que incluyan la pedagogía desde la cultura, pues la cosa cambia.

Debería existir una manera de quitarle el imaginario tormentoso a la toma de consciencia de nuestro consumo. Acercarnos a la tierra es un buen camino. Reconstruir desde adentro de nuestras individualidades lo comunitario, también.

*

Suena una notificación en mi teléfono, un correo anunciando vacantes para otra cárcel de bilingües. Gracias padres por meterme a un colegio donde enseñaran inglés. Descorcho un vino, lo mezclo con gasimba, hielos, limón y oh lá lá, señor francés. ¡Salud! Por el home office.

Brindo conmigo mismo y pienso que soy una ironía:

Yo, tomando tinto de verano y fumando porro todo el día en pantuflas desde la cama, asistiendo a seres humanos a miles de kilómetros sin ningún interés más que el contractual. Yo, buscando alternativas a mi consumo, incomodándome. Yo, brindando porque puedo volver a esa silla y a esa pantalla hasta que se vuelva insoportable. Yo, uniéndome a procesos comunitarios, bailando sobre los desechos. Yo, volviendo al principio de este texto.

 

Un epílogo tardío

Agosto de 2021. La publicación de esta crónica se pospuso a causa del paro nacional pero no mis búsquedas. Me mudé y encontré en mi nuevo barrio vecinos con los que en un domingo batimos el récord de orgánicos: más de 170 kilos, mal contados. Al ser un vecindario más transitado, el camión pasa casi que todos los días y los recicladores habitan todas las noches, por lo que vidrios, latas y botellas son siempre bien recibidas. Todas las personas podemos encontrar caminos para avanzar en medio de la contradicción. Me quedé con Whisky, el dueño no volvió nunca y por sus instatories de fiesta creo que nunca concibió la responsabilidad que representa tener un perrito.

cierre-zero_waste_copia.jpg

 

 

Comentar con facebook