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Abandonar la ciudad para salvarla: así vive una comunidad autosostenible

Un grupo de profesionales jóvenes decidió prescindir de Bogotá y sus comodidades para organizarse en el campo boyacense y conformar una comunidad permacultural. Han construido sus propias casas sin depender de la megaminería ni el concreto, levantan paredes con la basura que producen y acaban de celebrar el cuarto aniversario como ecoaldea. 

Mario Rodríguez y Ángel Carrillo

Los gemelos Gustavo y Santiago Sierra Fino durmieron las primeras 365 noches de sus nuevas vidas sobre aislantes térmicos y dentro de sleepings, bajo un cielo a reventar de estrellas. Pasaron todo un año vistiéndose acurrucados dentro de carpas con la certeza de que, costara lo que costara, abandonar Bogotá era el camino correcto.   

Se instalaron en 2015 dentro de las 10 hectáreas de una villa ecológica llamada Proyecto Gaia, ubicada a unos 40 minutos a pie de Santa Sofía (Boyacá), en donde están la panadería y la tienda más cercanas. Santiago llegó primero, después de graduarse de Ingeniería Ambiental y con un conocimiento más bien austero sobre agricultura. 6 meses después Gustavo terminó su carrera de Diseño Gráfico en la Universidad Central y le siguió los pasos. 

Conocían muy bien las comodidades de habitar un apartamento familiar en la ciudad: orinar en inodoros de cerámica sin salpicarse los zapatos, tomar duchas de agua caliente para combatir el frío, usar el control remoto para evitar la fatiga que produce levantarse del sofá, pedir domicilios desde aplicaciones móviles, etcétera. No obstante, las cosas en el campo serían un poco diferentes. 

Decidieron cambiar la actitud pasiva propia de las ciudades evolucionadas y construyeron sus propias casas temporales en el campo. Con más o menos quince metros de lona de plástico, un atado de bambú y polisombra negra —una malla plástica que sirve como anjeo—, levantaron dos yurtas de 3 metros de diámetro cada una, en las que vivirán hasta que reúnan todo lo necesario para construir sus casas definitivas a partir de la bioconstrucción, en las que se practique la permacultura y se viva una vida autosostenible. 

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A la izquierda, una yurta en construcción; a la derecha, Gustavo posa junto a la suya. Yurta traduce “hogar transitorio” y fueron usadas en Asia durante la Edad Media por los nómadas. La construcción total de una toma entre una semana y un mes y la inversión es de unos 2 millones de pesos.

Al pie de este hogar transitorio, Gustavo mantiene a punto y con mucho cariño una huerta con la tierra surcada en espiral en la que crecen algunos de los vegetales con los que se preparan las comidas comunitarias en Proyecto Gaia. También hay un par de plantas de marihuana que hasta ahora empiezan a brotar y que prometen cosecha.

El terreno compartido que pertenece a este bogotano de 25 años y a su gemelo, tiene una extensión de 500 metros cuadrados, 10 veces mayor que las medidas promedio de un apartamento de soltero en la ciudad. Están a punto de terminar de pagarlo con algo que denominan “banco de tiempo”, un trato acordado con los fundadores de la villa ecológica, que consiste en el intercambio de 12.000 horas de trabajo —unos 750 días laborales: 3 años contando los fines de semana— en la construcción de Proyecto Gaia a cambio de los lotes que hoy habitan, además, claro, del derecho de pertenecer a esta comunidad conformada hace 4 años con el propósito de dejar de ser una carga para el planeta y la sociedad. 

En Gaia hay, a la fecha, 7 lagos, 5 yurtas, 6 casas familiares y 6 espacios comunitarios como cocina, panadería, baños secos, centro de sustentabilidad, refugio de huéspedes y un salón de reuniones que evoca las construcciones de los pueblos indígenas. En esta comunidad permacultural conviven desde publicistas y otros profesionales exiliados de Bogotá, hasta una de las máximas autoridades en asuntos de villas ecológicas: la presidenta para Latinoamérica y vicepresidenta mundial de la red de ecoaldeas, Beatriz Arjona, quien se unió al proyecto en 2013.

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Algunas técnicas de construcción sostenible que se emplean en esta ecoaldea a 4 horas de Bogotá son el bahareque tradicional, la quincha —basadas en caña, paja y barro— y la ecoconstrucción.

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Al fondo, el salón comunitario, construido de forma circular. En primer plano se aprecia un comedor rústico en el que después de trabajar la tierra, la comunidad comparte comidas veganas.  

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La búsqueda del territorio en el que Gaia vio la luz duró más o menos 3 años. Lo más importante era encontrar un terreno en el que, en palabras de Betto, se contara con “agua propia y libre de multinacionales”. Sin embargo, lo que dio pie a este proyecto ecológico fue el Gaia Móvil, un Renault 4 que sirvió durante muchos años de cine ambulante, el cual rodó por las calles bogotanas y por otros rincones de Colombia con la tarea de acercar el campo a la ciudad mediante obras de arte reciclado. En este clásico automóvil tan propio de la cultura colombiana, Betto Gómez y Gaia Vertani llegaron en 2013 a lo alto de una vereda en Salitrillo y empezaron a construir, poco a poco, una ecoaldea autosuficiente, un bosque comestible. Este fue el último destino del Renault que tantos kilómetros había recorrido. 

En esta ecoaldea se evitan al máximo los productos procesados y empaquetados y la distancia máxima que recorren los alimentos para llegar a la mesa no supera los 10 kilómetros, un trayecto minúsculo en comparación con los cientos de kilómetros de desplazamiento que requieren algunos productos que se consumen en Bogotá, causantes de una extensa huella planetaria de carbono: la piña, 461 km desde Cali; el plátano, 431 km desde Itagüí (Antioquia); el maíz, 436 km desde Yumbo (Valle del Cauca); el tomate cherry, 56 km desde Nemocón (Cundinamarca); la lechuga crespa, 30 km desde Madrid (Cundinamarca); o algunas hierbas aromáticas como la manzanilla o la yerbabuena, que vienen desde el Rosal, ubicado a 32 km de la capital colombiana. Esto sin contar, por ejemplo, el viaje de casi 6.000 km desde California que hacen las zanahorias bebés, tan de moda a la hora de preparar ensaladas fitness.

“La diferencia también radica en los precios —explica Betto—: mientras aquí comemos como reyes con 60.000 pesos, en Bogotá eso no alcanza ni para 3 días de mala comida”.

Nuestras rutinas de ciudad producen desechos de los cuales nos olvidamos al darle la espalda a la caneca. En el país se producen a diario 26,975 toneladas de basura proveniente de las casas, de las cuales Bogotá aporta 6,308. Si se suman los desechos industriales y comerciales, en todo un año se desechan cerca de 11.6 millones de toneladas, de las cuales solo se recicla el 17 por ciento. “En Colombia falta mucho por hacer si se compara con países como Ecuador —afirmó a La República Luis Felipe Bedoya Acevedo, jefe de la planta PET Socya, entidad dedicada al reciclaje—. Aquí el 74% de los envases va a parar a los rellenos sanitarios”. Conscientes de las cifras, los habitantes de esta ecoaldea boyacense implementan en la construcción de sus casas lo que denominan “ecoladrillos”, botellas plásticas usadas que van rellenando con los desechos inorgánicos que producen y que más adelante servirán para levantar los muros de sus casas.  

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Este Renault 4, el Gaia Móvil, expedía oxígeno y no dióxido de carbono por su exosto, puesto que su motor era impulsado por el hidrógeno que explotaba la gasolina al máximo.

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Las materias primas para las estructuras son neumáticos reciclados y “ecoladrillos”. Con unos 500 ladrillos ecológicos organizados, fijados y cubiertos de barro, se puede levantar una pared de 2 metros cuadrados sin necesidad de cemento.

¿Qué es realmente la permacultura y cómo funciona? ¿Podemos aplicar principios permaculturales desde la ciudad, desde nuestro apartamento? Betto Gómez y Beatriz Arjona dicen:

Según datos del Ministerio de Educación, el segundo despilfarro de agua más grande es el sanitario, pues cada vez que jalamos la palanca se van por el desagüe 10 litros de agua potable. El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo calculó que en La Guajira se consumen 0,7 litros por persona al día, un poco más de 14 veces lo que desperdiciamos en una meada. 

Por lo tanto ir al baño en esta ecoaldea es toda una experiencia. El mecanismo de inodoros secos implica una trampa para moscas en el compartimiento donde cae la mierda, que luego de recubrirse con ceniza y aserrín pasa a ser parte de un proceso de compostaje orgánico. La orina, desviada por un ducto aparte, se convierte en abono líquido. 

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Después de revisar con una pala el nivel de desechos humanos acumulados bajo los baños secos, Gustavo recolecta y quema los papeles sucios, pues nunca deben terminar en los inodoros.

Las propuestas permaculturales se fundamentan en los cuatro pilares de la sustentabilidad, explica Beatriz: el ecológico, el comunitario o social, el económico y el holístico, que es la visión espiritual del mundo. “No sé si haya un censo bien claro de las ecoaldeas en Colombia, pero podemos hablar de unas 15”. Hay algunas más activas que otras, así como unas mayormente conectadas con la red colombiana, un proyecto que inició en 2006.

Beatriz Arjona decidió apartarse de la vida citadina junto a Silvio Ríos, su esposo, y desde hace 17 años se involucraron en el “mundo ecoaldeano”, recorriendo varios de los proyectos ecológicos como La Aldea Feliz en San Francisco (Cundinamarca) y La Montaña Mágica en Santa Elena (Medellín), además han hecho una suerte de peregrinaje permacultural por países de la región Andina, como Perú y Ecuador.

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Al igual que la casa de Betto o la de Gaia Vertani, la de Beatriz y Silvio también se ajusta a las políticas de esta ecoaldea: ninguno de los lotes privados puede superar los 1000 metros cuadrados y los materiales de construcción deben provenir del mismo territorio.

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Beatriz posa en la sala octagonal de su casa, que también sirve como salón de yoga y meditación.

Los asuntos familiares son tal vez los más complicados de contemplar a la hora de tomar una decisión que transformará no solo la vida propia, sino la de quienes rodean a la persona. Abandonar la ciudad, para alguien acostumbrado a ella, es una determinación que cambia por completo el significado del trabajo y el dinero, incluso del tiempo. Beatriz, involucrada hace muchos años en el tema, alienta a los más jóvenes a no asustarse frente al rompimiento de los paradigmas, “no hay que temer el no satisfacer lo que el sistema esperaría de ellos o lo que sus padres esperarían de ellos. El mundo es para cocrear lo que queremos crear, no lo que se nos ofreció”. Como dice Betto: “Puedes empezar tu ecoaldea en tu apartamento y en algún momento el reto te va a llevar al menos a la periferia. Si te sigues retando y cuestionando, terminas yéndote al campo, porque la vida está afuera de la ciudad”.

El territorio donde están las ciudades necesita que le echen una mano, y como parte de las actividades que Proyecto Gaia adelanta como contribución al planeta, los días 22 y 23 de julio de 2017, durante la visita de Cartel Urbano a la zona, se llevó a cabo una minga de reforestación en conmemoración del cuarto aniversario de la comunidad. Con la ayuda de media docena de extranjeros y demás voluntarios cercanos al proyecto, se sembraron, con una meta de 200 árboles, acacias y robles en el nacedero de agua de la zona.

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“Para salvar un territorio —dice Betto— hay que abandonarlo”. No en vano expone el Ministerio de Educación en sus cartillas de sensibilización que dos planetas harán falta en el año 2030 para mantener el estilo de vida actual de la humanidad, un ritmo que cambia abruptamente en el campo.

Aunque este grupo de nuevos campesinos cuenta en la ecoaldea con algunas facilidades que ofrece la ciudad, como Internet, una herramienta que les permite seguir desarrollando sus oficios profesionales desde cualquier parte del planeta, sus dinámicas de consumo han mutado, incluidas las dietas alejadas de la proteína animal y los desplazamientos a pie que no implican una huella de carbono tan grande. 

“En la ciudad tenía muchas conexiones —explica Santiago Sierra Fino—, familia, amigos, novias… Venirse aquí alejado de todas esas personas es lo más duro. Acostumbrar el cuerpo a trabajar todos los días, a estar caminando siempre, aprender a manejar las herramientas”.

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La casa del publicista Betto Gómez se construyó con materiales de la región, sin cemento y con la ayuda de muchos voluntarios y amigos. “En la última agencia que trabajé tuve que hacer eventos para Ecopetrol… ahí fue cuando me di cuenta de que no podía tener una fundación ambiental y además estarme cagando en el planeta”. 

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Al parecer, todos estos personajes, algunos más radicales que otros y quienes aún dependen económicamente de la capital, cada vez la extrañan menos. Han moldeado sus gustos y necesidades. “Aunque todavía me antoje de empanadas o de burritos de El Carnal —dice Betto—, yo todavía sigo diseñando páginas web y tengo mis clientes en la ciudad. Trabajo para organizaciones ambientales, sociales y culturales. Pero gracias a las nuevas tecnologías ya no tengo que vivir ahí. De hecho, cada vez que voy a Bogotá me enfermo”.


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