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Foto cortesía de Albeiro Gómez

“Satanismo invocado por el concierto metálico”: crónicas de la primera visita de Metallica a Colombia

Este texto recoge las peripecias que tuvieron que pasar 4 asistentes del concierto del 2 de mayo de 1999, retransmitido con nostalgia este año en el canal de Youtube de la banda. Un viaje a dedo desde Medellín en un camión de químicos, un campamento cerca del parque, la historia de la mujer que decidió alquilar los baños de su casa para que los metaleros combatieran la chucha y más.

Andrés Mateo Lozano Guzmán

Un día después del primer concierto de Metallica en Colombia, El Espectador publicó en su acostumbrada edición matutina un texto que relataba la cita que se dieron niños y adultos de congregaciones cristianas en las inmediaciones del Parque Metropolitano Simón Bolívar el 2 de mayo de 1999, horas antes del evento. <<Esta es la respuesta del pueblo cristiano al satanismo invocado por el concierto metálico>>, decía uno de los dirigentes religiosos en el artículo titulado ‘Cristo te venció Satanás, Cristo te venció’. Con estas declaraciones podemos hacernos una idea del impacto que causó no solo en el espectro metalero, sino en todos los ámbitos sociales, el muy esperado espectáculo que reunió a 100.000 personas. Los avisos publicitarios que repartían en las discotiendas de la época detallaban los pormenores de este hecho histórico al mencionar que <<para que no le jodan la vida: Compre la boleta en sitios autorizados; si tiene su boleta, ya tiene lugar en el evento; el concierto dura tres horas, la vida continua; lleve muchas ganas de sudarse el concierto; y no lleve drogas o alcohol para hacer un concierto pilo y seguro>>. 

El evento fue recordado este año en el canal oficial de la agrupación en Youtube, que retransmitió esta primera presentación del grupo en el país. Para Metallica estar en Bogotá fue una experiencia trascendental, o al menos así lo recordaron ellos con una retransmisión que buscaba un fin altruista, como era el de recaudar fondos para los más necesitados. Junto a conciertos dados en Europa y Estados Unidos estaba la magia que en el Simón Bolívar desplegaron los amos del thrash ante una de las audiencias más grandes vistas hasta el presente en un espectáculo público en Colombia. El fenómeno catalogado como ‘Metallica Mondays’ buscaba aliviar los ánimos de la gente durante la pandemia del COVID-19 y fue un hecho replicado por la prensa a nivel nacional e internacional. Actualmente, esta iniciativa cuenta con 23 producciones audiovisuales disponibles en redes sociales.

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Foto de Johan Rozo Colmenares, quien salió de prestar servicio militar en 1998. El día del concierto, los comandantes que lo entrenaron estaban en servicios logísticos, en la entrada, fue así como pudo ingresar una cámara y un rollo de apenas 12 disparos. 

Estos lunes metaleros fueron los que dieron origen a este texto, que relata algunos pormenores del concierto de los californianos en Colombia a través de las historias de personas que asistieron al Parque Simón Bolívar aquel 2 de mayo de 1999 y quienes tuvieron que viajar echando dedo hasta Bogotá, acampar cerca del parque, soportar abusos policiales, pegar porros en hojas de periódico, pedir el baño prestado a las vecinas del sector para sacarse el mal olor y más. Los militares soviéticos agitaron sus chaquetas para anunciar que la Unión Soviética y EEUU habían perdido la batalla tiempo atrás: Metallica había ganado la guerra fría cuando sus integrantes se presentaron en el Monster of Rock de 1991. Esa historia es buena, pero no nos compete; nosotros tenemos la nuestra.

 

La aldea metalera

El metal me cautivó cuando escuché por primera vez el álbum Seven Son of a Seventh Son de Iron Maiden —dice con marcado acento Mauricio Caicedo—. Recuerdo esos inicios en el género en los años ochenta de manera particular porque Colombia estaba sumida en las bombas que estallaban en las calles semana tras semana, y esa música era como escapar un poco de la dura realidad. Yo vivía, y vivo, en Bogotá, en el Barrio Tibana, sector de Puente Aranda, y tenía mis amigos metaleros en el barrio Jazmín. Estábamos en el último año del colegio y la noticia del concierto de Metallica nos cayó a todos por sorpresa. Me acuerdo que armamos un parche, compramos las boletas más baratas, salimos de clases y nos fuimos para el parque Simón Bolívar. En ese tiempo a mi padre no le gustaba que yo fuera metalero porque al metalero en esa época se le consideraba vicioso.

Llegamos el día viernes 30 de abril a las tres de la tarde al parque y ya había gente acampando alrededor de las entradas del Simón Bolívar y en la glorieta de la calle 63 y en pleno separador de la Avenida 68. Nosotros instalamos nuestros chécheres en la zona de camping de la Calle 63 y comimos con unos locos de Pereira. “Si come uno, comen todos”, decían. Había metachos con sus guitarras que tocaban las canciones de la banda. Otros tenían grabadoras de pilas de dos casetes donde reproducían Master of Puppets, One o el álbum Garage Inc, que era el último trabajo discográfico de Metallica en aquel momento. El ambiente permanecía siempre encendido hasta bien entrada la madrugada cuando el frío, seis grados de temperatura, calaba los huesos. Todo el mundo permanecía inmóvil en un mismo sitio, pero la descarga de energía durante toda la jornada era excesiva. 

El sábado, recuerdo vívidamente, un paisa con el pelo largo sacó un ladrillo de marihuana. El loco cogió una hoja de periódico de El Espectador y armó y cortó un porro, de la misma forma como un cirujano sutura el tejido fibroso de un cerebro: cero gramos de marihuana desperdiciada y una firmeza digna de enmarcar. “Pufffff, ¿quiere, parcero?”, me decía. Este pequeño cachito impregnaba la ropa de los metaleros del campamento que no se habían bañado desde hacía varios días atrás. La casa de una señora que estaba ubicada en el Compensar de la Avenida 68 sirvió temporalmente para solventar las necesidades de aseo de varios asistentes; los fanáticos pagaban para bañarse en uno de los tres baños que tenía esa casa. Había personas guerreras que abrían huecos en la tierra dentro de las tiendas y enterraban la mierda para no ir al baño. Otros se llegaron a bañar en el lago del parque para espantar la chucha acumulada. Algunos de estos problemas se resolvieron hasta el día anterior del concierto, cuando la Alcaldía de Bogotá instaló baños portátiles.

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Recorte de El Espectador. 3 de mayo de 1999.

Lo que más recuerdo con nostalgia fue el ambiente de hermandad que existía. En las noches nos emborrachábamos con Tequimón y Kiwi. No había agua para lavar los alimentos, pero “desinfectábamos” todos los productos con el agua del lago. Comprábamos las cosas en el barrio Pablo VI, cocinábamos juntos e inclusive compartíamos las cucharas a la hora de comer. Nadie tenía rivalidades con nadie y todo el mundo construía lazos de amistad. Había gente que incluso tenía recursos económicos para pagar un hotel, pero preferían vivir la experiencia de acampar. Un señor de edad que tenía dinero participó de la jornada, a pesar de que había comprado la boleta más cara.

El concierto de Metallica marcó una generación y fue realizado en el momento en el que el país más lo necesitaba. Colombia estaba inmersa en un contexto socioeconómico depresivo, permeado por la violencia. Todo el mundo estaba expectante por el proceso de paz del presidente Andrés Pastrana con la guerrilla de las FARC. El concierto fue un catalizador para poder sanar toda la violencia que estaba viviendo el país. Recuerdo cuando vi el espejo del conflicto a través de un amigo que venía del municipio de Arboletes, departamento de Antioquia. Él lloraba durante el campamento cuando nos contaba que su familia había sido víctima de una masacre paramilitar. Muchas de las canciones de la banda hablan sobre la guerra y en una sociedad donde la guerra siempre ha estado presente el discurso se veía reflejado. Algunos amigos de nosotros que pertenecían a las fuerzas militares lloraron cuando Metallica tocó ‘One’ o ‘Nothing Else Matters’. 

 

El baúl para conocer a la banda

Todo fue un despelote completo porque cuando me dispuse a comprar las boletas en el Centro Comercial Andino, la fila era de seis cuadras a la redonda —dice con nostalgia Albeiro Gómez—. Desde Chía, el lugar donde siempre he vivido, me fui un lunes a comprar los pases de entrada, y algunas personas habían estado en las puertas del Tower Records desde del día jueves de la semana anterior. Cuando empezaron a vender los tickets, los revendedores que estaban de primeras adquirieron de a 20 entradas cada uno. Los accesos caros agotaron existencias en tiempo récord y la gente de la fila se rebotó cuando las boletas se acabaron. Recuerdo que la logística del lugar tuvo que obligar a los fanáticos a hacer fila en los sótanos del centro comercial. Sólo pude comprar ese día 3 boletas porque después del alboroto únicamente estaban vendiendo de a tres tickets por persona. Había tres localidades: Platinum ($90.000), VIP ($75.000) y General ($15.000).

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El concurso que me permitió conocer a la banda fue de ese tipo de cosas en la vida que llegaron porque el destino ya había escrito su dictamen. Llegué de montar bicicleta esa mañana y se me dio por encender la radio. Nunca escuchaba frecuencias FM, pero ese día se me antojó poner música en Radioaktiva. Mientras sintonizaba la emisora, los locutores anunciaron un concurso para coleccionistas de Metallica. Yo tenía todos mis CDs prestados, pero decidí ir de casa en casa a reclamarlos para poder participar en la competencia. Pagué un taxi y me dirigí a las instalaciones del medio de comunicación. Cuando llegué había cuatro muchachos que tenían toda su colección regada en el piso. Alberto Marchena, el director de la emisora, nos pidió a todos que le mostráramos los objetos que teníamos. Yo saqué el baúl Live Shit Binge & Purge en CD que contiene el primer álbum en vivo de la banda lanzado en 1993. Instantáneamente, Marchena quedó impactado; todos los otros coleccionistas quedaron impresionados.

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Al igual que el de la imagen de portada, este es el baúl que llevó a Albeiro a conocer a dos integrantes de la banda.

—A mí si me habían nombrado esa caja, pero yo nunca la había visto en persona —dijo Marchena, observando el cofre con detenimiento.

—Nosotros tenemos más cosas —decían los otros muchachos con sus objetos para no dejarse opacar.

—Tendré que hacer un concurso entre ustedes dos, pues sólo hay un cupo —resaltó Marchena, señalándonos.

—Pregunte lo que quiera y si pierdo es porque no conozco a la banda —le dije a Marchena después de que le había puesto en las manos una revista especializada de rock.

—El del baúl es uno de los ganadores —dijo Marchena en tono enérgico y también indicando que no era necesario preguntar nada.

El concurso lo hicieron el fin de semana anterior al concierto. Fue por ese baúl que tuve la oportunidad de conocer a la banda en el backstage. Ese artefacto lo vio por primera vez un amigo en una discotienda del Centro Comercial Andino y me lo recomendó. Fue ahí que yo empecé a averiguarlo por los almacenes de la carrera 19 en Bogotá, pero no lo conseguía por ningún lado. Después de buscarlo sin éxito, ya estaba decidido a comprar toda la colección en CD de Sepultura, pero en el último almacén que lo pregunté, lo encontré. El fin de semana del concierto les comenté a mis amigos que yo los acompañaba a acampar, pero que el día del concierto los abandonaba porque conocería a la agrupación en los camerinos. 

Ese domingo 2 de mayo que abrieron las puertas, todo fue un caos. Después de haber acampado con mis amigos, les deseé suerte y me dirigí al Palacio de los Deportes, que era el lugar de encuentro con los ganadores del concurso. Supuestamente, la banda llegaba a las dos de la tarde allí para una rueda de prensa, pero nunca llegó. Me acuerdo que la manager de Metallica, una española, nos avisó que la banda tenía vuelos retrasados y que no podía llegar a la conferencia de prensa.

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—La agrupación todavía se demora en llegar, por lo que los llevaremos a ustedes en bus hasta los camerinos para que los conozcan en persona —nos dijo, apenada.

Metallica llegó a última hora. Los organizadores del concierto se empezaron a asustar porque en un abrir y cerrar de ojos empezó a tocar La Pestilencia, la segunda banda telonera. Pude percibir en sus rostros el miedo al fracaso. Ellos no sabían si extender las presentaciones de los teloneros, o poner música de fondo hasta que los amos del thrash llegaran. Todo ese estrés de los organizadores fue catalizado tiempo después cuando Fanny Mickey, una de las organizadoras del evento, se subió al escenario a anunciar que la banda ya había llegado.

—¡Ya están en Colombia! —gritó Fanny. 

Fue en ese momento que la manager nos dijo que sacáramos tan solo un objeto para que la banda lo firmara. Yo, por obvias razones, saqué el objeto más preciado que tenía: el baúl. Recuerdo que en ese momento estaba al lado Fanny Mickey y los demás organizadores del evento. Entre ellos se lamentaban mucho de no haber hecho más fechas con Metallica. 

—Si hubiéramos hecho otras dos fechas en Cali y Medellín, nos hubiera ido de maravilla.

La agrupación llegó en cuatro Mercedes Benz negros. Los integrantes venían en carros separados y de mal genio. El primero que se bajó fue James Hetfield, el vocalista principal. Sin saludar, y como Pedro por su casa, pasó por delante de todos y se ubicó detrás del escenario. Jason Newsted, el bajista, se bajó de segundas, y de la misma manera, fue directo a tarima. El camerino quedó casi intacto, pues ellos lo usaron únicamente en las pausas, los solos y el encore. No nos fue permitido llevar cámaras porque al parecer ellos no venían en disposición de tomarse fotos con la gente. Kirk Hammett, el guitarrista principal, y Lars Ulrich, el baterista, fueron los que nos atendieron a nosotros y a todas las demás personas. Muy amablemente saludaron a cada uno de los ganadores de abrazo, firmaron los objetos y nos escucharon durante cinco minutos. Después de la firma, la manager nos acomodó a un costado del escenario, al lado de una pantalla, para observar el concierto. Lo último que recuerdo fue a los periodistas que cubrían el concierto, lo perdidos que estaban, pues ni siquiera sabían cómo se llamaba la banda. 

 

Un haz de luz en el platillo de la batería

Los californianos habían sido mis músicos preferidos hasta que llegué a la universidad —dice echando memoria Elkin Cardona—. Recuerdo en mi tierra natal, Antioquia, cuando era un estudiante de arquitectura y tenía una frase en mi cuaderno de una de las canciones de Metallica que decía: Never free, never me, so i dub the unforgiven. La frase aparece en la balada ‘The Unforgiven’ y fue estrenada en el álbum que lleva el nombre de la banda. El concierto que daban en Bogotá fue el segundo de Metallica por América y aconteció semanas después de la presentación que hizo la agrupación con la Sinfónica de San Francisco. Llegué a Bogotá el mismo día del evento, después de un largo trayecto en bus e hice la fila. Luego de diez largas horas de espera, la muchedumbre generó tanta presión, que tumbó el primer anillo de seguridad. El gentío se llevó por delante a una pobre señora que trataba de gestionar el ingreso de miles de fanáticos. Pasé corriendo con la muchedumbre y vi a la pobre muchacha, tumbada en el suelo, llorando y muy atemorizada.

Cuando había oscurecido, ya estaba adentro del parque. En un momento dado me llamó una de las personas con las que había viajado en el bus. Señaló hacia un lado.

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Izquierda: recorte de El Espectador, 3 de mayo de 1999. Derecha: Portada #85 de la revista Eskpe.

—Parcero… mira la cara de preocupación del pelado que están sacando en la camilla. Se va a perder el concierto. 

Después de observar a esta persona herida, me quedé pensando en lo irresponsable que era la gente, y con el pelao que habíamos interactuado, nos acurrucamos espalda contra espalda en el pasto para descansar la fatiga acumulada del viaje. Al rato, salió la primera banda telonera (Darkness) a tocar y presentó dos o tres canciones de rapidez, sin hablar con el público, pues les habían dado muy poco tiempo en el escenario. Cuando inició a tocar la segunda banda telonera (La Pestilencia), Dilson, el vocalista principal de esta agrupación, se resquebrajó cuando estaba dando un discurso. 

—¡Por fin voy a cumplir mi sueño de poder tocar con mi banda preferida! —gritó mientras contenía las lágrimas.

Fanny Mickey fue una de las personas que dio el último empujón para que el concierto se pudiera realizar. Recuerdo en particular cuando ella salió a anunciar a alguna de las bandas con la expresividad que siempre la ha caracterizado y empezaron a abuchearla los fanáticos. 

—¡Perra, perra, perra, bájate! —decía la muchedumbre enardecida. El coro fue grande y se escuchó en toda la plaza de eventos del Parque Simón Bolívar. 

En aquel momento yo ya estaba ubicado y esperaba con ansias que Metallica comenzara a tocar. En la localidad donde yo estaba, la intermedia, había dos torres de sonido en todo el centro: una se ubicaba al inicio y la otra al final de la localidad. Yo estaba ubicado en la primera torre, en un espacio vacío que la gente no solía ocupar, pues allí el sonido tapaba la vista al escenario.

La gente gritó cuando se apagaron las luces y apareció la batería de Lars iluminada, pero después de terminado el intro hubo confusión. Yo era uno de los poquitos en el parque que sabía que estaba sonando en ese momento. ‘Breadfan’ era una canción que había sido estrenada en los años 70 por una banda llamada Budgie, y muchos no sabían que Metallica la tocaba. Este fenómeno resultaba particular porque ellos hasta la fecha solo habían publicado un compendio de covers titulado Garage Days Re-revisited, en el 87. En realidad, la gente se vino emocionando, tiempo después, cuando ellos cantaron la segunda canción que era nada más y nada menos que ‘Master of Puppets’. Este hecho resultaba ser muy particular porque ellos normalmente no la tocan de segundas. En aquel momento mucha gente pensó para sus adentros que ellos iban a tocar todos los clásicos. 

Al rato interpretaron ‘The Four Horsemen’ y me emocioné mucho porque fue la primera canción que yo escuché de ellos. En ese momento se vinieron todos esos recuerdos de mi infancia: un joven de apenas 15 años escuchando con el radio de su papá pegado a su oído las notas de esa canción. Fue tanta la emoción que terminé empujando a una muchacha. 

—Si le gusta el pogo, váyase para allá —me dijo, señalando otro sitio alejado de ella.

Cuando sonó ‘For Whom The Bell Tolls’, que es una canción inspirada en la novela Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway, percibí un detalle en la batería. Hay un momento de la canción donde James Hetfield termina de cantar una estrofa y toda la banda queda en silencio. Después de la pausa que dura fracciones de segundos, la agrupación retoma con un sonido de platillo, que resuena sobre los otros instrumentos, y que fue aquel día acompañado por un haz de luz producto del reflejo de una luminaria del escenario sobre uno de los platillos de la batería.

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Foto cortesía de Johan Rozo Colmenares.

La banda no habló durante todo el concierto; si acaso hubo un momento en que James saludó a los fanáticos con un “Hola Bogotá”. También recuerdo un momento en que Jason Newsted expresó unas pocas palabras, que inclusive las tengo marcadas nítidamente en mi memoria por lo efímeras que fueron. 

—Yo sé que ustedes han estado esperando por muchos años a Metallica, pero ha llegado el momento. Esta noche es la noche. ¡Salud! —dijo (en inglés, por supuesto) antes de tirar al suelo la cerveza que tenía en la mano. 

Hubo un momento en el concierto en que James se desanimó cuando intentó introducir la canción ‘Creeping Death’ con el público. El pobre intentó tres veces el “One, two, three, four”, pero la gente nunca le respondió al final el “¡Four!”. 

 

Sin un peso en el bolsillo y las pupilas muy mal

Después del concierto estábamos buscando donde amanecer, no teníamos mucho que hacer y estábamos agotados por todas las peripecias que tuvimos que pasar para presenciar el concierto de los amos del thrash —cuenta Hugo Palacios—. Cuando el cielo se puso bien oscuro, nos fuimos a dormir a la Terminal de Transporte de Salitre en Bogotá, pero el equipo de seguridad del lugar nos paró de allí. Terminamos durmiendo en las escalinatas de un banco y en medio del sueño alguien nos despertó.

—Por favor, pónganse de pie para una requisa —nos dijo el agente de policía haciéndose sentir.

—Nada más vinimos a ver a Metallica y nos quedamos sin plata —dijo mi amigo Alejandro bastante asustado.

—¿Y esas botas que tiene se las quitó a alguien de la milicia? —le preguntó el oficial a Alejandro.

̶ No, las botas son mías y me las dieron cuando yo estaba prestando servicio militar en la policía.

Entonces casi nos empelotan, nos dejaron en bóxer. La ropa la tiraron en la sucia acera. Todo lo que traíamos puesto estaba mojado porque los bomberos se pusieron a echar agua durante el concierto. Amanecimos en el suelo de un barrio que tenía la calle sin pavimentar. Ya en ese momento estábamos en otra actitud porque el hambre era bestial. El concierto había quedado en el pasado y la ropa la teníamos emparamada y sucia. Comimos cualquier cosa con la poquita plata que nos quedaba y empezamos a echar dedo para poder devolvernos a Medellín, pero nadie nos paraba. Los ánimos estaban caldeados en aquel instante, pero los gratos recuerdos de un fabuloso viaje a ver a Metallica ya se hacían presentes:

Yo estaba decidido a ver a la banda a cualquier costo. Antes de salir de Medellín, casi 72 horas antes de estar mendigando en Bogotá, Alejandro, mi hermano y yo empacamos en nuestras mochilas un mundo de comida y dos mudas de ropa. Alejo, el más cuerdo de los tres, llevó algo de dinero para gastar en el camino. Partimos del Parque Envigado a las 4 de la madrugada, 24 horas antes del evento, porque no sabíamos cuánto tiempo nos tardaríamos en llegar a Bogotá. Tomamos el metro después de la hora que habíamos previsto porque ese día todo estaba cerrado a causa de la celebración del Día del Trabajo. Nos bajamos en una estación que quedaba cerca de la autopista que conduce hacia Bogotá y caminamos hasta un autoservicio. Descansamos un poco en la carretera y empezamos a echar dedo a los carros que iban pasando. 

Esa tarde tan sólo pudimos recortar camino hasta un pueblo que se llama Santuario. En este municipio conocimos unos pelaos que también iban para el concierto, eran oriundos de Armenia; nos reconocieron de inmediato por la pinta. Yo llevaba una camisa de Ozzy Osbourne, tenía unos pantalones camuflados con bolsillos a los lados, amansaba unas botas con puntera de acero, mi cintura relucía una correa con hebilla de metal y el pelo me llegaba hasta los hombros. 

—Vayámonos los cinco, pero si es necesario nos separamos— les dije a manera de advertencia. 

Los quindianos, al rato de estar con nosotros, pararon una camioneta que transportaba chatarra, hablaron con el conductor y lo convencieron que nos acercaran a todos hasta el municipio de Honda, en el Tolima

En el Santuario habíamos considerado varias veces regresarnos y como al final la suerte nos iluminó. Concluí en ese momento que ya no podíamos dar vuelta atrás, ya no había retorno después de recorrer medio camino hasta Honda.

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Foto cortesía de Johan Rozo Colmenares.

—Ya toca es rocanrolear —dije. 

—Pasando este charco hay unos restaurantes donde paran los camioneros. De seguro preguntamos en ese sitio y nos acercan hasta Bogotá —dijo después del Río Magdalena uno de los muchachos de Armenia.

Eran las ocho de la noche del día en que partimos de casa. Habíamos llegado a Honda y el municipio estaba sin luz eléctrica en ese momento. Nos acercamos a un parador y le preguntamos a uno de los choferes de carga pesada por transporte. 

—Yo los acerco hasta Bogotá y no les cobro, pero mucho cuidado con los químicos empaquetados en esas bolsas.  

En el espacio entre la carpa y los bultos nos acostamos los cinco y con las maletas hicimos unas almohadas. Llegamos a las cuatro de la madrugada del 2 de mayo de 1999 a Bogotá, el transportador nos dejó en la calle 13. Caminamos hasta el parque y cuando llegamos al sitio nos tomamos un vodka, era una señal de triunfo; en la fila empezaron a molestarnos algunas personas porque decían que charlábamos mucho. Alejandro se comió un salchichón muy maluco que le ofrecieron y se acostó en el separador a descansar. Cuando íbamos a entrar en la tarde al concierto, uno de los policías me vio las pupilas tan mal por los químicos del camión, que pensó que estaba en la quinta galaxia de The Wall

—Siga que usted ya la tiene en la cabeza.

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