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Los Rolling Stones entre nosotros

Considerarlos únicamente como un fenómeno musical es injusto. “Sus Satánicas Majestades” fueron la entonación clandestina del hipismo, el manifiesto de la rabia por la Guerra de Vietnam, la Guerra Fría, las guerras por el petróleo, y sus canciones los himnos de movimientos sociales que van desde la socialdemocracia hasta el anarquismo.

De los Rolling Stones lo mejor es aquello que no se nota a simple vista.

Exigen de quien los admire en serio una profusa actitud investigativa para entender todas sus etapas, sus adecuaciones a los variantes del tiempo, el impresionante aprovechamiento que han logrado tanto del rock and roll y del blues previo a ellos (su fineza de oído, su capacidad interpretativa del acervo musical ajeno; Robert Johnson, Muddy Waters, Chuck Berry, son inimitables y morirán con ellos) como de su propia riqueza en composiciones, letras e influencia, no tienen parangón en la historia musical de las últimas épocas. Si se trata de estos personajes británicos, no basta con comprar la consabida camiseta ni el adhesivo de los labios gruesos y la lengua afuera.

Porque no se trata de cualquier banda musical. Por su calidad, persistencia e impacto los mismos Stones no fallaban hace cuarenta años cuando se autodenominaron “la banda más grande del rock”. Este sobrenombre puede sonar a pura vanidad si se desconoce el valor preciso de esos sujetos que desde 1962 se trepan a los escenarios de todo el planeta con el fin de interpretar sus feroces canciones, sus bruscas melodías sin cortesías engañosas, plenas de sinceridad.

Considerarlos solo un fenómeno musical es injusto. Los Rolling Stones son, además, una institución como deberían serlo todas: sin jerarquías malsanas, sin vacas sagradas entre sus miembros (Mick Jagger, el vocalista, por ejemplo, jamás ha impuesto su figura ni su fama sobre las de sus compañeros, los guitarristas Ron Wood, Keith Richards y el baterista Charlie Watts), tienen la propiedad de ir renovándose cada tanto. No se anquilosan, ni se estancan en falsas añoranzas por la juventud perdida, pese a que ya bordean los setenta años de edad y las enfermedades, ruinas y demás desplantes típicos en los castigos del tiempo ya les han hecho mella.

Oírlos es desinstalarse. Incomodarse con la modorra de una existencia y de un contexto histórico que no debería ser como es. Para eso sirve el rock, para llenarse de ira. O para despertar.

Han sabido llevar su condición de leyendas vivas inspirando a muchos músicos de diversos estilos y, sobre todo, auspiciando un espíritu especial de libertad y fiereza que va mucho más allá del rock, pues ya hace parte de la cultura occidental a secas. Los Stones, más allá de ser la principal banda del rock, son una cultura sonora. Y sus auténticos admiradores entienden algo que a los escuchas advenedizos se les escapa: desde principios de los años sesenta estos individuos salvajes y agresivos han acompañado todo lo que nos sucede. Fueron la entonación clandestina del hipismo, el manifiesto de la rabia por la Guerra de Vietnam, la Guerra Fría, las guerras por el petróleo, y sus canciones los himnos de movimientos sociales que van desde la socialdemocracia hasta el anarquismo.

El poder de sus melodías ha influido en escritores, cineastas y artistas de todos los pelambres durante los últimos cincuenta años. Oírlos es desinstalarse. Incomodarse con la modorra de una existencia y de un contexto histórico que no debería ser como es. Para eso sirve el rock, para llenarse de ira. O para despertar. Ecos de los Stones son evidentes en movimientos contraculturales de los años sesenta, en la protesta punk y la frescura del new wave de los setenta, en el metal de los ochenta, o en el grunge de los noventa, y no es exagerado creer que sus voces beligerantes, tan realistas, tan alejadas de ingenuas ternuras, resuenan en los alzamientos pacíficos masivos del presente.

El rock auténtico, más que un estilo musical es desahogo y resistencia. Se hace necesario oírlo, atender a sus letras y asistir a su continuo desenfreno; en una época marcada por economías sangrientas e ideologías retrógradas cuyo propósito es destrozar al individuo, sus estridentes armonías nos ayudan a mantener en pie. Con los Rolling Stones a la cabeza, sin duda: signos evidentes de que el alma siempre joven no se identifica con el borrego obediente, sino con el adolescente curioso que pregunta, repleto de curiosidad, y al cual le duele el mundo.

Entre lo que no se les nota a simple vista a los Rolling  Stones, quizás lo mejor sea su fanaticada, ejemplo de fidelidad radical y aprecio respetuoso. La adolescente que hasta hace unos meses entendió el rock. El melómano enciclopédico y sus referencias precisas de discos, canciones, fechas. El anciano nostálgico al que le faltaron unos cuantos días, cinco décadas atrás, para convertirse en hippie y terminó trabajando en una oficina gris. Los músicos académicos que descansan de sonatas y sinfonías oyendo blues salvaje o rock and roll de tres minutos, solo para regresar con ahínco a sus partituras. Todos ellos, y los aburridos, los escépticos, los indiferentes, incluso hasta los fanáticos de los Beatles, los celebran. Todo país tiene sus expertos en la banda, que han llegado hasta a perseguirla por medio mundo. En nuestro medio el fanático por excelencia, de tipo delirante, es el escritor y dramaturgo Sandro Romero Rey, autor hace veinticinco años de una recordada crónica donde los ve por primera vez como si fuera la última y cuyos conocimientos pormenorizados del fenómeno, y la manera festiva como los comparte, son tan intensos y emotivos como la misma música de la cual es apóstol.

Ahora pasan por Colombia. Nos queda brindarles la bienvenida y desearles muchísima más vida a Sus Satánicas Majestades. Su música y ejemplo nos acompañan en esta ruta de iniquidad. Tenía razón Romero Rey cuando dijo que los Rolling Stones nunca van a morir. Porque el inconformismo es inmortal. Y encontró en ellos su banda sonora.   

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