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Nuestro cine, entre monopolios y críticos de pacotilla

Nuestro cine empieza a tener talla mundial. Y aquí seguimos engolosinados con la farándula de la televisión dándose restregaditas en el cine, y jugando a ser críticos malformados en Twitter o Facebook. 

Internet es, supuestamente, el esplendor de la democracia.

Cualquiera y todos podemos decir dentro de sus celdas, de sus escaños, lo que se nos antoje.

Bajo esa convicción se ha producido, por lo menos durante la última década, una auténtica avalancha de opinantes, legisladores, comentaristas y expertos improvisados en films más que en el cine como arte íntegro, quienes lanzan sus juicios —muchas veces desinformados o atrabiliarios, inducidos por los impulsos febriles del que debe opinar porque todos los demás lo hacen— para redes sociales, blogs o páginas web.

Parece que la aparente democracia de la Red les brinda avales de manera que puedan soltar sus dictámenes sin pereza. Si otro de estos expertos espontáneos está en desacuerdo con lo escrito o dicho por alguno de sus pares, las reacciones son violentas, moralistas o pueriles. Los foros digitales alrededor de un film polémico tienen como consecuencia combates verbales similares a peleas de perros bravos.

Las grandes casas productoras y comercializadoras se sirven de esta simulación democrática en la consecución de jugosos dividendos. Si una película despierta pasiones bajas muchos querrán verla sea solo por morbo, por no desencajar en la masa consumidora o porque ver cine —al menos eso ordenan los insaciables, los carnívoros publicistas y sus patronos— es ser culto, estar informado, incluso poseer un alto status.

Sólo se grita, se relincha en las redes sociales. Afuera de internet, en el mundo de la realidad, esas estridencias no solucionan gravísimos problemas del cine nuestro.

Por otra parte ya son demasiados los expertos en comunicación, gente como Ignacio Ramonet o Eloy Fernández Porta, que señalan el ocaso de la crítica cinematográfica gracias al incremento masivo de críticos blandujos entre los consumidores de cine. Y esto lo remarcan con cierta resignación. ¿Quién va a gastar su tiempo, hoy por hoy, leyendo al crítico de un periódico, incluso de un canal televisivo, si la crítica se puede hacer como al usuario de redes sociales se le dé la gana, desde el teclado y la pantalla de su propio teléfono o computador?

Pese a las mangas anchas que ofrecen tribunas desde las cuales ladrar, internet no es manifestación de la democracia. Ni son críticos de cine los peleadores sin ley amparados en internet.

Porque la democracia es un escenario amplio y sobre todo real, no exclusivo de la discusión, del debate, sino también, preferentemente, de construcciones concretas. Que toda la ciudadanía con teléfono o computador hable, que vocifere al mismo tiempo creyéndose cada vociferador dueño absoluto de la razón, contribuye muy poco con el ejercicio democrático mismo. Sólo se grita, se relincha en las redes sociales. Afuera de internet, en el mundo de la realidad, esas estridencias no solucionan gravísimos problemas del cine nuestro: tres o cuatro monopolios, encabezados por Cine Colombia, deciden qué es digno de exhibirse en las salas y qué no; la denominada ‘Ley del Cine’ resultó —como todos nuestros aparatajes legales— beneficiando a los centros culturales de siempre en este país: Bogotá, un poco Cartagena. Esos son problemas de verdad que no se solucionan profiriendo textos con pésima ortografía en Facebook.

Esta comprobación lleva a pensar de nuevo —aunque parezca inútil— en la necesidad de una crítica seria para nuestro cine, una labor intelectual que supere la simple reseña o el dictado vano del gusto, un esfuerzo del pensamiento donde los films —comerciales, independientes, pobres, ricos, misérrimos— sean evidenciados, denunciados o develados a un público que necesita criterios, herramientas en el momento de enfrentarse a una producción audiovisual. Un oficio crítico de esas características lo están ejerciendo muy pocos en Colombia. Y cada vez menos. Una cinta requiere estudio como fenómeno. No es mero vehículo de entretenimiento. Al descifrar los signos, los contextos de las películas, se llega al culmen de la crítica: a entender las realizaciones en calidad de consecuencia o de síntoma del orden imperante, injusto, enajenador, democrático de nombre nada más. Así mismo la crítica es mediadora entre los públicos y quienes hacen cine. Pues, como dijo Alberto Aguirre (uno de nuestros decanos en la crítica cinematográfica colombiana) “no hay arte inocente”.

Algunos realizadores desconfían de la crítica por hallarla inservible, sorda. Quizás estén en lo cierto debido al escaso rigor de los críticos que escriben para diarios de vasta circulación. Pero quienes hacen cine no deberían olvidar que el arte sin observadores acuciosos está condenado a mirarse el ombligo y a creerse perfecto, debido a la carencia de vigilantes o auditores que les recuerden su puesto en los tinglados históricos y estéticos.

La Cámara de Oro para el largometraje La tierra y la sombra (2014) del joven director César Acevedo, o los reconocimientos obtenidos hasta ahora por El abrazo de la serpiente (2015) de Ciro Guerra —independientemente de no haber  ganado el Óscar—, nos agarran con las manos abajo. Sin un clima propicio al desenvolvimiento de una crítica inteligente en los medios de comunicación. Y con maquinarias comerciales dándoles el apoyo a bodrios fílmicos en los que actúa el payaso público Andrés López, por ejemplo, mientras les dan la espalda a las verdaderas producciones cinematográficas colombianas.

Nuestro cine empieza a obtener talla mundial. Y aquí seguimos engolosinados con la farándula de la televisión dándose restregaditas en el cine, y jugando a ser críticos malformados en Twitter o Facebook.

Debería preocuparnos.  

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