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Escribir "Opio en las nubes" y luego irse

Hace ventiún años murió el autor de una novela de culto, de un puñado de libretos de televisión y de unas crónicas turbias.

¿Estás vivo o muerto, Rafael Chaparro Madiedo?

La ciudad de tu adolescencia, sobre la cual escribiste tantas veces en el periódico y en las páginas del libro, ya no existe. La despedazamos, nos la tragamos a dentelladas.

Da miedo salir a las calles del centro, y también a las esquinas de nuestros suburbios. Es pavoroso siquiera pensar en la conquista de la noche, de tu noche eterna –que era y será solo una–, o planear citas dentro del bar La sucia mañana del lunes, pedirle al señor con mala cara que nos dé mucho whisky de centeno mientras los altoparlantes vomitan “Voodoo Child”, el tema de Cream que nunca recordamos, las cenagosas tonadas de “Paranoid”.

Te buscan los que no pudieron ser hippies ni hipsters ni yuppies, a los que les quedan grandes los rótulos, a quienes les pesa la vida sobre el rostro como una serie continua de bofetadas.

Esa música y las conversaciones caóticas en derredor, y los afanes porque la noche no terminara jamás, se volvieron ahora un asunto de mera diversión. La rumba no se detiene. Y todos bailamos cada viernes, cada sábado, dispuestos a olvidar que afuera otros, sobre aceras, puentes y avenidas, borrachos en su propia fiesta de la muerte, están esperando tranquilos su hora para seguirnos asaltando, vulnerando, matando.

Tu país se pudrió. Y no vale la pena contarte qué ha ocurrido por aquí desde que te fuiste aquél 1995 entre el estupor de todos tus amigos, el año en que se empezaba a volver más y más famosa tu única novela concluida, Opio en las nubes.

Lograste lo que pocos escritores consiguen: crear un mundo personal, autónomo, donde todavía vagabundean gatos y las mujeres se encierran dentro de apartamentos a oír rock y a gozarse su propia autodestrucción; y lo conseguiste en muy poco tiempo, siendo muy joven, con pocas armas, unas cuantas palabras a veces bien puestas y otras desperdigadas, tosidas, escupidas. En el fondo terminaste por igualarte a las estrellas rockeras que tanto admirabas.

Nadie cita tu libro en aulas ni en academias. Es más: los académicos de la literatura te detestan. Te siguen leyendo los mismos muchachos perplejos y callados de siempre, bajo los techos de baños y sobre pasillos, a oscuras o a escondidas, como si fuera una especie de crimen penetrar en tu universo de olores y de desenfreno musical. Te leen en ediciones piratas que se desencuadernan, en páginas web donde aparece cada tres días un nuevo imitador de tu estilo. Te buscan los que no pudieron ser hippies ni hipsters ni yuppies, a los que les quedan grandes los rótulos, a quienes les pesa la vida sobre el rostro como una serie continua de bofetadas.

Hay quienes te leen y piensan que te suicidaste, que estabas enfermo y moriste, o que eras un tipo rudo, un habitante nocturno de pesadillas ajenas y propias. Otros que te leyeron hace veinte años te recuerdan con sonrisas pagadas de sí mismas, maduras. Y piensan que haber leído Opio en las nubes fue una torpeza juvenil, una tontería que de nada les ha servido pues ahora tienen un trabajo serio, familia y responsabilidades muy importantes.

Escribiste el libro maldito, nos lo dejaste y te fuiste. También nos legaste un puñado de libretos de televisión y unas crónicas turbias. Te despediste en el silencio más estremecedor que recuerden quienes conocieron tus chicles, tus cigarrillos Pielroja, tus manuscritos y tu costumbre de ir a salas de cine solo.

Nada queda en pie, Chaparro, excepto tus porosas frases, tus ámbitos de tristeza. Y un par de riffs para guitarra eléctrica.

Nada.

Donde quiera que estés, queríamos decirte que no olvidamos intentar ser de Coca–Cola, aspirina y neón. Que simplemente no te olvidamos.

Aunque estés vivo.

Aunque sea verdad el difundido rumor de que estás muerto.

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