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La resistencia LGBTI durante el conflicto armado colombiano

Ocultarse para sobrevivir o enfrentarse a la opresión que la guerra ha significado para ciertas minorías. Aniquilar la diferencia es un informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, del cual surgen estos crudos relatos.

Nicolás Rodríguez Sanabria

Para Marisol* poder lucir aretes en el colegio fue una pequeña victoria. A los hombres no los dejaban usarlos, y cuando se quejaban porque Marisol los pudiera usar la respuesta era sencilla: “ella es mujer y ustedes no”. Pero no fue fácil ser la primera niña trans de un pueblo antioqueño religioso, mantener un lugar en su familia y ganarse el respeto de la comunidad y de los directivos del colegio. No fue fácil, pero logró llevar sus aretes.

Tampoco fue fácil después. En el año 2003, un grupo paramilitar se impuso en el Urabá antioqueño, el pueblo de Marisol, y una de sus cruzadas fue acabar con los maricas del lugar. Al principio Marisol no se sintió amenazada porque su manera de actuar la protegía. No toda la comunidad LGBTI se convirtió automáticamente en objetivo de guerra.

Por ejemplo, ser “machorra” en medio del conflicto significa una de dos cosas: o le estás robando las mujeres a los hombres y deberían “curarte”, o te vuelves una mujer masculinizada por medio de la agresión y la violencia, y al final te unes a la filas: les sirves o te vas. Y, claro, los hombres tienen que ser machos, porque el resto no sirve. Como escribió un grupo de hombres homosexuales en un taller de memoria: “para salir tocaba pegar las plumas con gotas mágicas para que no se cayera ninguna”.

En la guerra se es hombre o mujer, no existe el término medio. Y aunque acatar esta regla salvó a muchos, a ninguno le quitó el miedo. No se lo quitó a Marisol, por ejemplo, cuando los paras mataron a una mujer trans de su pueblo y sacaron corriendo a golpes a otra. Ella se veía diferente a las otras dos víctimas y quería pensar que no tenía nada que ver en eso, pero el miedo terminó obligándola a empacar las maletas y salir del pueblo. Una más en la larga lista del desplazamiento LGBTI, que, según la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (UARIV), equivale al 70% de los atentados perpetuados contra esa comunidad.

La resistencia de la comunidad LGBTI en la guerra está marcada por una disyuntiva: ocultarse para sobrevivir o enfrentarse a la opresión corriendo riesgos. Ser o no ser. Así lo evidenció la alianza entre la Universidad de los Andes y la organización PARCES con sus Geografías Emocionales: la peregrinación de esta comunidad no funciona únicamente en términos de ciudades, sino también de emociones, por ejemplo, el itinerario Ocaña-Bogotá de Yuri fue en realidad una ruta Miedo-Tranquilidad. Travesías complejas todas, como la de Irene*.

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Para pedir transporte o para pedir comida, el método era siempre el mismo: la más linda iba a la vanguardia, y era ella la que sacaba el dedo al pie de la calle o la que golpeaba la puerta de la casa. Si algún camión se detenía, si alguien abría, Irene, que tenía la voz más femenina de todas, hablaba. Las otras se quedaban mudas. A todas les tocaba pasar por mujercitas, nadie podía darse cuenta. Así conseguían un aventón o la papita del día. Así sobrevivían mientras encontraban un lugar estable donde poder ejercer el trabajo sexual, un trabajo que Irene comenzó aparentando ser mujer de nacimiento.

Hubo momentos, sin embargo, en los que ella no quiso aparentar. No se quedó muda cuando vio la explotación que sufrían las trabajadoras sexuales en Ipiales por parte de la guerrilla y los denunció. Por esto, tuvo que desplazarse a otro municipio de Nariño, pero no se salvó del todo. Dos hombres la atacaron en su casa y la violaron. Irene pudo pensar solo en una cosa: proteger su colostomía, que la había salvado de un cáncer años antes.

Por mucho tiempo, Irene no pudo dejar de pensar en las botas de plástico que los agresores usaban. Se fue del pueblo, que andaba lleno de hombres que usaban ese mismo tipo de botas, para no sentirse perseguida. Ya no es la misma: “me dañaron el carácter, me volví agresiva”.

Irene sabe que desde que se vista de mujer el mundo se le viene encima, “los prejuicios se lanzan como ametrallándote”. Y la resistencia es al mismo tiempo camuflarse y transgredir. Ceder y exigir. Esto lo sabe muy bien Jhon*, líder comunitario de Medellín, a quien le ha tocado hablar frente a frente con personajes armados para mantener su activismo en la comunidad. Sí, negociar con los mismos grupos armados que sacaron volando a Marisol de su pueblo, los mismos que usan las botas de plástico que Irene no va a poder olvidar.

Las negociaciones van desde compromisos de no salir —“hacer sus maricadas en la casa”— a cambio de poder quedarse en algún sitio, hasta establecer relaciones furtivas con los grupos armados para obtener seguridad y otros beneficios. Legitimar el poder de los violentos que los oprime se vuelve la única forma de mantener estabilidad.

A Jhon le ha tocado emplear todo tipo de maniobras para lidiar con los grupos armados en los 12 años que lleva luchando por los derechos de los sectores sociales LGBTI en Medellín. Y aunque le ha tocado agachar la cabeza, Jhon ha enfrentado sus batallas.

“Ese día van a volar plumas y sangre, no van a mariquiar más”, fue la amenaza que llegó a la Mesa Diversa de la Comuna 8 —la cual dirigía Jhon— cuando estaba organizando una marcha por la diversidad. Un par de días después, unos hombres irrumpieron en una reunión preparativa y los agarraron a golpes. Pero nada importó: salieron a marchar. Aunque después hubo amenazas peores y a muchos les tocó volarse, habían tenido su marcha: pequeñas victorias en medio de la guerra.

Jhon escapó pero volvió para un segundo round. Esa vez las amenazas llegaron en forma de panfleto, a lo que él contratacó de la misma manera: un volante en contra del grupo armado. Luego, de nuevo, desaparecer. Transgredir y camuflarse. En eso se convirtió la vida de Jhon, en un ir y venir, porque se niega a abandonar su barrio: “Ese es mi lugar y regreso a él aun cuando las condiciones de la guerra no aminoran”.

Si las dos primeras veces habían sido partidas de boxeo, la tercera fue de ajedrez. Jhon regresó a su barrio para descubrir que, en medio de la rotación de jerarquías que implica la dinámica de la guerra, en cabeza del grupo de posmovilización que regía el barrio estaba Nelson*, un muchacho recién salido de prisión con el que había crecido. “Ni yo le piso la manguera ni usted me la pisa a mí”, fue lo que propuso Nelson, es decir, darle un espacio para trabajar mientras Jhon no dijera nada a los policías de la zona.

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Como Jhon, ha habido muchos líderes comunitarios que se han visto en la misma situación: ser capaces de negociar aun conscientes de los ataques que han sufrido los suyos por parte de los armados. Aun sabiendo que nada es estable, que todo pende de un hilo.

Han sido tantos los horrores que la guerra ha infligido en la comunidad LGBTI, que resulta fácil atribuirle toda la culpa y el sufrimiento. Pero la realidad es que el conflicto armado tan sólo extiende y amplía la violencia que siempre ha existido en el nivel más básico de la sociedad.

Basta con pensar en aquellos que deberían protegerlos: los policías. La organización Colombia Diversa registró 183 casos de abuso policial tan solo entre el 2005 y el 2012, esto teniendo en cuenta que, como la misma organización explica, muchos departamentos y direcciones de la Policía Nacional niegan tener datos y reportan menos del 16% de los hechos de violencia policial.

A Irene, que por mucho tiempo ejerció el trabajo sexual en las calles, esto no debe extrañarle. Ella recuerda muy bien lo que eran las batidas policiales. Recuerda huir de las patrullas para evitar una paliza, tener que levantar el colchón de un cliente para sacar una tabla y defenderse de los policías que habían allanado la residencia, la manera en que la arrojaban junto a sus compañeras al fondo del camión como un costal, los chorros gruesos de agua helada en su cuerpo desnudo y humillado.

Ya en el calabozo no quedaba más remedio que enfrentar la ridícula ironía de tener que ofrecer sus servicios sexuales a los mismos individuos que las habían apresado por ello. ¿Para qué? Para comer decentemente, para no tener que ingerir ni una de las papas rancias que venían directamente del piso de Corabastos. Y luego ir a Medicina Legal a poner una denuncia trunca, porque días después una patrulla llega y dan la razón: “que dejés así, que no jodas”.

El problema no termina allí. La ineptitud del Estado al tratar las denuncias de la comunidad LGBTI es patente. Colombia Diversa estudió el casó y notó que de los 164 homicidios reportados entre 2013 y 2014, solo quedaron 5 condenas. Esto es únicamente el 73%, del que la Fiscalía tenía información. Por el resto de homicidios no hubo investigación alguna.

No es extraño que esto suceda en un país donde las mismas comunidades muchas veces se han aliado con los grupos armados para sacar de sus pueblos a los que se salen de la norma heterosexual. Donde existen familias que no solo abandonan a sus hijos, sino que son los primeros en expulsarlos cuando las limpieza social toca la puerta, porque es “preferible tener un hijo muerto que un hijo marica”, dicen por ahí. Donde la religión que sirve de último consuelo a los desahuciados es la misma que sostiene discursos que violentan a los sectores LGBTI.

La religión es quizás el ejemplo más representativo del dilema de Hamlet con el que carga la comunidad gay: ser o no ser. ¿Cómo buscar refugio en una iglesia si no puedes ser tú mismo? Claro, están los casos positivos como el de Marisol, que se acercó a Dios para hallar consuelo. De iglesia en iglesia, Marisol pasea por el centro de Bogotá entre rezos. Pero está también el caso de Luis Alberto* que, tras haber sido agredido sexualmente, se unió a una iglesia cristiana para enfrentar el abuso sufrido. Para ello, comenzó a “alejarse del homosexualismo”. ¿Diez años de negarse a sí mismo para sentir el contacto con Dios? “Yo aún no me explico cómo fue eso porque yo siempre tuve presente que a mí me gustaban eran los hombres”.

En Colombia, lastimosamente, aquellos que pertenecen a la comunidad LGBTI no son personas enteras. Constantemente sacrifican una parte de sí para salvar otra. Y aunque la guerra ha amplificado esta situación, no fue la que la creó. Los miembros de los sectores LGBTI no solo se han tenido que esconder de la guerrilla y los paramilitares, sino de todos: la Policía, el Estado, los vecinos, la propia familia.

El informe del CNMH es claro en sus deseos: aniquilar la diferencia. Junto a otros informes como el de Colombia Diversa Cuando la guerra se va, la vida toma su lugar y otras iniciativas como #parcesporlapaz, de la organización PARCES, el trabajo apunta a otorgarle el espacio que le corresponde a esta comunidad en lo que ha sido la guerra.

“Para nosotras es muy importante, porque vamos a entrar dentro de la historia”, es el testimonio de Irene. Entrar en la historia. Solo eso: existir. Y aunque quiere, Irene no sabe si a sus 50 años le queden muchas fuerzas para seguir luchando. Pero su voz es la de muchos cuando afirma que quiere seguir preparándose, capacitarse para pelear por los derechos de su comunidad. Es la voz de la historia cuando dice que “no se va a acabar el conflicto (…) viene es un tiempo de posacuerdo, pero no de un posconflicto. Porque los conflictos van a seguir”.

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*Las historias de Marisol, Irene, Jhon, Nelson y Luis Alberto provienen de los testimonios presentados en el informe Aniquilar la diferencia del Centro Nacional de Memoria Histórica. Algunos de los nombres pueden ser anónimos, otros pueden haber sido conservados como símbolo de la lucha sin pérdida de la identidad.

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