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Collage de @angelcarrillo

Cultivar-pensar una huerta durante la cuarentena

Comer, aunque nos lo hayan intentado vender como una decisión individual, es un acto político. La agroecología se trata de una forma de vida, un concepto integral, un sistema alternativo en el que prima el respeto por la diversidad natural.

María Teresa Flórez

Una de las razones para decidirnos por el lugar en que vivimos cuando nos mudamos con mi pareja fue el antejardín, un espacio que cada vez es menos frecuente en Bogotá y que en las casas que lo tenían muchas veces ha sido reemplazado por un garaje. La idea de tener un área verde justo frente a la puerta de salida nos causó mucha ilusión. Tan pronto nos pasamos hablamos sobre plantar flores y cultivar algunas hortalizas, pero lo fuimos dejando sólo en esa conversación porque un huerto es un proyecto hermoso pero que requiere trabajo arduo, sobre todo para nosotros que no sabíamos absolutamente nada de cómo trabajar la tierra. Esta cuarentena me ha permitido la pausa para empezar mi propio huerto, un proyecto que había pospuesto durante más de un año. 

En parte lo había postergado porque pensaba que requería un montón de materiales que debía comprar y que por su puesto no ponía en mis prioridades, entonces siempre resolvía que el siguiente mes podría comprarlos e iniciar. Pero un evento desató el impulso de empezar con el huerto. Estábamos inscritos en el programa de recolección de residuos de Más compost menos basura, pero el equipo de este programa tuvo que suspender su operación tan pronto inició la cuarentena porque no contaba con los permisos exigidos. No era una opción sacar los residuos acumulados al contenedor de basura de la cuadra pues justamente por eso estábamos inscritos en ese programa. Nos vimos enfrentados a una situación que habíamos en cierto modo evadido: aprender a compostar, hacerlo nosotros. Ya habíamos leído bastante del tema y en teoría sabíamos cómo hacerlo, pero no lo hacíamos porque, aunque contamos con el tiempo y el espacio para hacerlo, preferíamos que alguien más lo hiciera por nosotros. Ahora era aún más retador porque no disponíamos ni podíamos comprar materiales que creímos serían imprescindibles para compostar. Sólo podíamos usar lo que teníamos en la casa. Más que suficiente: se necesitan microorganismos eficientes y material orgánico vegetal crudo y picado, para que se procese más rápido, sólo eso. Unos meses atrás teníamos intención de hacer una compostera con una caneca y una base de madera, pero al final no compramos los materiales y en medio de la cuarentena no podríamos hacerlo. En Cosas de jardín, un canal en Youtube muy útil para aprender sobre huertas y cultivos, encontré un método de compostaje que consistía simplemente en enterrar los residuos a unos treinta centímetros de profundidad. Así hicimos nuestro primer compostaje casero; resulta que no necesitábamos nada más allá de lo que teníamos: tierra fértil (que tiene un montón de microorganismos eficientes) y los residuos picados. En treinta días estuvo el primer compost, me lo indicó el refrescante olor a tierra viva que sentí cuando revisé lo enterrado. 

Con el entusiasmo de haber logrado ese primer paso fundamental para contar con tierra fértil, me animé a plantar algunas hortalizas, las que conseguí en el fruver del barrio. Empecé entonces a dedicar tiempo al asunto, a aprender del hacer y también de las experiencias y reflexiones de otros. Partí del punto inicial para muchos de los que no conocemos nada acerca de cómo sembrar ni trabajar la tierra pero tenemos internet: buscar videos de Youtube. Simultáneamente, quise leer sobre huertos y su impacto en la vida de la gente. 

 diptico02.jpgCosecha y huertas en Orgánicos El Sol.

 

Empezar el proyecto durante la cuarentena ha signado una singularidad pues este periodo de tiempo y esta crisis que nos obliga a confinarnos en nuestras casas, le ha dado otro matiz al asunto de las huertas urbanas. Me pregunté cómo la estarían pasando los permacultores hortelanos y agroecocultores de Bogotá y sus alrededores, cuyos proyectos conocía gracias a las redes sociales. El huerto me ofreció también una oportunidad de cuestionamiento: ¿por qué nunca me había interesado en cultivar mi propio alimento?, ¿por qué nunca me enseñaron sobre el tema si comer es una necesidad diaria e imprescindible para la vida?, ¿por qué no es un imperativo que todos sepamos cultivar alimentos?, ¿de dónde viene el alimento que consumo?, ¿quién lo cultiva?, ¿cómo lo cultiva?, ¿cómo llega hasta mi mesa?, ¿por qué consigo siempre los mismos alimentos y no otros, o lo que es lo mismo, por qué no hay variedad?, ¿la tierra siempre da lo mismo?

Antes de ser vegana no había pensado mucho en el origen de mis alimentos. Claro, sabía que para comer carne alguien más debía matar un animal y para comer verduras y frutas alguien más debía cultivarlas. Pero no había pensado en toda la cadena que requiere llevar alimentos a mi mesa ni en los procesos necesarios para producirlos. Me inclino a pensar que, en mi caso, si no fuese por el veganismo no me habría preguntado estas cosas y simplemente hubiese seguido comiendo tal cual lo hacía, con los mismos diez ingredientes. Pero una vez que dejé de comer animales empecé a ocuparme más de mi alimentación: aprendí muchas más recetas de las pocas que sabía, varié el menú probando alimentos que no conocía, empecé a preocuparme por los nutrientes que requiero para vivir saludablemente. Y con los años, tal cuál como me pregunté por el origen de la carne, los lácteos y todos los demás productos de origen animal que hemos normalizado consumir a diario, empecé a preguntarme por el origen y los procesos de los alimentos de origen vegetal que consumo. Comer, aunque nos lo hayan intentado vender como una decisión individual, es un acto político. Leí sobre alimentos orgánicos y sobre sus beneficios frente a alimentos producidos convencionalmente, que son los que ahora más disponemos en el mercado que tenemos al alcance de nuestras casas. Creo que la entrada para muchos sobre el alimento orgánico suele ser que son más saludables, es decir un beneficio para el individuo, pero el asunto está lejos de tratarse solamente de mejor calidad, se trata más bien de formas de producción que no explotan la tierra que somos.

Aunque la pandemia actual ha vuelto a poner el acento sobre este asunto, los agroecocultores y los científicos llevan señalándolo y defendiéndolo desde mucho tiempo atrás: el crecimiento de las ciudades ha ido traspasando el límite saludable que deberíamos respetar con la vida silvestre y al hacerlo desplaza —acorrala y aniquila— millones de seres vivos. Como consecuencia de burlar ese límite, entramos en contacto con la vida silvestre y terminamos por contagiarnos con sus virus endémicos, para los que no estamos inmunológicamente preparados y que, gracias a las aglomeraciones y a los índices de contaminación de las ciudades que debilitan nuestro sistema inmune, terminan por convertirse en epidemias, o en la pandemia global que vivimos hoy por cuenta de un mundo hipercomunicado. Ya lo hemos vivido con epidemias de años anteriores y si seguimos con el mismo modelo económico de producción y consumo están aseguradas otras pandemias mucho más agresivas que esta

huertasizquierda.jpg

 

¿Pero por qué es tan oportuno atender lo que dicen los agroecocultores frente a esta pandemia? Bueno, porque la extensión de las ciudades no sólo tiene que ver explícitamente con su crecimiento en área sino con su incremento demográfico y por tanto con nuestras costumbres alimentarias. Es en esa relación en la que es muy pertinente lo que señalan, porque nuestra dieta actual está amenazando la vida de la Tierra y consiguientemente la nuestra. Tenemos un sistema que ha ido arrasando con la diversidad alimenticia para reemplazarla por una cantidad limitada de productos producidos en monocultivos y ganadería extensiva e industrial. Por su parte, los monocultivos afectan a los ecosistemas que reemplazan y los que los rodean, pues al ser necesarias grandes extensiones de tierra para su ejecución se elimina la diversidad circundante para dar paso una sola especie de cultivos. Los suelos, debido al proceso de cosecha y cultivo constante que no permite que recuperen los nutrientes, quedan empobrecidos, lo que deriva en un desgaste vertiginoso de su fertilidad y en erosión. Luego también tenemos la crianza de animales para consumo humano que, por un lado  está acabando con millones de hectáreas silvestres de tierra para convertirlas en terrenos donde se cultiva comida para el crecimiento de animales que posteriormente serán comidos, y por otro convierte las granja-fábricas de animales en nichos perfectos para la incubación de virus zoonóticos a causa del hacinamiento y del estrés que experimentan los animales encerrados.  El quid del asunto es que nuestra forma de producir y consumir comida tiene una gran incidencia en el traspaso del límite con la vida silvestre y por tanto una relación directa con la generación de epidemias.

Hemos pasado de un sistema diverso y múltiple de abastecimiento de alimentos —las plazas de mercado y los mercados campesinos— a uno centralizado que, en el caso de Bogotá, ya ha sido criticado por iniciativas como Slow food, crítica que el estado especial declarado en la localidad de Kennedy, donde se ubica esta central de abastos, nos pone sobre la mesa de nuevo. Quizá pensemos que aquí tenemos una oferta amplísima de mercados alimentarios, pero la realidad es que todos estos, incluyendo los grandes supermercados de cadena, dependen de Corabastos para abastecerse, por lo tanto tenemos sólo una fuente gigantesca que nos provee de alimentos a los casi ocho millones de bogotanos. Imaginemos un escenario hipotético no tan descabellado en el que la central cierra, digamos porque se ha convertido en u¬n foco de contagio: Bogotá en cuestión de días entraría en una crisis alimentaria por causa del desabastecimiento, sin mencionar las pérdidas alarmantes de los campesinos productores que dependen de este único intermediario para vender su cosecha. La vulnerabilidad alimentaria de la que somos objeto en esta ciudad queda en evidencia con la situación de la central de abastos. ¿Podemos considerar entonces que Bogotá ofrece seguridad alimentaria si ante una calamidad Corabastos debe cerrarse o ve afectada su distribución? Esta situación que está atravesando la ciudad con la crisis de la central de abastos más grande del país podría ser un buen punto de partida para que los consumidores empecemos a cuestionarnos acerca de la centralización del abastecimiento de alimentos. Aunque esta cuestión podría ser suficiente para reevaluar la existencia de esta central, es apenas uno de los problemas que podríamos mencionar de su criticable lógica de operación. Hay otros muchos que pese a no ser coyunturales deberían ser considerados

El beneficio sobre el que se sostiene esta forma de producción alimentaria es que, supuestamente, ofrece comida para la cantidad ingente y creciente de población mundial: abarata los costos del alimento al producir mayor cantidad por porción de tierra, esto es, produce más y “democratiza” el acceso. Pero analizando más detenidamente el asunto, no es cierto que semejante cantidad de comida se produzca para saciar el hambre de todas las personas pues, sólo en el caso de Bogotá, al año se desperdicia alrededor de un tercio de la comida que llega a la ciudad y cerca de dos millones de bogotanos sufren de hambre al año. En el resto del mundo la situación es muy similar. Es decir, nos estamos exponiendo a unas consecuencias terribles, como todas las epidemias que hemos vivido los últimos treinta años entre otros desastres naturales, en parte por cuenta de una forma de producción de alimento que además no suple nuestras necesidades. La imposición de este sistema de producción y distribución ha resultado tan efectiva y omnipresente, que la mayoría de las veces estamos convencidos no sólo de que es la mejor opción, sino de que es la única opción viable para una ciudad tan poblada como Bogotá. Necesitamos entonces sistemas más eficientes de producción de alimento. Por fortuna no tenemos que ingeniarlos pues ya existen.

(En contexto: “Fuimos esclavizados por la vida rápida”: agroecología y la movida de la ‘comida lenta’ en Colombia)

<<Esta crisis pandémica lo es de civilización: invita a dejar el hiperconsumismo urbanita, a recuperar el huerto, lo básico, el ruralismo>>, dice el activista agroecológico y editor de la revista Soberanía alimentaria, Gustavo Duch. Quizá es por este motivo que me preguntaba al principio de la cuarentena cómo la estarían pasando los agroecocultores de los alrededores de Bogotá, tenía curiosidad de saber si sus decisiones de vida les ofrecían otra posibilidad al confinamiento que atravesábamos en la ciudad. Al parecer se trataba de una curiosidad de varias personas pues Slow Food Bogotá invitó a Lulú y Paula, de Orgánicos la Lulú, para hablar del tema. Este proyecto surgió hace quince años cuando Lulú encontró un terreno en Chipaque para hacer una huerta orgánica. Antes se dedicaba a su profesión de publicista, pero desde niña aprendió del padre el amor por la siembra de alimentos y cuando tuvo oportunidad redireccionó su vida para dedicarse al campo, decisión en la que su familia la secundó. Orgánicos la Lulú es un proyecto familiar. Ella señala que aunque la vida de la ciudad es cómoda porque hay de todo a la mano, el esfuerzo que requiere el cambio drástico vale la pena, pues el trabajo mismo en el campo genera bienestar y lo impulsa “un anhelo genuino que nació y continúa con el propósito de vivir y comer mejor”, como lo explicó en la conversación. El eje sobre el que se sostienen es la agroecología, que para ellas trasciende la producción orgánica. Se trata de una forma de vida, un concepto integral, un sistema alternativo en el que prima el respeto por la diversidad natural y que guía todas las prácticas que se llevan a cabo en el espacio. Lo que más me llama la atención es que el propósito del proyecto no es comercial aunque también comercializan sus productos, pues señala Paula que el agroecocultor no produce para vender sino para autosustentarse y con lo que queda, se troca o se comercia. 

 lalulu.jpgLulú, de Orgánicos la Lulú.

 

Sobre los efectos que ha tenido la pandemia en su labor y en sus vidas dicen que no han sentido mayores dificultades porque no producen para vender sino para autoabastecerse, lo que les brinda autonomía pues no dependen del suministro de insumos externos para poder vivir y también trabajar. No han tenido que parar su labor pues es seguro trabajar allí: viven aisladas y con suficiente espacio para que cada uno de los miembros de la familia y los demás trabajadores no corran riesgos.

Por su parte Juan Bernal, creador de Orgánicos El Sol y quien hasta hace unos años se desempeñaba como publicista en una agencia, decidió ser permacultor y agricultor regenerativo a raíz de una crisis personal que le hizo reconsiderar el impacto de su ejercicio profesional. Juan explica que la permacultura es una filosofía enfocada en la salud y vida de los suelos y los ecosistemas que trabaja con la naturaleza y no en contra de ella, por tanto permea todos los aspectos de la vida, desde la producción del alimento hasta la organización y el relacionamiento social. Su eje de acción es la agricultura como método de diseño regenerativo ecosocial. Sostiene que la agricultura convencional no sólo mata la vida en el suelo, lo destruye y erosiona, sino que además acaba con ecosistemas complejos y finalmente perjudica la salud humana. Por el contrario, la agricultura regenerativa, al trabajar de la mano con la naturaleza, los ecosistemas y los ciclos naturales, favorece a la salud y vida de los suelos y produce alimentos sanos llenos de nutrientes reales para la salud humana. Su proyecto también es pedagógico, como parte de sus servicios ofrece talleres y asesoría para personas interesadas en iniciar una huerta.

(Le puede interesar saber cómo funciona Gaia, una ecoaldea a 4 horas de Bogotá en la que se practica la permacultura y la bioarquitectura)

Juan considera que muy pocos aspectos de la cuarentena le han afectado y se siente afortunado de poder vivir esta situación en un contexto campestre, en el que puede salir a sus huertas, trabajar en ellas, tomar el sol, respirar aire completamente limpio, salir de su casa al jardín y ver naturaleza. 

 diptico01.jpgJuan Bernal de Orgánicos El Sol, y su cosecha.

 

Hay otro asunto y es que vemos el alimento agroecológico como una alternativa más costosa que el mercado convencional. El alimento agroecológico es percibido como un privilegio que pueden darse algunas personas con suficiente poder adquisitivo para acceder a él. Pero la organización comunitaria de los sectores populares de la mezquina Bogotá que relega las periferias, ha apostado por el cultivo y el acceso de alimento orgánico para las clases populares. Así lo demuestra Rosa Poveda con su granja escuela agroecológica Mutualitos, fundada y construida por ella en minga hace catorce años, transformando lo que antes era un basurero en el barrio La Perseverancia. Ella rechaza la idea de que las personas empobrecidas deben comer basura o residuos y defiende que <<la crisis alimentaria sólo será superada si capacitamos, formamos e informamos a nuestros niños y niñas, y a los jóvenes, fomentando la armonía con el entorno natural, protegiendo la tierra, transformando los residuos orgánicos en tierra fértil y cultivando alimentos orgánicos para autoconsumo y abastecimiento>>. Desde niña aprendió de su familia campesina la importancia de cuidar las semillas, pues su mamá le decía que si no lo hacía entonces tendrían que aguantar hambre. Por eso su banco de semillas es tan preciado, ha pasado de generación en generación y cuenta con cuarenta variedades de fríjoles, entre muchas otras especies. Defender la soberanía alimentaria y la libertad de las semillas es un asunto que tiene que interesar a todos los que nos alimentamos, afirma ella, porque lo que está en juego es la autonomía de los pueblos para decidir qué comer y cómo producir el alimento, es decir no depender de una multinacional y sus semillas transgénicas

Vale la pena resaltar que durante la crisis provocada por la pandemia, Rosa se ha dedicado a armar y distribuir mercados para las familias del barrio, así que pueden contactarla para hacer una donación. 

 rosapoveda-mutualitos.jpgRosa Poveda, granja escuela agroecológica Mutualitos.

 

El proyecto colectivo Tabanoy, que en lengua Kamza significa “retorno a la semilla de origen, de la localidad San Cristóbal apuesta por el ejercicio de la labor agrícola para los sectores empobrecidos que no cuentan con terrenos, o como los llama poéticamente Julián Santa, “los agroñeros sin tierra”, una apuesta potente si tenemos en cuenta que Colombia es el país más desigual en Latinoamérica en lo que respecta a distribución de tierras. Para el colectivo su labor es la muestra de que hay oportunidad de vivir de una forma diferente en Bogotá. Es, además, un proceso de agricultura en resistencia que nace de la iniciativa de buscar la memoria histórica de los abuelos y abuelas, el tema de trabajar la tierra y de alimentarse bien. Con su labor también restituyen el tejido social porque han encontrado que la agricultura rompe la individualidad y empieza a crear comunidad a partir del trabajo colectivo: confiar en la ayuda que necesito del otro para poder ser. Para el colectivo lo que hay que fortalecer en esta pandemia es el mercado y el consumo local, esto va de la mano con fortalecer el sistema inmune comunitario por medio de la protección de la biodiversidad. 

Dice un verso de Atahualpa Yupanqui: Para el que mira sin ver/La tierra es tierra nomás. Quizá ingenuamente creemos que el único beneficio de un huerto es que nos permitirá, con los cuidados indicados, producir nuestros alimentos. Pero ya vemos que alrededor de uno se entretejen muchas relaciones. Quise empezar este proyecto porque siento que no podría comprender mejor todo lo que dicen los hortelanos sino a través del hacer, porque no es un asunto que pueda comprender teóricamente sino que tengo que vivir para poder entenderlo. También porque no quiero hablar de cambiar nuestros hábitos alimenticios, nuestra forma de vida y nuestro ritmo, y seguir alimentándome a punta de un sistema que ha mostrado ser pernicioso y vulnerable. Quiero meter mis manos en la tierra y permitir que ella me enseñe lo que tiene por enseñarme. Espero poder unirme pronto a algunos de los diversos procesos comunitarios que se han tejido en la ciudad en torno a la agroecocultura urbana.

dipticotabanoy.jpgProyecto colectivo Tabanoy en la localidad San Cristóbal.

 

Unos meses atrás, mi pareja me propuso vivir en el campo y yo le dije que no era capaz. En un principio la vida campesina me asustaba bastante, sentía que la ciudad me haría mucha falta. Este confinamiento me ha mostrado que puedo estar bastante tiempo dedicándome a la huerta y a aprender de ella. Además de haber aprendido cosas sobre cultivos también empecé a enfrentar ese temor, a darme cuenta de que quienes viven en el campo con sus huertas no están atravesando lo que los que vivimos en las ciudades estamos pasando: no poder salir de nuestras casas y enfrentarnos al constante peligro del contagio por la cantidad de gente que vive aglomerada en las ciudades. Mi temor de irme al campo se ha ido disipando y de hecho se ha convertido en un anhelo, en un sueño que espero poder cumplir en un futuro próximo.

cierrehuertas.jpg

 

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