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Gráfica por @burdo.666

Gato ‘e monte, una travesía sonora entre el llano, los Andes y una ciudad rota

Esta es la historia de un cantautor enigmático, hipnótico: una voz oscura que desde el Sur de Bogotá se mueve con su chiflamero entre el joropo, las coplas boyacenses y el asfalto. Este artículo hace parte del proyecto de exploración de músicas emergentes EME.

Nicolás Gómez Ospina // @ngospina14

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Foto por: Alejandro Lozano / @jeanlorad

“Desde chinche me pusieron al sereno sabanero, sol de alta montaña”.
Gato ‘e monte en ‘Pa’l Rancho’.

Tiene 26 años y su voz parece cargar un peso extra de madrugadas, borracheras y desamores, probablemente por las veces que se ha desgarrado cantando los goles de Millonarios en la tribuna norte o los temas de la banda de punk que tuvo en el colegio. La voz de una persona puede contarnos tanto sobre ella como el instrumento que escoge como compañía; y es que sería imposible contar la historia de Gato ‘e monte, como se conoce a Gustavo Casallas en la escena musical independiente, sin hablar de esas dos cosas.

Recuerda que fue en el gimnasio donde trabajaba su mamá, Angélica, y a donde iba a desayunar antes de irse para el colegio, donde empezó a acercarse a la música después de algunas decepciones futboleras. Allí había muchos discos de trance preparados para las clases de spinning, pero también unos pocos de rock. “Me acuerdo de uno que era un compilado que traía pura música de Guns N’ Roses y Metallica”, cuenta el Gato. Así se fue engomando con la música y aunque primero quiso ser baterista, no encontró el apoyo que necesitaba ni le interesó meter una batería en la casa. En el colegio tomó clases de guitarra y aprendió a tocar ‘La Flaca’ de Calamaro.

Con ese impulso de hacer lo que le gustaba, se organizó con un par de amigos para montar su primer proyecto musical llamado Praxidelia. Tenían entre 13 y 14 años y una rabia contra el gobierno de turno que tenían que sacar de alguna manera. Incluso, en los restos de este proyecto que aún se pueden encontrar en YouTube, se ve a un joven Gustavo desgarrando por primera vez esas cuerdas vocales. Uno es testigo de cómo en esa pequeña sala de ensayos donde grabaron su tema ‘Impunidad’, el Gato ya iba puliendo una voz que se tornaría hipnótica, callejera y coplera con el pasar de los años.

 

 

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De ese primer proyecto y del siguiente, a Gustavo le quedaron un amigo muerto (el baterista de Praxidelia) y un embrollo legal con La Molestia, su segundo proyecto, que lo empezaron a desanimar con respecto a coordinar una banda, o al menos hacer parte de ella. “Yo en verdad no quería tocar solo, siempre me tramaron las bandas, pero llegó un momento en que me di cuenta de que eso no era para mí”, dice Gustavo, quién hasta el sol de hoy mantiene la ilusión.

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Gato ‘e monte trabaja todos los días hasta las 10 de la noche en el asadero de su familia, donde ha pasado buena parte de su vida. Les devuelve con trabajo a sus padres el camello que ha significado para ellos sacarlo adelante. La suya es una familia de orígenes campesinos que le pusieron a oír toda la vida coplas boyacenses y cantos llaneros, cuyos ritmos y letras fueron atrayéndolo poco a poco por esa aparente simpleza de las composiciones. “Yo pillé esa complejidad en lo sencillo, esa riqueza en lo elemental que era recautivante y que me parecía muy parecido al espíritu de mi familia y de mi barrio”, cuenta. Para él, hay pocas cosas más urbanas que la música tradicional a causa de las migraciones y desplazamientos que han traído a las ciudades a tantas familias campesinas como la suya, que llegan a establecerse como pueden en barrios superpoblados. “La jerga de los tíos, los primos y los padres también es música y se hace en lo urbano”, dice Gustavo.gatoemonte1.png

A pesar de que no tenía ni puta idea del Llano, de cómo funcionaban sus dinámicas sociales o culturales, el Gato sentía que lo conocía de alguna manera por las rimas y los sonidos de la bandola llanera. Esa satisfacción que le había ofrecido la guitarra años atrás lo impulsó a montarse un bus con destino hacia la cuna de las bandolas. Arrancó para Maní, Casanare, por una referencia que le habían dado sobre su importancia en la historia del joropo tradicional. En Maní, todos los eneros se celebra el Festival Internacional de la Bandola Criolla Pedro Flórez, y allá llegan los bandolistas más tesos a tocar en la plaza pública, lejos de los auditorios que se han apropiado de este sonido campesino. Y es esa precisamente una de las urgencias que tiene el Gato, devolver esos sonidos a la calle. Maní, un municipio de 15.000 habitantes, tiene la particularidad de hacer parte de un departamento que colinda con Boyacá, que a su vez tiene frontera con Venezuela (Boyacá y Casanare fueron parte de la misma organización política por más de casi un siglo, entre el XIX e inicios del XX), y es por eso que los primeros cantos llaneros estaban muy cerca de las sonoridades de un tiple o un requinto, instrumentos clave en el sonido andino, y luego fueron mutando hacia un sonido más agudo, correspondiente al arpa de los llanos venezolanos.

“Yo caí al acto [a Maní], sin pensarlo mucho, y pregunté dónde podía conseguir una bandola”, cuenta Gustavo. Así conoció al lutier Nazario Humos, quién le contó de otros bandolistas que podían ayudarle a adentrarse en ese mundo de la mano de los cuchos. “Ahora tengo una amistad muy bonita con varios de ellos, como Carlos Delgado, Héctor Julio Belisario o Prudencio Flórez, quien además fue lugarteniente de Guadalupe Salcedo y todos tuvieron una participación importante en las guerrillas del llano de los años 50”, señala Gustavo. Sin embargo, su entrada en ese mundo llanero no fue del todo sencilla. Cuando se sentaba a tocarle los temas que había compuesto a Carlos, su principal maestro bandolista, él le decía que sonaba paila, que más bien dejara la bandola quieta. No era, efectivamente, su sonido auténtico. “Yo me di cuenta de que sí me gustaba mucho la bandola, pero a la hora de componer lo propio, no era lo mío”. Gato ‘e monte estaba buscando un sonido más callejero y oscuro, por lo que intentó con diferentes afinaciones, no obstante, encontró la solución sonora al proponerle a Gomezele, un reconocido lutier bogotano amigo de sus maestros de Maní, hacer una bandola con el cuerpo más grande y dos cuerdas en cada orden, teniendo 8 en total. Así nació el chiflamero, que representa a la perfección el sonido que Gustavo buscaba: uno quimérico, mezcla de arpa, guitarra y tiple que le permite moverse con soltura entre las progresiones llaneras y el sonido coplero propio de Boyacá sin tener que cambiar de instrumento. Decidió afinarlo de una manera antigua que ya había entrado en desuso en la comunidad de bandolistas, una afinación que data de cuando la música llanera sonaba más grave y a montaña.

“El primer rasgueo que hago cuando me siento con mi chiflamero es uno abierto, como saludándolo para que salgan más cositas”, explica Gustavo. “Los instrumentos son como seres, uno los tiene que respetar”. El nombre se lo puso para homenajear a los chiflamicas, como se conocía a los músicos populares bogotanos del siglo XIX que andaban por las calles. Históricamente el término podía referirse a << malos músicos, y otros simplemente a los pobres diablos de la sociedad, lo único similar entre sus definiciones es el aspecto negativo que tiene>>, escribe Santiago Méndez en su tesis Ningún Chiflamicas, en la que exalta varios de estos personajes de finales de siglo en Bogotá.

“Quizás lo más impresionante de ver al Gato en vivo es la ejecución del instrumento, uno no se imagina ese sonido”, apunta La Muchacha, una cantautora manizaleña que se ha consolidado como una de las nuevas voces de la canción colombiana, quien colaboró con Gustavo en el tema ‘Si los cerros quieren darle chumbimba a alguien’. Una canción en la que Isabel y Gato ‘e monte logran evidenciar la violencia de las desapariciones urbanas con unos versos sencillos que se escuchan familiares y reconfortantes.

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Las coplas urbanas del Gato son retazos de la ciudad que él ama y de la que bebe toda su inspiración, imágenes que recoge con sus cuerdas influenciadas por los sonidos andinos y llaneros. Y, como he dicho antes, algunos de estos lugares ya los conocía Gustavo desde antes de ir por haber estado cerca de su música. “Me gustaría poder hacer lo mismo con mi ciudad”, dice. Para Gustavo, la mayoría de personas que tienen una relación fuerte con su ciudad son los barristas. Aún recuerda el día que su padre, también llamado Gustavo, lo llevó por primera vez a la tribuna oriental del estadio El Campín, desde donde vio el gol con el que Millos se impuso ante el Junior de Barranquilla. Lo presenció con un plato de lechona en las piernas y fue uno de los días más felices de su vida. También recuerda el último partido al que fue, a inicios de este año, el empate de Millos contra Santa Fe. De cualquier manera lo disfrutó gracias a un tifo móvil que rememoraba el gol de Henry Rojas de hace un par de años. Esas imágenes que se quedan grabadas en su cabeza también son la materia prima con la que Gustavo construye su Bogotá llena de rotos.

“Es que en verdad yo me recargo mucho de mis emociones y las capturo visualmente, por ejemplo, ‘De la décima a Los Laches’ fue un capítulo muy triste que pasé y logré plasmar ahí”, dice Gato ‘e monte. Esa en especial es una canción que carga con el peso propio de un día largo en las calles bogotanas cuando el cielo está entre rojo y morado y uno está cansado, tiene la cara sucia y quiere empezar a llover. Un día largo como fueron largos sus días en la universidad donde estudió (y no terminó) Sociología casi en contra de su voluntad debido a la reticencia familiar a dedicarse a la música. “A mí la academia tan tradicional no me trama, es como gente muy montada en su nube voladora”, cuenta Gustavo. Estaba cansado, además, de mantenerse tocando tiple en el Centro de Bogotá con un amigo que terminó envuelto en denuncias familiares, lo cual lo dejó solo de nuevo. Así fue que decidió plasmar toda esa tristeza y decepción en una escena sonora que destila belleza, dolor y violencia por igual.

(Con ustedes, Radamel, el demonio irreverente al que le gusta hacer ruido)

Él es consciente de esa relación tan cercana que tienen la violencia y el romance, especialmente en Colombia. “No tienes que escribir ‘Soldado Mutilado’ [de La Peste] para hablar de la violencia en Colombia”, señala el Gato. Para él, aunque haya frases lindas, la violencia que nos atraviesa a todos como colombianos es inevitable a la hora de contar las historias que se juntan en su primer y único disco hasta la fecha: Gurbia. Fantasear, no sin perversión, con quedarse con uno de los ojos del ser amado o aprender a caminar con latas en las piernas como su hermano, son dos de las imágenes en las que Gustavo pone el profundo amor que siente por coquetear con la violencia.

El disco salió hace un año junto a Llorona Records, Enlace Oculto y Discos Cabeza, algunos de los sellos independientes más interesantes en cuanto a música colombiana se refiere. “Él llegó a Llorona con toda la claridad y convencido de que quería producir su disco conmigo y lanzarlo en el sello”, cuenta Diego Gómez, Director de Llorona. “Me lo dijo así clarito y de frente”. Gustavo sacó el chiflamero y le mostró a Diego las 10 canciones que tenía pensadas para Gurbia. De ahí en adelante el camino fue llano y el trabajo fluido. “El primer disco siempre debe ser crudo”, asegura Diego, “debe mostrarle a la gente de dónde viene un artista, mostrar su intimidad sin tanta arandela, eso es lo que conecta y eso fue lo que hicimos”. Ese corazón “inmenso y transparente” del que habla Diego Gómez cuando se refiere a Gustavo es también uno lleno de determinación, que calcula las acciones pero no se detiene en la duda: irse a Maní, llegar a Llorona, invitar a La Muchacha, coger solo para un Millonarios-Nacional son el tipo de cosas que Gustavo hace porque sabe que no se puede quedar quieto. “Yo he visto a mis cuchos trabajar hasta 12 horas al día por uno”, reflexiona el Gato, “con esfuerzo, amor y dedicación durante décadas. Ahí, trabajando a su lado, me doy cuenta de que algo tiene que pasar gracias a sus años de sudor en el sur de Bogotá; no pueden pasar desapercibidos, eso es lo que me motiva al acto”.

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Foto por: Alejandro Lozano / @jeanlorad

 

Gustavo ha tocado en algunos espacios de Bogotá como *matik-matik* o el extinto Jardín Desolado pero sus presentaciones más importantes han sido en la calle, donde ha podido cantarle de frente a la indiferencia que pasa en Transmilenios repletos. En una de las últimas, Gustavo cantó frente al Trans Inflable en la mitad de la Avenida 26 una carta de amor sonora para su querida Bosa, sus calles, su clima y su gente. Como una imagen que no se borra con facilidad: alguien parándose frente a una ciudad que muchas veces lo ha ignorado para hablar sobre su tierra, esa tierra donde todos andan buscando un escape diferente. “Es normal que uno con media encima ya esté pidiendo que le pongan Espinoza Paz y le vale chimba porque cada uno saca las cosas que lleva adentro de diferentes maneras”, concluye Gato ‘e monte: “La señora que trabaja en la cocina no se va a poner a escuchar los temas del Solitario Soldado mientras se fuma un bareto”. Lo nuevo que está preparando el Gato podría leerse incluso como una adaptación de Jessi Uribe o Yeison Jiménez, unos temas de despecho que den ganas de tomarse unos rones. Habrá que esperar para emitir juicios.

Gustavo Casallas seguirá escapando en canciones que provengan de dos fenómenos particulares: 1) lidiar con una vida en la que sólo se siente seguro haciendo música lejos de las decepciones que lo han aquejado, y 2) encontrar nuevas formas de ayudar a su familia más allá del asadero para lograr también independizarse un poco y abrir su propio camino. Y andando por ese camino, el Gato espera que su último concierto sea ofrecido en la sala de su casa y que su público esté compuesto, simplemente, por Angélica, Gustavo y su hermano.


Sígale la pista a Gato ‘e monte en el Bandcamp de Llorona. También en su Instagram.

*Contenido realizado en el marco de la convocatoria Comparte lo que somos que realizó Mincultura debido al Covid-19.

 

 

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