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Mango Jam: soberanía alimentaria para indígenas y campesinas de la Sierra Nevada de Santa Marta

Frente al desperdicio masivo que hay de mango una vez pasa la temporada, un laboratorio vivo —que funciona también como residencia artística rural— está implementando la elaboración de conservas para consolidar una economía solidaria en la región Caribe. “La solución no es irse a la ciudad para volverse un albañil, sino volver a cultivar alimento suficiente para la familia”. 

Ángel Carrillo Cárdenas

Llegar a Selvatoruim desde Palomino toma poco más de una hora. Menos si se viaja a lomo de mula, guiado por algún niño indígena. A pesar de la trocha ruda, hay turistas insolados que se someten al rigor de la montaña con tal de alcanzar el río y lanzarse: es el plan de moda, regresar al pueblo flotando sobre un neumático de camión. Por el camino que lleva a una de las residencias artísticas rurales más antiguas del Caribe, en la Sierra Nevada de Santa Marta, se asoman unas pocas construcciones de paja, palo y barro que aún resisten entre la enredada geometría del monte y las tensiones sociales de las últimas cinco décadas. Se sube y se sube y se va diluyendo el ruido de las motos en el rumor del río. Una vez arriba, el tiempo gana elasticidad. 

Selvatorium es lo que han denominado un laboratorio vivo, la iniciativa de una familia que decidió alejarse de la ciudad para buscarse una vida en las faldas del “corazón del mundo”, rodeada de arhuacos, wiwas, koguis y algunos occidentales que han adoptado las dinámicas de la selva. Desde 2008 han venido constituyendo una comunidad de miembros fijos y otros que van y regresan. “Lo que cambia de los movimientos anteriores, que eran jipis radicales que querían vivir exactamente como indígenas, es que nosotros estamos aprovechando las nuevas tecnologías —explica Vanessa Gocksch, una de las mentes detrás del proyecto, quien además participó en la fundación de Systema Solar y hasta hace un año fue vestuarista, Vj, escenógrafa, directora de los videoclips y diseñadora visual de la banda—: tenemos internet, energía solar (por medio de paneles), agua del río. Es un intento por vivir de manera autónoma, aunque no lo somos. Estamos abriendo el espacio para voluntariados y residencias artísticas porque todo el arte contemporáneo se está gestando en las ciudades. Todo el mundo vive en las ciudades y hace arte contemporáneo y música contemporánea a partir de lo urbano”. 

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© Ángel Carrillo Cárdenas

 

Han llevado, cuando mucho, cuatro bultos de cemento por la trocha para el levantamiento arquitectónico del espacio. El resto es material del territorio. Y en esa búsqueda por cierta independencia del sistema monetario, en ese regreso espiritual a la tierra, Vanessa conoció a sus vecinos, una familia arhuaca que vive cruzando el río Palomino. Caminan sobre una alfombra de mangos que, una vez pasada la temporada, se van pudriendo.

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© María José Alarcón

 

 

Los europeos tienen la tradición de las conservas. Es necesario para muchos de ellos porque no hay comida durante todo el año: por el frío, porque se congela la tierra, porque hay hasta cinco meses de invierno bajo cero. “Aquí en el trópico —dice Vanessa; ella vive en Colombia desde el año 99 y sus dos hijos nacieron en el país y estudian en un colegio indígena— la gente está acostumbrada a que siempre hay algo de comer”. No obstante, a pesar de la aparente abundancia, “yo vi a dos vecinos que tuvieron que mandar a sus hijos a centros de rehabilitación por malnutrición. En La Sierra hay muchos niños que mueren por eso”.

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© Ángel Carrillo Cárdenas

 

 

Entonces, con la soberanía alimentaria como impronta, Selvatoruim organizó en 2014 un laboratorio de conservas para hacerle frente al desperdicio de mango. Fue algo más bien privado. De experimentación y aprendizaje. “Ya en 2015 hicimos una convocatoria para que la gente postulara propuestas y alguien vino a hacer un deshidratador de mango. Ese año llegó alguien de Canadá que fue muy importante, Tamasin Drisdale. El papá tiene una empresa de conservas y ella empezó a enseñarnos”.  Así, pues, nació Mango Jam.

La soberanía alimentaria es por definición ese derecho que tienen las poblaciones de controlar la producción de sus alimentos, las tierras en las que cultivan, el agua y las semillas que usan. La soberanía alimentaria le devuelve el valor al trabajo manual. “El término, personalmente, se refiere simplemente a que una familia es soberana con su alimentación y no necesita recurrir al dinero para comer —explica Vanessa—. Recuerdo a un señor en Antioquia que me contaba que, cuando era niño, veía los Willys que bajaban de la montaña al pueblo llenos de comida. Hoy lo que ve este hombre es que los Willys van del pueblo hacia arriba, llevando la comida. Eso muestra que el campesinado ha perdido su capacidad de tener su pan-coger, su propia comida. Hay muy pocos campesinos que tengan todo para comer, que tengan gallinas, una vaquita, que puedan suplir todas sus necesidades. Además, como no ganan suficiente plata con la agricultura, fueron sembrando coca. Se acabó su tradición y a los jóvenes ahora no les interesa. Indígenas como los kogui tienen su propia comida, pero cada día se civilizan más y dependen más del dinero”.

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© Ángel Carrillo Cárdenas

 

“Nosotros no pensamos trabajar con el mango —dice Lina Torres, una de las mujeres arhuacas vecina de Vanessa que hoy por hoy hace parte de la iniciativa Mango Jam—. No pensamos producir. Nosotros lo intercambiábamos. Hubo mingas para eso. Otros pueblos hacían otros alimentos. Nosotros lo intercambiábamos con esos pueblos. A uno lo llamaban para que fuera a la otra finca a enseñarle a preparar”. 

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© María José Alarcón

 

 

 

La idea con el Mango Jam era, en principio, celebrar la cosecha. El segundo año organizaron un jam musical. Hubo un día de evento público al que asistieron cerca de 500 personas. Se probaron los productos, a ver qué tal. “En ese momento no estábamos vendiendo sino aprendiendo, siempre con la idea de no desperdiciar el mango —continúa Vanessa—. La época del mango es la misma de la piña, del aguacate, de la guanábana. Luego se entra en otra época en la que no hay nada. Y concuerda con el solsticio de verano”.

A la iniciativa se han vinculado mujeres y mujeres campesinas, algunas desplazadas de diferentes puntos del país, y este 2018 le metieron el componente comercial al asunto. “Los años pasados —explica Vanessa— solo era fabricar para el autoconsumo en la casa. La gente hacía el taller y se iba a la casa a hacerlo pero no tenía los frascos ni los insumos. Entonces no estábamos haciendo mucho”. Las mujeres empezaron a expresar que, además de la soberanía alimentaria, necesitaban vender el producto. No podían ignorar la realidad financiera en la que vivían. Necesitaban plata. Entonces se pensó en incorporar al Mango Jam otra impronta: la economía solidaria. “Este año, en vez de talleres, empezamos a hacer unas mingas de producción. Hemos logrado más de 1200 frascos en cuatro mingas”. Pero hacer el producto es la mitad del trabajo, por lo cual se inventó una estrategia comercial en la que han involucrado hoteles y restaurantes locales. “Los hoteles, según la ley colombiana, tienen una responsabilidad social. Además, aquí en la zona la mayoría de los hoteles y sus restaurantes compran en los supermercados o en la plaza de mercado de Santa Marta, que son cosas que llegan de Santander. Si miras los menús de esos sitios turísticos (lasaña, pizza, hamburguesa), muchos están basados en productos que se traen. El trigo no crece por aquí”. Con este trabajo de preventa al sector hotelero, y gracias a la acogida de algunos establecimientos, Mango Jam logró vender 5 millones de pesos en productos y ese dinero se invirtió en mingas.

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© Ángel Carrillo Cárdenas

 

 

Somos 89 familias. Hay 15 que estamos trabajando [en el Mango Jam] —explica Gladys Guarín, una de las mujeres de Asocande, la asociación de campesinos desplazados con la que trabaja Vanessa—. Nos mandaron un chef y todo para que nos enseñara el proceso. Nosotros le metimos la ficha”. “Hemos estado todo este tiempo resistiendo —complementa Nely Conde—. Tenemos que estar muchas veces arrumaditos y calladitos porque no nos atrevemos a hablar. Históricamente hemos sido víctimas de muertes selectivas, de judicializaciones. Pero nosotras aquí nos consideramos como la Tierrelita, una palomita que por un lado la echan y por el otro se sacude. Y somos mujeres las que estamos en esto pues porque somos las más desocupadas. Los hombres salen al rebusque. A catiar. A trabajar el día. Yo llevo el sustento a la casa de otro lado porque aquí el campo no nos da, pero queremos hacer que la tierra sea apta para sostener a nuestras familias”.

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© María José Alarcón

 

 

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© Ángel Carrillo Cárdenas

 

 

Con el propósito de visibilizar esta iniciativa, Mango Jam se alió con la muralista Soma Difusa y han producido varios fanzines que explican los procesos de las conservas para democratizar el conocimiento y expandirlo. La artista bogotana también pintó un mural en Palomino. “Este es un proyecto para las mujeres. Hay que ponerle atención a lo que ellas necesitan. Quien sabe lo que viene en el futuro con el cambio climático y las sequías. La situación en 20 años puede ser muy dura. Mira toda esa gente emigrando. La solución no es irse a la ciudad para volverse un albañil, sino volver a cultivar alimento suficiente para la familia”, concluye Vanessa.

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© Soma Difusa

 

 

Sígale el rastro a Mango Jam en Instagram y a Selvatorium en su blog.

 

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