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Mi larga noche con la heroína

El autor de este testimonio lleva nueve meses alejado del objeto de sus descensos al infierno. Durante varios años cambió familia, estudio y trabajo por el paraíso artificial de la heroína. Tras una sobredosis y un largo proceso de desintoxicación, este joven periodista cuenta su historia de enganche con una de las drogas más adictivas de cuantas se consumen en el mundo.

Juan Sebastián Lozano

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La probé por primera vez en 2008, en un apartamento de Chapinero. Me sentí muy cómodo, experimenté sensaciones y alucinaciones magníficas. Un viejo amigo de infancia me había presentado a unos barranquilleros que tenían una banda de rock. En el mejor momento de una de sus fiestas, me pasaron un porro con un poco de “H” de condimento. Terminé tumbado en un sofá y dormí plácidamente durante diez horas. Repetí la experiencia con ellos un par de veces en el transcurso de dos semanas. En los días siguientes al consumo, me sentía más deprimido que de costumbre.

Volvía a la casa de mis nuevos “amigos” como un autómata, con la excusa de oírlos tocar, y un día, como era de esperarse, terminaron diciéndome que ya era hora de que comprara mi heroína, que ellos me presentarían a su dealer. Un mes después lo llamaba a diario. Me engañaba a mí mismo diciéndome que lo hacía para experimentar y escribir sobre el tema.

Meses después, la búsqueda del placer inmediato hacía que descuidara todo lo demás: los proyectos más simples, mi rutina de estudios, algún trabajo de momento, la cordialidad familiar, los amigos, las mujeres. Hacía todo lo que estuviera a mi alcance para comprar heroína y encerrarme con ella en casa.

La cantidad para un día costaba $10.000 y el gramo, $30.000. No era fácil conseguir dinero en esa época, sólo contaba con lo que me daban mis padres, a quienes manipulaba y engañaba; por eso nunca tuve necesidad de robar, aunque más de una vez contemplé la posibilidad de hacerlo.

Cuando duraba varias horas sin consumir, sentía que me enfermaba de nuevo, estornudaba, bostezaba continuamente y me daban escalofríos.

Viajé a la Costa con mis padres en las vacaciones de ese año, y al segundo día de estar allá mi abuela encontró la poca heroína que pude llevar y la escondió. No podía protestar. Todos fingimos que no había pasado nada. A pesar de haber visto Trainspotting, Réquiem por un sueño y otras películas sobre heroinómanos, no era consciente todavía de la magnitud del síndrome de abstinencia. Un viejo consumidor me había dicho que alguna vez en una clínica le habían dado clonidina, un medicamento para la hipertensión, y que éste había menguado los síntomas de abstinencia o “mono”. Compré una caja de clonidina y unos analgésicos comunes, pero no funcionaron. La primera noche, a los síntomas ya descritos se sumaron unos fuertes espasmos
musculares que me impedían estar quieto en la cama. Tomé más clonidina y empeoró la situación. Sentía una debilidad extrema y no pude dormir durante casi una semana.

En esas vacaciones logré recuperarme, y como el protagonista de Yonqui, de William Burroughs, empecé a salir mucho y a tomar bastante alcohol. Como la heroína es una droga para estar encerrado en casa y en sí mismo, cuando se deja dan ganas exageradas de socializar, de tirar, de bailar. No dormía bien, pero no me sentía cansado. Me prometí que jamás volvería a consumir.

Al regresar a Bogotá, llamé al dealer y compré una bolsa de $10.000, con la intención de drogarme sólo una vez más. Esta vez decidí fumarla sin marihuana. Preparé lo que se conoce como un
“chino” o “dragón”, que consiste en poner un poco del polvo marrón en un papel de aluminio, calentarlo por debajo con un encendedor y aspirar con la boca el humo que sale del papel. Sin la marihuana el efecto me gustó más, sentí mucha energía y ganas de caminar, tuve pensamientos agradables por varias horas.

En las esquinas donde me citaba el dealer, vi gente de todas las edades y condiciones: jovencitos novatos entusiasmados, viejos resignados, punkeros, médicos, profesores y gente de corbata; tipos muy pálidos y casi sin pupilas, medio muertos, que contaban orgullosos sus robos y aventuras para conseguir la dosis diaria. Algunos me dieron los números telefónicos de otros dealers, porque es un riesgo depender de uno solo, ya que lo normal es que al principio te vendan mercancía de calidad, barata e incluso que te la regalen, y cuando ya estás enganchado rebajen la sustancia y aumenten el precio. Siempre llegan tarde a las citas para enseñarte quién es el que manda.

Metido de cabeza en esto conocí a personajes indolentes que parecían resignados a su suerte, como enfermos terminales. Leo, uno de ellos, vendía y estafaba a los clientes novatos para asegurar su consumo gratis. Una tarde nos metimos a un baño público a fumar “chinos”. Cuando alguien se dio cuenta y gritó que iba a llamar a la policía, Leo salió y le dijo que yo era el delincuente. Aquella vez alcancé a escapar. Kike, un tipo que a veces me vendía “H”, le había robado un televisor a Leo y Leo después le robó varios gramos y juegos de Xbox. Un día, en mi casa, Kike lo atacó con un cuchillo y Leo escapó. Ambos me robaron.

Por curiosidad, una tarde decidí inyectarme; de ahí en adelante la adicción se hizo más intensa y apremiante. Sentía una corriente por las venas que terminaba con un golpe en el cerebro, y luego
era como estar en el mar con una sirena. Me sentía como una especie de vampiro que no cedía ante el guion aburrido y lleno de esfuerzos innecesarios que le imponía la sociedad para ser un “hombre de bien”, un esclavo metido en la carrera por el dinero y el éxito social

Cuando ya llevaba unos meses inyectándome, apareció una exnovia. A pesar de enfurecerse cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo con mi vida, intentó ayudarme, pero fue imposible.
Como en la canción Heroin, de Lou Reed, le dije que debía aceptarme así, que tarde o temprano dejaría de consumir, que sería un hombre valiente y responsable y que trabajaría con seriedad. Pero ella no me creyó y volvió a irse.

"Llega un momento en que ya no hay espacio en las venas para inyectarse… Cuando me desperté luego de una sobredosis, estaba en una clínica conectado a una máquina, con la mitad de la cara llena de costras y mi madre sentada a mi lado, rezando. Había comprado una heroína de mejor calidad que la anterior y el cambio fue casi letal."

Dos años después de estar inyectándome habitualmente, recurrí desesperado a la ayuda de una psicóloga que me había recomendado el viejo amigo con quien había consumido la primera vez. Estuve dos semanas en una fría cabaña al norte de Bogotá consumiendo metadona, un opiáceo legal que genera analgesia y sedación pero no euforia. Allí, un grupo de cinco personas con problemas similares hacíamos algunas terapias psicológicas y sesiones de relajación, meditación y sauna. Sin embargo, dos semanas no son tiempo suficiente para desacostumbrarse a algo tan fuerte. Al salir, tomé metadona por un mes, pero finalmente volví a consumir.

Continué un año más en la rutina de la inyección, hasta que la situación se hizo insostenible. Llega un momento en que ya no hay espacio en las venas para inyectarse. Ya están demasiado afectadas. Y, mientras tanto, el dinero no alcanza ni la farsa puede continuar. En una ocasión tuve una sobredosis y alguien que me acompañaba llamó una ambulancia. Cuando me desperté, estaba en una clínica conectado a una máquina con suero, con la mitad de la cara llena de costras de sangre y mi madre sentada a mi lado, rezando. Había comprado una heroína de mejor calidad que la anterior y el cambio fue casi letal.

Por presión familiar, ingresé a una costosa clínica de salud mental para desintoxicarme. Allí me dijeron que la mejor manera de dejar la heroína era estar encerrado varios meses, mientras cumplía con un programa de deshabituación. Compartí sobre todo con gente diagnosticada con depresión, bipolaridad y esquizofrenia.

A los quince días me trasladaron a una bonita finca a las afueras de Bogotá, donde estuve internado durante ocho meses. Tuve que adaptarme a una disciplina, cumplir con unas actividades lúdicas y terapéuticas, trabajar en una huerta y asistir a reuniones de grupos de adictos. Había cerca de doce personas, de distintos oficios y edades, adictas a la cocaína y al alcohol; el único que conocía la heroína era un francés que se había inyectado por veinte años y tenía las manos hinchadas por un problema en las venas.

Llevo nueve meses sin consumir heroína. Me siento más libre, tranquilo, reconciliado con el mundo. La vida no es bella en general ni mucho menos. La historia de bastante gente está llena de dolor y sufrimiento, y consumir sustancias tan fuertes y riesgosas finalmente los aumenta. No conozco al primero que pueda controlar su consumo, aunque dicen que existen.

Algunos rehabilitados y sabios dicen que el consumo de heroína es un escape cobarde, una renuncia a la guerra vital y a una derrota valerosa, un camino de egoísmo extremo. A diferencia de la adicción al bazuco, sin dinero no se puede ser yonqui. Sobre todo, es una muy mala opción para relajarse, una sustancia demasiado adictiva y extrema que genera una abstinencia de los mil demonios.

Ahora experimento la mesura en general, estoy mejor. O eso quiero creer.

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