
¿Cómo farrea un colombiano en una fiesta sexual alemana?
Un fotógrafo bogotano, sin nada mejor que hacer un Viernes Santo, decidió asistir, en compañía de su novia, a una juerga caliente en Berlín. Esta indecente fotocrónica se desarrolla entre tacones, mallas, música electrónica, desnudez y hasta cumbias típicas de nuestro país.
Viernes 25 de marzo, plena Semana Santa. En otras épocas sería un día de pasión religiosa, en el que lo normal hubiera sido levantarme temprano para asistir a la misa del viacrucis con mi mamá y luego ir a comprar pescado fresco. Pero ya no transcurren esos tiempos, ni estoy en Bogotá.
Son poco más de las 12 de la noche en Berlín. Tras un breve viaje en tren, camino un par de cuadras para cruzar el puente que atraviesa el río Spree. Como una premonición de la noche que se avecina, un argentino me pide el favor de tomarle una foto con la chica polaca que lo acompaña. Accedo y, sin el mayor pudor, se manosean los culos el uno al otro, se besan y sus lenguas juguetean frente al lente.
Cuando llego al lugar que busco, me encuentro con una fila que me hace recordar los viacrucis de la iglesia del 20 de Julio, en Bogotá. Sin embargo la escena es bastante diferente: jóvenes disfrazados con máscaras, sombreros y guantes de cuero se forman junto a una línea de mujeres en faldas cortísimas y mallas, maquilladas con colores oscuros y rojos vibrantes. La puerta, que es vigilada por tres alemanes gigantescos, da hacia el patio de una vieja construcción de la posguerra, donde al parecer antes funcionaba una fábrica y ahora sirve como espacio para fiestas underground.
Tras hacer la fila y pasar el filtro, otros dos guardias alemanes me piden en claro acento inglés que les deje ver mi teléfono, al cual le ponen un sticker redondo frente al lente de la cámara. Repiten en inglés y también en alemán que está prohibido tomar fotos. Uno de los guardias encuentra en mi bolsillo otra cámara —con la que tomé las fotos para esta crónica— y me recuerda que está prohibido usarla.
Ya dentro del lugar, lo primero que atrapa mi atención es la proyección de videos pornográficos de los sesenta sobre las paredes: mujeres con grandes caderas, tetonas y con vaginas peludas tienen sexo sobre sabanas rojas de satín y seda beige.
Mi novia me saca del asombro y me pide que la espere mientras deja su chaqueta en el guardarropas. Para ella, que vive en Berlín hace años, todo esto es completamente normal. Pero esta es mi primera vez en una fiesta hardcore alemana y no puedo dejar de mirar con asombro las parejas que van y vienen, que suben y bajan las escaleras, que dejan chaquetas, camisas y hasta pantalones en el guardarropa.
Fui educado en una familia católica y asistí a un colegio de la arquidiócesis de Bogotá. No sé qué pensaría mi mamá o mi papá si me vieran en estas. ¿Cuántos pecados estaré cometiendo al observar toda esta lujuria? ¿Cuántos círculos del infierno penetro este Viernes Santo mientras subo al segundo piso del lugar? Veo trajes de conejo, vestidos de látex, mallas, tacones, pezones y guantes de seda.
En el segundo nivel de este sitio la niebla creada por el cigarrillo me entorpece la visión. Logro distinguir un hombre momia que muestra abiertamente sus genitales, y a su lado, una mujer vestida solo con una chaqueta militar, maquillada para simular heridas y sangre, baila al ritmo de música tecno. En Berlín, como en Viena, aún es permitido fumar en lugares cerrados.
Me voy adentrando y la música se hace más pesada. Decidimos buscar el bar mientras empujamos nuestros cuerpos entre una masa uniforme de seres prácticamente desnudos: tetas, culos y pipis están por doquier, y a la orden. Yo, como algunos otros, no veo la necesidad de andar en calzoncillos mostrando mi barriga, que con los años y la cerveza ha aumentado considerablemente de tamaño, pero siento el deseo de abrirme la camisa cual guajiro o latin lover y hacer parte de esta multitud arrecha.
Contrario a lo que pensábamos, acceder al bar fue muy fácil. En los 3 pisos que conforman la casa hay 5 barras en total, cada una paralela a un salón con su propio DJ, y cada salón se compone de diferentes cuartitos. Y en cada cuarto pasan cosas. Uno de ellos huele a marihuana y hay gente bailando dentro, otro tiene una cama con sábanas de cuero en la cual dos mujeres vestidas de enfermeras se besan y tocan, rodeadas de mirones.
Hay cuartos que tienen pequeñas buhardillas a las cuales se accede a través de escaleras tipo camarote. Pesadas cortinas resguardan a parejas o tríos que en esas habitaciones, en medio de la oscuridad, se revuelcan.
Una sirena con cara y cuerpo de hombre canta música de ópera con una voz celestial en otra de las habitaciones, decorada con sedas azules y verdes, conchas y estrellas de mar. Este parece el fondo de un océano travesti.
No puedo dejar de mirar el reloj. Pronto cantará el gallo. Ya envuelto por el efecto del alcohol, le susurro algo a mi novia en el oído y nos besamos sin pudor. La adrenalina de este sitio se apodera fácilmente de cualquier cuerpo.
Decido entonces que es momento de tomar fotos; ya no me importan los alemanes de la entrada. Saco mi cámara del bolsillo y le monto un rollo de alta sensibilidad que me permita tomar fotos a escondidas sin usar el flash. De repente, todo se aclara ante mis ojos. La gente no se molesta cuando ve la cámara, por el contrario posa e interactúa con nosotros.
Un hombre en calzoncillos y tirantas de cuero se acerca y me invita a un cuarto junto a un “confesionario” en el que otro tipo con la misma pinta de él se encuentra amarrado de espaldas a una cruz, mientras una emperatriz castiga su espalda con esmerado erotismo. En el sitio hay veladoras e imágenes religiosas que me hacen recordar de nuevo la Semana Santa. Sin embargo este cristo es en realidad un esclavo sexual y el confesionario es ocupado por una pareja gay que se "confiesa", el uno al otro, mientras esperan su turno para ser crucificados.
A mi novia y a mí nos mata la curiosidad, entonces le pedimos a nuestro captor que nos fustigue en los brazos mientras nos besamos. El dolor, al principio, no se siente, todo es adrenalina, sin embargo, pasados unos minutos las carnes se tornan rojas y el dolor se hace palpable, señal suficiente para abandonar esta especie de iglesia fetiche.
Después encuentro un cuarto que tiene el marco de la puerta adornado como los labios de una gigantesca vagina de plástico, en el que solo hay un gran sofá circular. Paso al siguiente, en el que un hombre, claramente drogado, salta completamente desnudo junto a un tubo de pole dance. La música de la fiesta ha sido en su mayoría electrónica, no obstante, un sonido familiar llama mi atención: me acerco a una habitación en la que suena lo que parece ser cumbia colombiana.
Al entrar al que decidí llamar el cuarto de la tetas (no solo por tener decoradas las paredes con tetas plásticas, también por la cantidad de mujeres en toples), encuentro una pareja de coterráneos bailando alegremente. El DJ debe ser colombiano pues, canción tras canción, los ritmos de mi país, y otros destinos latinos, contrastan con los del resto de la casa.
En una esquina, un tipo de aspecto punk, con cresta amarilla, mueve su cabeza al ritmo de ‘La masa’, de Silvio Rodríguez (sí, leyó bien, Silvio Rodríguez también suena en esta fiesta hardcore alemana), mientras se toma un trago de vodka junto a una bailarina de burlesque en lo que parece un cuadro surrealista de la canción protesta de los 80.
Esto era lo que me faltaba para terminar la noche: bailar cumbia y salsa mientras el azul culposo del amanecer se empieza a colar por las ventanas. Decido entonces abandonar la fiesta antes de que sea muy tarde y el guayabo me obligue a dormir hasta el Domingo de Resurrección.
Caminamos por las calles desoladas de Berlín aun sabiendo que los mejores DJs apenas están comenzando a tocar en aquella fiesta hardcore, que va hasta el medio día. Pero no importa, no me arrepiento, lo que viví ya fue suficiente para sentir el viacrucis.
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