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UNA CARTA A SERGIO URREGO

El colegio puede ser un lugar brutal para chicos como nosotros. El solo hecho de hablar en un salón de clase nos hace ganar el rótulo de “raros” o “freaks”. yo también me sentí encerrado, agredido, fui víctima de burlas y de maltrato físico.

“Bumerán que no volvió, libre soy”, Ely Guerra

Sergio, te escribo como si te hablara al oído, como si por accidente me hubiese cruzado con tus ojos negros ese 4 de agosto pasado mientras caminabas por los pasillos de aquel centro comercial y tarareabas en tu cabeza una oscura canción de Pink Floyd. Sí, te hablo con la sensación de haberte conocido antes, porque en cierta forma ya te conocía, porque he visto esa misma mirada tuya en un lugar ya transitado: mi propia adolescencia. 

Hay mil formas de matar a un ruiseñor, pero existe una más efectiva que la espina que atraviesa su frágil corazón, y esa fue la que detuvo tu vuelo, la que te quebró las alas que no pudiste desplegar en tu caída: la censura de una sociedad hipócrita que siempre estará presta a juzgar, que siempre procurará hacerle zancadilla a todo ballet libertario, a toda manifestación libre que se balancee en el viento. 

Tú, Sergio, representabas una clara amenaza para esos supuestos valores rancios que pretenden inculcar a cucharadas de catequesis ciertas instituciones estudiantiles de este miserable país. Algunos te tildan hoy de cobarde, otros te proclaman héroe, otros  santo. En los últimos días, tu fotografía ha estado en todas partes, en diarios y revistas, en todas las redes sociales. Tu mirada de niño rebelde me provoca suspiros y, por qué no decirlo, “malos” pensamientos. Tus últimas palabras están escritas en un par de cartas que le dejaste a tu familia y en tu muro de Facebook, en donde le gritaste al mundo que ese 4 de agosto te despedías de él sin ningún remordimiento.  

Sergio, al igual que tú, yo hice el bachillerato en un colegio de clase media donde los prejuicios pululaban como moscas sobre una pila de excrementos. Eso fue hace más de dos décadas. Para que te miraran raro solo se necesitaba que pertenecieras a una doctrina religiosa alterna, o que escucharas alguna música que al resto de tus compañeros no les gustaba, o que fueras hijo de una madre soltera, o que fueras gay, gordo o negro. Fueron años difíciles. Los profesores y la coordinadora de disciplina se referían a mi como “el alumno especial”, o “el joven problema”. Las visitas al consultorio de psico-orientación eran constantes. Le endilgaban la culpa de mi homosexualidad a mi madre, a mi supuesta crianza mimada. Me sentía encerrado y maltratado. Fui víctima de burlas, de agresiones físicas, pero aún así permanecí en pie. Tuve fuerzas para aguantar, porque intuía que años después toda esa rabia y esa desesperación la volcaría en mi pasión por la escritura. Tú, Sergio, tomaste otra vía, y por lo que veo, mi niño, las cosas no han cambiado mucho desde mi ya lejana época de bachiller. 

El mundo a veces es cruel y se ensaña con sus criaturas más pequeñas, pero otras veces es bueno y te da la oportunidad de refugiarte, de nacer. Al mundo, Sergio, llegamos dando alaridos, todavía con un pedazo de útero en la boca, y aunque hayamos ya interrumpido el llanto primigenio, no dejaremos nunca de derramar lágrimas cada vez que uno de los nuestros sea perseguido, atado, obligado a revelar el secreto que nos une. De esta forma, en este pedazo de cielo, desnudos y atravesando en hordas el desierto, nosotros, los llamados a renacer, hoy recibimos gustosos la lluvia de fuego que se gesta en el horizonte.

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