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Galeano y Grass

 

Dos escritores que tenían la grandeza suficiente para hablar en nombre de sociedades enteras, de ser abanderados del que no puede manifestarse ni expresarse, ya sea por falta de educación o de medios.

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Uno, Galeano, escribió en su mayoría sumas de fragmentos donde condensaba historia, antropología y literatura. El otro, Grass, se caracterizaba por los libros extensos, sobre todo novelas, presas de visiones ácidas, desencantadas de la supuesta comodidad alemana, aún europea. Los hermanaba el hecho de que la política no era para ellos una pose partidista ni demagógica.

Cuando Galeano narra, por ejemplo, la decoración con flores y lentejuelas que le presta la actriz y directora teatral Patricia Ariza a un chaleco antibalas, está hablando de una convicción muy nuestra, la de procurar las celebraciones y los jolgorios en medio del horror, que resumen sin dilación –con un gesto certero y de gran poder estético– cómo son los movimientos sociales suramericanos, y además sus a veces derrotadas revoluciones, festejos de lo vital ante el desamparo de la muerte.

Para Günter Grass el compromiso político fisuraba la existencia personal de la familia, el barrio o la aldea. En Mi siglo relata los modos sutiles de reclutamiento usados por las Juventudes Hitlerianas (apelaban al sofisma de sacar adelante a la familia y también al honor, curiosamente soslayándolos), mostrando con certeras pinceladas la estupidez fanática no solo del pueblo germano sino de esas sociedades que se llaman a sí mismas “desarrolladas”.

Quizás por cosas como estas han dolido tanto en algunos sectores las muertes de los dos escritores, tenían la grandeza suficiente para hablar en nombre de sociedades enteras, de ser abanderados del que no puede manifestarse ni expresarse, ya sea por falta de educación o de medios.

Y quizás por esto es tan difícil reemplazarlos en el tiempo presente. No debido a la falta de escritores preocupados por grandes problemáticas sociales sino por algo más simple y más terrible: pese a la subsistencia de narradores o de poetas interesados en ser voceros o cuando menos en develar las penurias y las luchas populares (conviene mencionar al peruano Daniel Alarcón, a la española Ana Pérez Cañamares o a la norteamericana Zadie Smith) estas temáticas poco les importan ya al grueso de los lectores en Occidente, más pendientes de la literatura del yo, de las historias personales y del regreso de los textos de tendencias específicas como la Ciencia Ficción o el Policíaco.

De ahí que las reacciones entre universitarios, periodistas, comentaristas o gente del común en torno a estas pérdidas para la literatura sean más manifestaciones de un fariseísmo rancio que conciencia cierta del vacío dejado por Grass y Galeano. La actitud del opinante promedio es hablar sin mayor conocimiento del valor de escritores o figuras públicas muertas. Es una moda que dura, gracias a la fortuna, uno o dos días. Después vuelven a olvidarlos, también por fortuna, y es ahí cuando quedan en manos de quienes deben quedar: de los lectores fieles, silenciosos, honestos, gentes que no necesitan andar exhibiendo un cartel donde diga cuánto los extrañarán.

Más allá de los memes con frases sin contexto, más allá de esos suspiros y lágrimas de cocodrilo por escritores que a lo sumo son conocidos entre el gran público gracias a un par de libros, sobreviven las obras, aun en mora de ser estudiadas con aplomo, asimiladas e inscritas dentro de nuestras propias historias colectivas.

Para Eduardo Galeano nada mejor que desearle, desde aquí, el destino de esa cámara fotográfica inventada por Grass en ‘La caja de los deseos’, un instrumento capaz de retratar el futuro y el pasado en conjunto, con toda su carga de alegría y pesadumbre. Y para Günter Grass la habilidad de ese personaje recreado por Galeano, Miguel Mármol, a quien mataron muchas veces pero siempre se libraba de la muerte como quien sacude polvo de su saco.

En unas cuantas palabras, solo pedimos poder acompañar su inmortalidad de aquí en adelante. Bien ganada la tienen.

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