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Elogio de la zona de confort

Evitar como a la peste las zonas de confort es el credo de tanto experto moderno en emprendimiento y coaching de crecimiento personal. Al diablo con la adicción al movimiento constante.

El lenguaje empresarial norteamericano terminará por acaparar todos los aspectos de nuestras simples vidas suramericanas hasta las patologías más humorísticas (y por tanto más tristes). Hablamos de lo multiviral, de interactuar, de innovación, de coaching como si estuviéramos participando en capítulos especiales del reality show que se graba en las oficinas y locales donde trabajamos, en las aulas donde estudiamos o dentro de nuestras casas. Nos sentimos superestrellas cinematográficas o televisivas y nos creemos obligados a movernos y a conversar como si estuvieran poniéndonos una cámara delante para que un público invisible observe nuestras luchas y esfuerzos, nuestro emprendimiento.

En medio de esas ficciones a través de las cuales imaginamos ser héroes incomprendidos, los apoyos indudables son esos canales donde podemos (donde las corporaciones nos dejan) mostrarnos: Whatsapp, Facebook, Instagram, Twitter. Ahí, no enfrente de los jefes ni de ninguna persona de carne y hueso, procuramos sobrellevar tragedias laborales, personales, existenciales. Que no siguen el libreto de un melodrama ni poseen la carga sensiblera del espectáculo mediático, pues resultan más bien aburridas, rutinarias, predecibles. Es claro: también nuestros sueños se acoplan a la jerga del emprendimiento gringo. Por eso no son pocos quienes aspiran a llenarse de billetes en tres años o menos, igual que sus ídolos, profetas improvisados o hábiles comerciantes como Steve Jobs o Mark Zuckenberg.

El concepto “zona de confort” es una de las falacias más extendidas y vendidas por la mentalidad empresarial contemporánea. Según muchos gurús y analistas administrativos, adaptarse a un lugar de habitación o a un sitio de trabajo e intentar desempeñarse ahí del mejor modo posible es una actitud imperdonable, propia de perdedores y de gente poco emprendedora. La actuación correcta sería abandonar esas instancias donde aparentemente nos encontramos cómodos y partir en pos de las quimeras prometidas por el ancho y generoso mundo: ser tu propio jefe, innovar, expandir tus redes, convertirte al fin en un “referente”. Por desgracia la realidad está lejos del rascacielos neoyorkino y de Silicon Valley. Aquel que intenta tener su propia empresa en países como los nuestros se enfrenta a descarados montos de impuestos, a gigantescos pagos arancelarios, a no caer en la economía informal. La distancia entre un emprendedor posmoderno y un vendedor ambulante bogotano es, si se mira bien, muy corta.

Por otra parte, la zona de confort no es tan cómoda como pretenden hacernos creer los mercaderes de la unión americana. Obtener un empleo cualquiera, un lugar para vivir, un modo de supervivencia es difícil. Y perseverar, echar raíces, dar frutos, es más complejo y más abstruso de lo que parece. Debido a la rapidez demente del mundo actual, el ansia de novedades y las búsquedas de libertad instantánea hacen ver a las escasas oportunidades de vivir en sociedad con gran insatisfacción. A la persona que pretende construir su historia desde un solo nicho, como empleado, o cumpliendo modestas funciones operativas, se la considera “estancada”, “conformista”, “acomodada”.

Lo que los emprendedores norteamericanos desconocen es que las oportunidades brindadas por nuestras burocráticas y violentas naciones se cuentan con los dedos de las manos o son inexistentes. Valdría la pena meditar en las ofertas laborales y mercantiles de una nación como Estados Unidos y compararlas con las nuestras para concluir que los únicos con capacidad para salir de la zona de confort son los que nacieron, y viven, en América del Norte.

Afincarse en la zona de confort y tratar de aportar o de crear a partir de las propias capacidades alrededor de un radio limitado de acción no es reprochable. Si de demostrarlo se trata, observar a cientos de artistas que no necesitaron moverse ni cambiar de trabajo cada seis meses, que se quedaron en sus barrios, aldeas, apartamentos y además concibieron importantes obras de carácter universal es una buena comprobación. Si la prueba artística no es suficiente, ahí está el ejemplo de Rafael Molano, un hombre de provincia que sin salir de su casa familiar ideó los productos Ramo, paradigmas de la industria al estilo colombiano.

Es posible que desde donde estamos en este preciso momento hagamos más cosas, seamos más productivos, que si soñamos con alcanzar la sofisticación gringa. Habría que pensar en abandonar, de a pocos, la otra zona de confort, la que sí es peligrosa: esa que está inscrita en nuestras pantallas de computadores y teléfonos y que nos hace sentir tan seguros de nosotros mismos.

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