Cultura para pacificar
No han dejado de aparecer invitaciones a toques y presentaciones artísticas para mantener con vida el paro. Si bien son acciones y espacios que han servido no solo como catalizadores de la violencia sino también como lugares para que más personas empaticen con las causas de la protesta y se atrevan a unirse, para el autor de esta columna las acciones culturales que han ocupado el lugar de las movilizaciones han reforzado el discurso pacificador de un gobierno que a estas horas del paro solo ha dado evasivas.
A pesar de sus esfuerzos por mantener vigente el paro, las acciones culturales se han convertido en el pacificador ideal para el gobierno de Iván Duque. Mientras el presidente pasa sus días elogiando a la fuerza pública y al Esmad, aún respaldados a pesar del homicidio de Dilan Cruz y otras víctimas, colectivos, músicos y gestores se han dedicado a realizar actividades culturales con el objetivo de que más personas empaticen con las causas y las movilizaciones.
Sin embargo, la cultura en este paro, antes que incomodar, se ha convertido en una pacificadora excelente que valida el discurso estatal de la protesta social (la calmada, la mansa) y que sirve para suplir las necesidades de una clase que, por primera vez en mucho tiempo, empieza a empatizar con las causas sociales del país.
No se lo propuso así, sin embargo. Fuimos nosotros, manifestantes y medios de comunicación, quienes desplazamos la rabia de los últimos días con la ternura de una fiesta que no incomoda, de unos tambores y unas bandas que sonaron en el Carulla de la 85 y que aplacaron el dolor de que, entre otras cosas, hayan asesinado a un estudiante en pleno centro de Bogotá. Cuando quisimos sentir rabia nos pusieron a bailar.
Por estos días muchos se han quejado de que las marchas se han convertido más en una fiesta perpetua que en la continuidad de un paro contundente. Con estas afirmaciones le dan la razón a aquellos que se quejaban de que la gente no dejaba dormir con el cacerolazo o esos que pedían que se dejara por fuera de la manifestación al Transmilenio, pues los bogotanos necesitaban llegar a su trabajo. Sin embargo, no ha habido queja, ni Esmad que intervenga, frente a las acciones culturales a las que diferentes colectivos han invitado en Chapinero y otras zonas de la ciudad.
Basta ver lo que ocurrió el pasado miércoles, cuando por fin una movilización logró llegar más allá de la 116 interviniendo el norte de Bogotá, una zona que no suele verse afectada por las manifestaciones. Al tiempo que en Chapinero, el Parkway y el centro de la ciudad se llamaba a acciones musicales y artísticas que terminaron en una fiesta “revolucionaria” en Latino Power, quienes habían marchado hacia el norte tuvieron que soportar la presión de la fuerza pública resguardándose en la casa de vecinos del barrio y cerrando una jornada que dejó un manifestante malherido al lanzarse de un puente. La cultura estuvo bien para el gobierno, no le hizo daño a nadie, pero para “los desocupados” que estaban paralizando la autopista norte, sin duda, ameritaba usar al Esmad.
La cultura es importante, es cierto. Refresca y pluraliza la protesta social, puede hacerla más creativa y versátil en sus momentos más álgidos y convertirse en un generador de empatía, pero cuando se convierte en el ejercicio cómodo de una ciudadanía que se vende rabiosa, pero no hace más que concentrarse en los mismos entornos chapinerunos a los que nunca llegará la fuerza pública, se convierte en la boba útil de un gobierno que ha sido hábil para usar la cultura como pacificador. Afirmar, en estas circunstancias del paro, que esta revolución es cultural solo es posible cuando se habla desde el privilegio.
La cultura como pacificadora no solo tiene que ver con orquestas y cacerolas encendidas. También se trata de la cultura ciudadana que llama a no intervenir sobre el carril de Transmilenio, como si una movilización no tratara justamente de eso: buscar vías para hacerse visible. La cultura ciudadana que se refuerza con las nociones esquivas de paz y respeto al otro (convenientes según el caso), es también la regulación solapada de la protesta social ya no por la fuerza, sino por la intromisión de la moral que, como una bola, se tiran unos a otros los ciudadanos quienes, ante la mínima vía de hecho, se reprimen unos a otros.
Al gobierno en curso, que dice defender el derecho constitucional a la protesta a través de las manifestaciones que no le incomodan, le va muy bien una protesta “pacífica” (o debiera decirse, regulada) en la que, sin necesidad de intervenir con la fuerza pública, la gente deja de exponerse para reunirse en toques de diferentes géneros, minutos de silencio alumbrados con luces de celulares o asonadas con cacerolas nuevas, en fin, presentaciones que bien podrían hacer parte de la agenda de una semana cultural antes que de un paro nacional.
La cereza de este pastel de cultura pacificadora la dieron Enrique Peñalosa y la Alcaldía de Bogotá (los mismos que prohibieron las concentraciones en la Plaza de Bolívar, pues hay que poner el alumbrado navideño en Bogotá) cuando dieron vía libre y apoyaron el concierto del paro en el parque Simón Bolívar. Aunque los artistas tomaron la voz y decidieron que el concierto se llevaría a cabo en diferentes puntos de la ciudad, el respaldo de la alcaldía, que se comportó como el padre desesperado que le entrega el celular a su hijo para que se entretenga, es la prueba reina de que estas acciones pacíficas y culturales —sinónimos en la retórica institucional— no están tendiendo el impacto que podrían tener y parecen hacernos olvidar de los decesos que hemos tenido en los últimos días.
El solo gesto de la institucionalidad cooptando los reclamos de los ciudadanos y abriendo (muy empáticos ellos) un espacio para que la ciudadanía pueda cantar, da cuenta de que los ejercicios culturales no han estado a la altura de un paro que comenzó con contundencia a pesar del miedo y de que, con éstos, hemos dado vía libre a una cultura pacificadora que canaliza el dolor visceral de que nos maten y que llega hasta disfrutar el alcalde mayor. No se trata de salir a romper las calles, pero a este paso, ya solo falta que Iván Duque caiga mañana a la marcha con su guitarra y su balón.
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Cartel Media S.A.S.