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La estupidez de celebrar muertes

Por estos días taurinos y antitaurinos se lanzan comentarios incendiarios en las redes sociales a causa de la muerte en acción del torero español Víctor Barrio. Aunque unos juran que bailarán sobre la tumba del matador, esta problemática, como todas las que involucran manifestaciones culturales, no se soluciona con anhelos asesinos.

Lenin escribió que los enemigos además de parecerse mutuamente, mutuamente se necesitan. No logran vivir los unos sin los otros, hasta terminar creando una espiral de daños recíprocos en la que no puede entrar mediador de ninguna clase. Y el que se meta a mediar esos conflictos, a tratar de hacer entrar en razón a los contrincantes, lleva las de perder.

Las grandes causas colectivas han estado migrando a terrenos domésticos y de sencilla argumentación. Ahora son ideologías con gruesos elementos pasionales, y van desde el ecologismo o los movimientos que defienden la vida sana hasta los feminismos radicalizados o por radicalizar, así como la defensa animal.

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Cada uno de ellos aparte o en conjunto suelen dirigir con claridad sus dardos a objetivos muy específicos: buscan a sus enemigos con rapidez porque una ideología sin contradictores es inconcebible durante nuestras épocas indignadas y fanáticas. Por supuesto, esos contradictores no se van a quedar quietos mientras los acechan y los atacan. El enemigo es un fantasma que le da sentido a la lucha. A cualquier lucha, sea en un parque o en una nación entera.

Por razones de esta clase una persona como Gandhi, quien trataba de asumir las características de su oponente, tal vez de entenderlo antes de anularlo, fracasaría estrepitosamente sobre los escenarios del nuevo siglo.

Debido a estos motivos es que se ha tenido que presenciar el bochornoso suceso de la muerte frente a las cámaras del torero español Víctor Barrio —por una cornada implacable del toro al cual lidiaba— y los comentarios posteriores de quienes no solo rechazan la tauromaquia sino, excusándose en esa causa, festejan el fallecimiento de Barrio con una sevicia y una sorna dignas de asesinos seriales.

A la crueldad con que se filma el sacrificio del torero y del toro —por sí ya escalofriantes— se suman las opiniones y declaraciones sedientas de venganza con las cuales ciertos animalistas pretenden establecer su crítica visceral al toreo. Unos juran que bailarán sobre la tumba del torero fallecido. Otros celebran que haya muerto y esperan, y piden, que todos los toreros y los empresarios, los ganaderos, los aficionados, incluso los que habilitan a las plazas de toros y hasta los que las construyeron mueran del mismo o de peor modo. Al parecer lo importante es que escarmienten por ser taurinos. Que derramen tanta sangre como le hacen derramar a los animales. Para que, algún día, a punta de sus primitivos deseos venales, la denominada Fiesta Brava sea desterrada de este planeta.

Por desgracia para estos integristas antitaurinos, la discusión apenas inicia. Y esta problemática, como todas las que involucran manifestaciones culturales de amplio y hondo arraigo popular, no se soluciona con anhelos asesinos.

Existen muchas variables en el debate. Y, si se supone que formamos parte de sociedades democráticas (a veces. Ojalá), todas las partes del conflicto deben ser consideradas, oídas, al menos consultadas.

Aunque lo nieguen sus defensores, la tauromaquia es un crudísimo rito en el que se aplaude por igual el deceso de un potente animal y a la temeridad de quien lo liquida. Es el rezago de una cultura hispánica que se gloría del simplismo y de la atrocidad.

Del mismo modo, aunque lo nieguen sus atacantes, la tauromaquia es un arte, una manifestación de cierta estética que ritualiza a la muerte y convierte a ese rito en una metáfora de la supervivencia.  Tiene procedimientos y protocolos que rayan en la tortura, sí, pero que vistos desde otra perspectiva explican, a la vez,  nuestra condición animal y humana.

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Para que la gresca entre taurinos y antitaurinos abandone su condición emocional, ese absurdo enfrentamiento entre enemigos que se necesitan para poder debatir, inclusive vivir, habría que recurrir a soluciones un poco más racionales. Llevar la pelea, por ejemplo, de las redes sociales en internet (donde se suplica matanza y desquite) a instancias gubernamentales, en las que las leyes decidirían con alguna ecuanimidad si conviene o no permitir este tipo de espectáculos.

Si los involucrados en la pugna, de uno u otro lado, piensan que este tipo de medidas no es posible, habría que recordarles un caso digno de ser citado: la manera como se clausuró la plaza de toros de Barcelona en 2010, mediante la consulta popular promovida por el Parlamento de Cataluña, y cómo se llegó a un acuerdo entre rivales aparentemente irreconciliables.

Las lógicas de bandos que a la infamia responden con más infamia o que la añoran, conducen al incremento de la barbarie. Cuando los dogmáticos y devotos de sus ideas y de sus agremiaciones lo comprendan, quizás las cosas puedan verse mejor, entenderse. Y, por qué no, cambiar.  Mientras esto no suceda seguirán apareciendo personas con microscópica inteligencia que celebran la muerte de un ser humano.

Cuando hasta El Corán —libro sagrado del Islam— dice en un apartado: “La muerte de un hombre es la muerte de toda la humanidad sobre la tierra”.

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