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Regresan los niños de la guerra

Siguen los diálogos sobre la desvinculación de menores de 15 años de las filas de las FARC, pero tratar de entender para qué los usan los amos del conflicto aún es escalofriante. Tener confianza con la muerte y con matar antes de aprender a vivir es típico de una nación descompuesta que obliga a sus individuos a dejar de soñar.

Ya de entrada la sola imagen de niños o niñas que empuñan fusiles, morteros, bazucas o granadas, es aberrante. No tiene un significado cuerdo. Tratar de entender para qué usan menores de edad los amos del conflicto en esta guerra es peor de escalofriante: garantizar combatientes por muchas décadas más, cultivar una idiosincrasia, una estructura mental del odio, de la revancha y la crueldad. Quizás asegurarse de que reproducirán cultural y biológicamente más y más guerreros. Volver infinita la pelea ya que son infinitos tanto sus reclamos como sus justificaciones.

Los relatos que se han escrito en este país acerca de niños en las FARC, el ELN, las Bacrim o las AUC pisotean la tranquilidad y la dignidad de cualquiera. Los engañan, los coaccionan, les venden una solución para sus propias familias, los intercambian por sus hermanos y a veces incluso deben liquidar a sus amigos o familiares para ser aprobados en organizaciones dentro de las que ni siquiera les preguntaron si querían o no estar.

Tener confianza con la muerte y con matar antes de aprender a vivir: típico de una nación descompuesta que obliga a sus individuos a entregarse muy rápido, a dejar de soñar lo más pronto posible.

Lo paradójico y doloroso es que aquí hemos tenido esa interrupción, ese quiebre de la infancia desde hace mucho tiempo. Más del que quisiéramos reconocer. Los niños han colaborado en las guerras de la Independencia, en las guerras civiles del siglo XIX, en la de los Mil Días, en toda la época de La Violencia durante los años cuarenta y cincuenta. Hasta llegar incluso a un caso paradigmático por espantoso: el sicariato creado y fomentado por el narcotráfico de los años ochenta y noventa acabó, en palabras del director de cine Víctor Gaviria, “con toda una generación en Medellín”.

Y tal vez a eso pretenden llegar los amos de los conflictos armados: utilizar a los niños como una mercancía que se puede reemplazar fácilmente, cancelar toda noción de proyecto o de porvenir en aras de asesinar más, y también de hacer más plata.

Las FARC se están comprometiendo a devolver todos los menores de edad que pertenecen a sus filas. Como ha sucedido con gran parte de los aspectos en estas negociaciones, las cifras de unos se contradicen con las de los otros. Y son inevitables las declaraciones emitidas por funcionarios del estado acusando al grupo subversivo de mentir. La Unicef fue de pronto más ecuánime al decir algo no muy agradable para nadie: que ni las FARC mismas saben cuántos menores tienen.


La historia será severa con estos negociadores de la paz si se limitan a firmar los acuerdos y a convertir solo en espectáculo el retorno de unos niños a quienes deben darles una posibilidad ahora mismo.


Cuando entreguen a esos niños empezará el trabajo real con ellos. Eso que unos entendidos llaman resocialización, otros reinserción o desmovilización. Los intentos de adaptar a estos niños y jóvenes a un país que, hablando con sinceridad, está consagrado a feriar sus recursos y que tendrá pocas oportunidades para que esos pequeños guerreros salgan a formar tranquila y limpiamente una vida lejos del conflicto.

Con los anuncios del regreso de estos niños es inevitable recordar las consecuencias ruines que le deja a Colombia esta equivocada y vil mutilación de la niñez. Se puede más o menos intuir a través de la literatura nuestro escudo a la hora de enfrentarnos al absurdo. Tres escritores durante épocas bien diferentes narraron, sin ahorro de horror pero tampoco de belleza, el camino recorrido por infantes sometidos al combate bélico. La cruzada de los niños de Marcel Schwob, Las puertas del Paraíso, de Jerzy Andrzewejzky y Amuleto de Roberto Bolaño cuentan cómo los niños son motivados a ir a la guerra y terminan esclavizados, maltratados o muertos. Se ven desplomando sobre un abismo y lo hacen cantando, como escribe Bolaño de ellos.

Aquí, contraviniendo esas trágicas parábolas novelísticas, se está tratando de gestar una atmósfera para que los niños vuelvan. Ojalá no les prometan otro paraíso, pues eso es lo que menos encontrarán cuando regresen.

La historia será severa con estos negociadores de la paz si se limitan a firmar los acuerdos y a convertir solo en espectáculo el retorno de unos niños a quienes deben darles la posibilidad ahora mismo, no después de esas consabidas firmas, no después de los tan soñados premios internacionales que están buscando. Si de veras están comprometidos en el asunto les toca a los señores de las FARC tratar de no mentir, y a los señores del gobierno Santos, al propio Santos, dejar un dinerito de lo que ganan, guardan e invierten por ejemplo en proteger a Germán Vargas Lleras como prospecto de presidente, para blindar el futuro de esos niños enseñados a matar. También para que no pase algo peor si se lo niegan.

Porque no será suficiente con ofrecer unas cuantas condiciones materiales para esos niños madurados a la fuerza. Habrá que garantizarles empezar a vivir, no de nuevo, sino de verdad.

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