Héctor Buitrago, un camaleón del rock nacional
Su bajo y sus letras han marcado buena parte de la historia del rock colombiano y de su vida camaleónica: del punk pestilente al rock chamánico, pasando por una sociedad a prueba de fuego con Andrea Echeverri. A Héctor Buitrago le pasan los años, pero no ha perdido el espíritu contestatario de sus primeros toques con la banda que formó en el colegio. Perfil de un artista que no les come cuento ni a la fama ni al legado que ha construido desde las noches salvajes con La Pestilencia. Hoy vive a las afueras de Bogotá, es vegetariano, le canta al agua y sigue vigente con su creación más respetada: Aterciopelados.
El ensayo llega a una pausa. Héctor Buitrago se sienta en el piso, se recuesta contra la pared y repasa el setlist que tiene apuntado en una hoja arrancada de un cuaderno argollado. “Sorti queda bien al final; es el momento grunge”, dice.
Andrea se acerca, saca su lista, toma nota del nuevo orden de las canciones y cae en cuenta del tiempo que tocarían. “¿Pero dos horas? ¿Usted no era el que decía que qué pereza esos grupos que tocan dos horas?”, le recuerda. Él solo sonríe, dice que Milagros, la hija de Andrea, puede hacerles la batería en 'Sortilegio', se pone en cuclillas, coge el bajo y empieza a tocar los acordes de 'Anarchy in the UK', de Sex Pistols. La tecladista identifica la melodía y le sigue la cuerda: “Right! now ha, ha, ha, ha, ha… I am an anti - Christ, I am an anarchist”, canta. Él se une en el coro.
Si le dan dos minutos de respiro en un ensayo de Aterciopelados, vuelve a los sonidos de cuando empezó todo: el punk rastrero y callejero.
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Llegó la noche y Héctor quería entrar a Abbot y Costello, un bar en la calle 65 en donde ya el DJ tiraba temas de Judas Priest, Mötley Crüe o AC/DC. Iba con su chaqueta de cuero negro con taches traída de Inglaterra, que le aumentaba cinco kilos de peso, un peinado mohicano hecho por él mismo y botas militares. Llegó fresco con sus amigos, pero la farra no iba a ser tranquila: los parches de punks y metaleros que acechaban las noches bogotanas en los años ochenta, buscándose los unos a los otros, querían gresca.
Se acercaron a la puerta y unos metaleros que estaban por ahí rompieron botellas de vidrio y desafiaron a Héctor, ya compositor y líder de La Pestilencia, la banda de punk de la que más se hablaba en la ciudad. Les tocó salir corriendo del local.
“El guardia, sólo de vernos, nos apuntó de una vez con el revólver. Dábamos miedo, solo por las pintas que usábamos”, recuerda.
Aprendió a tocar el bajo después de que a sus manos llegara el instrumento marca Ibanez que usaba la mítica banda bogotana Génesis
Héctor Vicente Buitrago era un punkero consumado: anarco de pensamiento y rebelde de comportamiento. Antes ya había fracasado con Brigada Criminal, un grupo de hardcore punk que formó con compañeros del colegio Antonio Gómez Restrepo. Para algunos fue la primera banda de este género en Bogotá. Tocaron una sola vez, la mamá de uno de los miembros armó problema por la música que hacían, inspirada en lo que empezaba a escucharse entre los más conocedores y curiosos de los colegios: Chaos UK, Disorder, The Ramones.
“Con la llegada del punk yo me pude dedicar a la música. No tenía ningún estímulo musical en mi casa”, recuerda. Por ese entonces vivía en el barrio el Restrepo con su abuela Sagrario y su mamá, Doña Teresita Buitrago, que fue madre soltera y a quien le ayudaba a vender granos y frutas en una tienda de abarrotes en la plaza de mercado del barrio. El “Héctor” se lo puso su madre, como recuerdo de su padre: Héctor Salvador Buitrago, que murió en 1987 y fue dueño de la fábrica de alimentos procesados Don Roque. El “Vicente” lo puso su abuela, como homenaje a su abuelo materno.
Concierto privado de La Pestilencia. Héctor Buitrago (a la derecha), acompañado de Jorge León Pineda, Francisco Nieto y Dilson Díaz. Cortesía de Jorge León Pineda.
Ensayo de La Pestilencia en una terraza del barrio Restrepo. Héctor Buitrago (a la izquierda) saltando con Dilson Díaz y Francisco Nieto. Cortesía de Jorge León Pineda.
No tuvo hermanos con los que conviviera en el hogar, pero sí medio hermanos, hijos que su papá tuvo con otras mujeres. “En el entierro de él vi a una chica que se parecía mucho a mí. Compartimos un rato, pero después de eso nos hemos alejado”, dice. Sin hermanos en la casa y encerrado en su cuarto, escuchando el punk que programaba Radio Fantasía, aprendió a tocar el bajo después de que a sus manos llegara el instrumento marca Ibanez que usaba la mítica banda bogotana Génesis. Lo compró cuando un amigo del barrio lo invitó a una venta de instrumentos usados en la calle 19, el epicentro de la movida musical capitalina en una época en la que muchos jóvenes como Héctor empezaban a darse cuenta de que hacer punk era algo fácil, para lo que no se necesitaba un talento nato.
Con ese bajo en sus manos, Héctor Buitrago recibió la batuta del rock nacional. “Él fue el artífice intelectual y artístico de La Pestilencia”, afirma Jorge León Pineda, el baterista de la primera formación de esta banda, que empezó a gestarse a mediados de 1986 y sacó su primer disco en 1989. El primer disco de la banda, el único en el que participó Héctor, se llamó 'La muerte... Un compromiso de todos', grabado después de que él, con la cabeza sumida en el pensamiento de Bakunin, el filósofo anarquista ruso, ideara una crítica a una campaña institucional televisada de ese año: 'La paz un compromiso de todos'.
Resultaba apropiado. Pablo Escobar reventaba a Bogotá y Medellín a bombazos. Años antes, había mandado a asesinar a Rodrigo Lara Bonilla y a Guillermo Cano. Las letras de las canciones de Héctor Buitrago iban cargadas de aquella convulsión social y política.
Afiche de La Pestilencia hecho por Héctor Buitrago.
Lo dejó escrito en 'Fango', una adaptación de 'Evil', de The 4 Skins:
Anarquía es la solución…
Trece millones extraviados, un ministro asesinado, otros masacrados.
Barco ha naufragado.
“Héctor era muy maduro para la época de él, la tenía clara: anarquía y punk”, recuerda Jorge Pineda, que fue el primero en separarse del grupo al empezar a sentir la violencia que se apoderaba de las presentaciones de la banda.
La adrenalina no encontraba límite en los toques de La Pestilencia. Una noche, en un estadero de la calle 53, después de tocar las cinco primeras canciones, el pogo se salió de control. Llegó la policía. Vasos rotos, sillas rotas, la sala pelada, huesos rotos, heridos. “Apenas llegó la policía, Héctor a toda carrera se quitó las botas, que eran de uso privativo militar. Se quedó parado en medias, con el bajo en la mano y asustado, mientras Liliana de la Roche, su novia de entonces, las escondía”, cuenta Pineda.
“Por allá a los ensayos empezó a ir una chica caribonita, pelirroja, jovencita; creí que era gringa”. Nunca la presentó como Andrea. Al rebelde Héctor Vicente no le gustaba presentar a nadie
Esas noches de entrega al pogo, de sonido rastrero con la voz de Dilson Díaz, no eran posibles sin las convocatorias que hacía Héctor a través de los afiches que ilustraba a lápiz para cautivar jóvenes. Dibujaba calaveras, la A circulada, punks con crestas dándose en la jeta y agregaba el texto: Sábado 22, Calle 17 Sur Kr 12, Ciudad Jardín, 9 pm, $300, PESTILENCIA. Los carteles los pegaba por toda la calle 19 y en la tienda Mortdiscos, de la cual fue socio durante cinco años, desde su creación en 1987. Era un adelantado. De Europa le llegaban discos de Stormtroopers of Death, de The Clash, de Sex Pistols. “A Héctor esa música se la mandaban amigos de Inglaterra y Alemania y nosotros fuimos los primeros en traerla. Era música rara en esa época, música underground”, dice José Mortdiscos (lea también 'El sastre del metal').
En Buitrago y su banda se fijó el fanzine británico Across the great divide. Héctor envió fotos y datos de La Peste para una reseña que les iban a hacer. También consiguió que la revista Maximumrocknroll, un fanzine mensual de San Francisco (California) especializado aún hoy en la subcultura punk y hardcore, pusiera sus ojos en La Pestilencia, una banda que ensayaba en un cuartico del segundo piso de la misma casa en la que hoy sigue viviendo Doña Teresita.
“Por allá a los ensayos empezó a ir una chica caribonita, pelirroja, jovencita; creí que era gringa”, recuerda Jorge León. Nunca la presentó como Andrea. Al rebelde Héctor Vicente no le gustaba presentar a nadie.
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Son las 3:30 de la tarde del primer viernes de abril y en Bogotá diluvia. En la sala de ensayo suena una melodía inconfundible: 'Candela'. Paran. Andrea sale, vuelve, se quita los tenis porque se mojó, y se queda en medias. Se percata de la presencia del periodista y del fotógrafo después de que Héctor nos presenta a la banda.
“Tengo el pantalón lleno de barro, porque ayer fui a Fagua. Si me hubieran dicho que venía un señor con cámara, me pongo uno que no tenga barro”, dice Andrea, mientras se moja el dedo con saliva e intenta quitarle una mancha al pantalón.
“No, pero fresca. Eso se está usando así ahora”, le responde Héctor, que tiene puesta una sudadera gris, una media gris y otra negra, al mejor estilo funky que usa últimamente para andar más cómodo. Hace 10 años no se pone un jean.
Retoman 'Candela'. Andrea improvisa en la canción, como la quieren tocar en el concierto del 16 de abril en Bogotá: “Prendé la candela, caliente la aguapanela, la música suena, en el Julio Mario la fiesta está buena”. Todos le hacen los coros. A Héctor se le brotan los músculos del cuello, cierra los ojos y tira la cabeza contra el hombro izquierdo, mientras rasga su bajo Pedulla de color azul con detalles blancos. Terminan.
Tocan 'Candela', otra vez. La terminan y suenan los acordes de 'Sortilegio', esa canción de 1993 que Héctor Buitrago y Andrea Echeverri escribieron sobre el uso de hechizos para conseguir un amor imposible. Después de un solo de guitarra, Andrea canta: “Eres inmune a mis requiebros, repeles toda mi pasión, no escuchas a mi corazón, te portas como una basura…”. Acaban. Andrea se tapa los oídos y pega un grito. No le gusta. “No, pero fresca. Eso es porque hasta ahora la estamos montando”, la tranquiliza él.
Otro intento. Con sus gestos, Andrea indica que todavía no le gusta. “Esa es la que se está tocando”, la trata de calmar de nuevo Héctor. “¿La que se está tocando? ¿Cómo así?”, pregunta Andrea. Él se refiere a la de Rock al Parque. Otra vez la interpretan. “No está sonando a nada”, insiste Andrea. “Es que es noventera”, la tranquiliza Héctor una vez más. “No, pero ninguna otra suena noventera”, zanja el debate Andrea.
“Él para mi era el peligro, la llamada del fuego… Su punk, sus taches. Me acuerdo de salir cascada y con un chichón en el ojo de un concierto de La Pestilencia. Todo eso era atrayente”
Andrea no quiere que Aterciopelados suene a los noventa: no quiere sonar a bares, alcohol, fiesta, giras internacionales y premios. No quiere sonar a ese vértigo urbano que desató la banda durante esa década.
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Andrea Echeverri nunca había visto a un punkero. Al primero que vio fue a Héctor Buitrago en los conciertos de La Peste, en los que era normal que él dejara el bajo tirado en el escenario y se bajara al pogo a dar pata como uno más del público.
“Él para mi era el peligro, la llamada del fuego… Su punk, sus taches. Me acuerdo de salir cascada y con un chichón en el ojo de un concierto de La Pestilencia. Todo eso era atrayente”, recuerda.
Con Andrea ya rondando su vida, Héctor dejó La Pestilencia y dejó Mortdiscos, la misma tienda que su ex socio mantiene hoy en un callejón de la calle 22 con Séptima, al lado del Teatro Jorge Eliécer Gaitán. “Me retiré. Me aburrí un poco. Había mucha violencia”.
Hubo críticas por dejar La Pestilencia para irse con Andrea. Y más tarde recibiría críticas por el cambio en el sonido de Aterciopelados. “Cada vez que uno saca algo nuevo o diferente la gente quiere que uno se quede en lo mismo. Pero no. Yo lo hago por creatividad, por irme moviendo”, afirma Héctor.
También abandonó su carrera de Bacteriología en la Universidad de los Andes: hizo solo hasta tercer semestre después de que se le bajara el promedio y lo suspendieran. Intentó volver, pero pudo más el deseo de hacer música con Andrea y formar Delia y los Aminoácidos en 1990, la semilla de Aterciopelados y la ventana de un potente amor entre dos veinteañeros que rompió con las barreras impuestas por las clases sociales bogotanas.
“Yo era la niña que vivía en una casita gomelita de muy buen gusto en el Chicó; hija de papi y mami”, dice Andrea.
Contarles a sus papás que se iba a vivir con Héctor Vicente sin estar casados no fue fácil. “No les gustó Héctor. Eran elitistas. Me dijeron: “¿Pero del Restrepo?” O sea, ¿que qué? ¿Qué apellido? ¿Hijo de quién?”. La niña bien del norte se enamoró a primera vista del punkero ruín del sur.
“Él me parecía tan original. Yo en el fondo era un poco así, no quería ser como era todo el mundo. Y lo encontré a él”.
“Todos pensaban que Andrea era la líder, pero no. Había que hablar era con Héctor Buitrago”
Fue Barbarie, el bar de la calle 10ª con Tercera , en La Candelaria, el sitio que redefinió la movida alternativa de la noche bogotana, y el cimiento de la relación. Fue su negocio y su lugar de ensayo. Pero también su casa, en el segundo piso. Barbarie apareció como alternativa a la vida nocturna de la ciudad.
“La rumba tradicional no ofrecía ningún estímulo cultural. Se abrió una escena más cultural en esa calle de La Candelaria, con atención al público diferente. Era más orgánico, más informal, más alternativo”, recuerda Héctor, que se encargó de atender el negocio durante el año en que estuvo abierto, y compartió acera con Tranvía Bar, La Casona y Estación Central, el bar de Carlos Vives y Margarita Rosa de Francisco.
Cerró Barbarie, pero Héctor no paró. En la calle 146 con Séptima abrió Barbie, donde él mismo se encargaba de poner la música. Por aquel entonces tenía rastas y se hacía conocer como Héctor X.
“Yo era el DJ, ponía rock alternativo o new wave: Depeche Mode, Caifanes, Maldita Vecindad, Nirvana. Empecé a meter esa música en la escena. Los DJ’s de las emisoras iban y me preguntaban que qué era eso que yo ponía y después empezaba a sonar en la radio”.
Cuando el alcohol, las drogas y las mujeres se apoderaron de las noches de Héctor, Andrea empezó a ausentarse para manejar horarios más normales en su trabajo como ceramista. “Cuando yo iba a la rumba era bien. Cuando dejé de ir fue tenaz… Héctor era muy calavera. Era muy necio. Era terrible. Se perdía y yo sufría”, dice Andrea entre risas que no ocultan cierta nostalgia.
La pareja terminó, el bar cerró y ambos empacaron las maletas. Si algo le rompió el corazón a la en apariencia ruda Andrea Echeverri, la cara y voz femenina más representativa del rock local en los noventa, fue la ruptura sentimental con Héctor. “Cuando acabamos la relación yo volví a la casa de mis papás. Terminar con él fue también perder mi independencia”.
Héctor siguió su camino como empresario de la rumba alternativa. Abrió Vena Arteria, un bar en La Macarena con noches temáticas: allí tocó Mano Negra, dio un concierto que terminó sin control, con puertas rotas y la policía entrando al lugar. “Hasta llevamos un ring de boxeo”, recuerda Héctor.
Después montó Astrolabio, en la calle 86 con carrera 14. Muy cerca de ese bar, Andrea, sin Héctor, seguía con su cerámica y le llegó el ofrecimiento de cantar con la banda bogotana Distrito Especial. Él vio que la podía perder, al menos como la voz que le quería imprimir a sus proyectos musicales. Y se pellizcó.
“Nos metimos a Astrolabio a darle: era como una casa, con patio y un lavadero”, cuenta Andrea. “Era durísimo estar cerca de él… Ahí tocando y yo todavía entusada. Luego empezó a funcionar la cosa”.
En 1992, todavía sanando heridas, empezó a funcionar la que, para muchos, es la banda más importante del rock nacional.
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“Héctor es el alma de Aterciopelados”, dice tajante Julio Correal. Durante más de 10 años fue el mánager de la banda y llegó a trabajar con ellos después de que el bajista lo fichara, mientras se tomaban unas cervezas en Kalimán, otro de los bares que abrió Héctor en la calle 82.
“Todos pensaban que Andrea era la líder, pero no. Había que hablar era con Héctor Buitrago”, dice Correal al acordarse de una colaboración que Gustavo Santaolalla, ganador de dos Premios Óscar por las bandas sonoras de Babel y Brokeback Mountain, quería hacer con Aterciopelados. Cuando llegó al estudio donde trabajaba la banda, poco antes de empezar a grabar 'Gozo Poderoso' (2000), el productor argentino ninguneó a Héctor. Lo hizo a un lado, y toda la comunicación y atención la puso hacia Andrea. “Eso cayó muy mal en el ambiente y fue desastroso para lo que se pensaba hacer”, dice Correal.
A Andrea la veían sin Héctor y se le botaban a pedirle un autógrafo. A Héctor lo veían sin ella y muy pocos fans le pedían uno. Sin ella a su lado, él pasaba como cualquier peatón. “Si voy solo, uno que otro me pide autógrafos, paso más desapercibido. Siempre quise estar al margen”, dice Héctor.
Con su mano en el bajo y en la composición de letras estallaron con éxito, entre 1993 y 2000, los sonidos de 'Con el corazón en la mano', 'El Dorado', 'La pipa de la paz', 'Caribe Atómico' y 'Gozo Poderoso'.
“Yo componía más y apoyaba la producción. Andrea se encargaba de la parte artística y gráfica”.
'Con el corazón en la mano' los puso en la escena musical y 'Gozo Poderoso' los graduó como la banda más querida del país.
Fue el primer disco de Aterciopelados producido por Héctor Buitrago. El resultado: el primer Latin Grammy de la banda, cuya entrega se pospuso por los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington.
“Nos volvieron a llamar a invitarnos a Los Ángeles y Héctor de una me dijo: ‘marica, nos vamos a ganar ese Grammy’”, recuerda Correal.
Pero años antes de ese viaje para recibir el premio, ya 'La pipa de la paz' (1996) les había abierto las puertas de las giras internacionales y traído la primera nominación de un artista colombiano a un Grammy anglosajón.
Y vino una de las salidas que más lo marcó: la del 96 a Estados Unidos, que terminó con Andrea cantando 'En la Ciudad de la Furia' junto a Soda Stereo. Emocionado y con temblor en las piernas, Héctor vio entre el público la interpretación.
“No tuve la cercanía con Cerati que hubiera querido… y hubiera podido. Yo lo veía en sueños como una luz blanca grande, como el maestro de la música”, recuerda Héctor, cuyo interés por Soda empezó cuando su madre le regaló el disco 'Signos'.
Por la época de la publicación de 'La pipa de la paz', Héctor sentía que las prioridades en su vida no estaban claras, que había desorden, confusión. El yagé se le cruzó en el camino. Conoció a Antonio Jácara, un taita del Putumayo que armaba tomas de sanación con la planta sagrada en apartamentos y casas de Bogotá. Él asistió con Andrea y Manolo, hoy esposo de ella, y Mauricio Villamil, el amigo que los invitó la primera vez. “En alguna de las tomas sentí la muerte psicológica: una liberación; se me abría la percepción. Encontré muchos problemas y pude desatarme”, explica Héctor.
Dejó de tomar yagé durante una temporada y poco antes de 'Gozo Poderoso' lo retomó. Muchas de las letras de ese disco están marcadas por su experiencia con esta medicina tradicional indígena:
“Planta inteligente que no miente / Me abres el ojo en la frente / Me haces valiente si te tomo ritualmente”, escribió en la canción 'Chamánica'.
Y esto escribió en el tema 'A su salud': “La vida nos saluda imponente / A través de pócima celeste / Que venga, que venga, nada la detenga”.
Se convirtió en el abanderado de la corriente ancestral y ecologista de Aterciopelados, algo que cogió fuerza en sus dos últimos discos, también con la producción de Héctor: 'Oye' (2006) y 'Río' (2008). Así comenzó a transitar el camino del activista ambiental que es hoy: una faceta que plasma en ConEctor, su proyecto solista, y de la que fue testigo el país cuando se abrazó a una palmera que el Tino Asprilla, con quien compartía equipo en el Desafío 2004, de Caracol Televisión, había cogido a machetazos para hacer un refugio. Casi hasta las lágrimas, Héctor les pidió al Tino y a sus otros compañeros que dejaran de destrozar la planta. El Tino continuó con su tarea y a Héctor lo sacaron del reality. “Ya sé para que vine al Desafío: vine para ser el primer eliminado”, dijo en ese momento.
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Héctor Buitrago está sentado a la orilla de un riachuelo que sale de la quebrada La Salitrosa, en la reserva Van der Hammen, al norte de Bogotá. Es el Día Mundial del Agua y tiene una cita con un grupo de defensores del líquido (vea aquí 'Un cantoalagua con Héctor Buitrago en la reserva Van der Hammen'). Tiene una camiseta beige con la frase “Tabakito de Maíz”, como se llama una canción del segundo trabajo de ConEctor, y una sudadera gris y unos tenis grises con naranja. Su pinta habitual.
La búsqueda espiritual lo alejó del descontrol y el vegetarianismo, que practica hace 12 años, le ha ayudado a disciplinar su fuerza de voluntad
Sobre el césped, en posición de meditación y con los ojos cerrados, respira profundo. Se sube las mangas de la camiseta y deja ver dos tatuajes: un corazón atravesado con una estaca en el brazo derecho, idéntico al que tiene Andrea en el mismo lugar. Se los hizo durante su noviazgo Danny Tattoo, el mismo tipo que va en moto y le quita la chica a Héctor en el video de 'Baracunatana'. En el otro brazo tiene el mismo tigre de la portada de 'Con el corazón en la mano'.
Carolina Castaño, su esposa, una diseñadora textil que creó el colibrí de la portada del disco ConEctor, le agarra fuerte la mano. Están rodeados de un centenar de personas, entre las que hay familias de origen muisca, la abuela indígena Hicha Kaka Blanca, y jóvenes ambientalistas. Se juntan alrededor de una ofrenda al agua llena de manzanas y bananos y totumas llenas de agua. Una terapeuta musical hace sonar siete cuencos tibetanos, buscando crear un ambiente de tranquilidad y misticismo en torno a la quebrada.
Un niño con una cola de caballo que le llega hasta la cintura y boticas de plástico corre cerca de Héctor. Distraído con una tableta que lleva en la mano, se tropieza con él y lo saca de su concentración. Héctor le dice algo al oído y el niño sale a correr hacía otro lugar. Es Balán, su hijo menor y hermano de Sara Mitú.
Hace un año y medio vive con su familia en Tabio. Las pocas veces que viene a Bogotá a ensayar con Aterciopelados y a reunirse con Cantoalgua, un movimiento social que fundó en 2010 para crear conciencia sobre el agua, usa su jeep blanco o paga flota y Transmilenio.
En Tabio encontró el colegio perfecto para sus hijos, enfocado en educación alternativa y experimental. “Balán tiene ocho años y puede tener el pelo largo si quiere”, dice Héctor. “Les intenté inculcar la música, pero nunca pude. Les gusta el reggaetón y el pop que escuchan en la radio”.
Hoy le canta al agua. Su pelo y cara muestran el paso de los años, un dato que prefiere no revelar, y el recorrido que va del adolescente punk al compositor de rock psicodélico y chamánico. Del adolecente anarco que deambuló por la calle 19 vendiendo discos de punk queda poco: cuatro huecos de piercings en la oreja derecha y una cerveza de vez en cuando para acompañar un almuerzo. La búsqueda espiritual lo alejó del descontrol y el vegetarianismo, que practica hace 12 años, le ha ayudado a disciplinar su fuerza de voluntad.
“Él ahora es así de calmado porque de verdad fue muy loco”, dice Andrea. Cortó con muchos amigos. De las noches punks y violentas le quedan pocos. “Me gustaba el Héctor de la anarquía, de la rebeldía. No tengo nada que extrañar, ni envidiar de él”, reconoce José Mortdiscos, su antiguo socio.
Tampoco extraña Héctor, que ve su evolución camaleónica como una obligación para no perder la capacidad artística, la emotividad de crear; desde el sonido del bajo estridente del hijo único de los Buitrago Buitrago, de cresta y chaqueta de cuero, hasta desembocar en el padre de familia, respetuoso y cuidadoso del medio ambiente, que le dedica letras al agua y a la Pachamama. Ya no grita ni vocifera lemas anarcos; hoy su voz, y su música, transmiten la tranquilidad que le da su fortaleza espiritual.
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