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Fotos por Juan Manuel Beltrán

Rugen los garroteros: un viaje al Festival de la Tigra

Cada año los habitantes de Piedecuesta, Santander, salen de su rutina para recibir a artistas, músicos y visitantes que viajan para disfrutar de uno de los festivales más diversos y potentes de la escena nacional.

Nicolás Gómez // @ngospina14

Bajando de Palonegro a Piedecuesta me recibe una tierra partida, un cañón que se esconde bajo una ciudad conectada por viaductos y avenidas y que termina adentrándose en un valle rodeado de montañas. A solo 17 kilómetros de Bucaramanga está Piedecuesta, un pueblo de andenes angostos y calles empinadas que tiene dos iglesias en su parque principal y es parte de una de las cinco áreas metropolitanas más pobladas del país. Además de sus paisajes y su gente, Piedecuesta es también el hogar de uno de los festivales de música más interesantes del país que cada año reúne una gran diversidad de músicos y actividades para la comunidad: el Festival de la Tigra.

Estoy en el restaurante K-ñitas que existe desde 1980 en una de las calles principales de Piedecuesta. Por estos días aumentan los comensales del restaurante y su dueño, Ricardo, me cuenta que le emociona la idea de escuchar a “esos rockeros”. Y es que, desde hace cuatro años, se ha convertido en un plan para toda la familia sentarse en las escaleras de al frente de las iglesias para ver qué ocurrencias trajo este año Edson Velandia.

Velandia, que para muchos no necesita presentación, es un músico piedecuestano (o garrotero, como también se les conoce) que hace cuatro años creó el Festival de la Tigra para dar al pueblo un espacio de divulgación del talento local, así como para presentarles artistas de otras latitudes. Con la visita de artistas de la talla de las 1280 Almas o Las Áñez, el Festival se ha posicionado como un espacio ineludible para la música de vanguardia hecha en Bucaramanga y Colombia. Se trata de un festival que se la ha jugado por artistas que en muchos casos quedan excluidos de los circuitos de distribución tradicional como radio o prensa.

“El pueblo ha ido aceptando la posibilidad de escuchar otras cosas, ni  siquiera es que la vaya aceptando porque es la primera vez que lo escuchan. El hecho de que estén compartiendo el espacio y sentándose al lado de alguien que disfruta otra música ya es reconocerse y aceptarse con los otros”, me cuenta Velandia sobre la forma en que cada año el festival va adentrándose en la agenda garrotera.

Mirando el cartel de este año que tuvo nombres como Tumacuba, Ensamble Páramo o Malalma uno puede notar que la curaduría del festival tiene como norte poner en escenario a artistas con algo nuevo que mostrarle a la gente, por lo general anestesiada por la programación radial tradicional. La Muchacha, Motilonas Rap, Los Pirañas o Acid Yesit han encontrado en el Parque de la Libertad un espacio para acercarse a los garroteros y bumangueses que, como dice Velandia, “han encontrado en el arte y su diversidad una nueva forma de entenderse”.

Según cuenta, éstas son bandas que le están hablando a una comunidad que por tres años ha escuchado punk, champeta, carranga, pop o rock de todos los tipos y que a través de los diferentes talleres que se han gestado han aprendido de tamboras, de poesía y de composición musical. Una audiencia que ha crecido como público crítico, aunque esta no sea la intención de los organizadores.

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El Parque de la Libertad está partido a la mitad por un escenario blanco donde se ponen los pesebres a final de año y se presentan los artistas del festival. Es como una isla en la mitad del pueblo que permite que continúe la vida natural del municipio. En ese pedazo de plaza, repleto de gente de todos los rincones del país, se venden helados, cigarrillos, mango biche, cerveza y raspaos que hacen del clima estático y húmedo de Piedecuesta más soportable para preparar la fiesta del sábado.

Mientras Los Animistas ejecutaban su adaptación titiritera y colombianizada (con acordeones y en la costa caribe) de El Gallo de Oro de Juan Rulfo y los niños que pasaban caminando con sus familias se sentaban a verlos, en la iglesia de San Francisco Javier se llevaba a cabo un funeral. En medio del espectáculo el carro fúnebre se atravesó entre el público y la obra para recordarnos a algunos que estábamos de visita y que en el pueblo seguían las misas y la vida.

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La música pronto empezaría a ejercer su labor como imán. Apenas terminó la obra fue hora de que una de las bandas y apuestas más grandes del festival se tomara el escenario de la Tigra. Así llegaron Las Estrellas del Caribe, una super band fundada hace más de 40 años con músicos tradicionales que buscan enaltecer la música palenquera con la que ellos han crecido. En su primera vez en Santander, la banda llegó para conquistar los oídos que se rehusaban a escuchar a Dionisio y Bernarda, protagonistas de El Gallo de Oro, en sus ires y venires que ellos también habían disfrutado minutos antes.

“San Pedro no dejó hacer esta presentación anoche, por la cantidad de agua que cayó”, contó luego Germán Velandia, cuentachistes, coplero, locutor, presentador del festival y padre de Edson, en el micrófono.

La presentación de las Estrellas del Caribe dio lugar a la Cacica reinante del festival, el premio que se da todos los años a la persona más comprometida con el festival. Se trataba de Isabel Ramirez Ocampo o La Muchacha, como es mejor conocida, quien cantó con su voz familiar, canciones que hablan de los ríos, las montañas y hasta la injusticia laboral a la que se enfrentan a diario los trabajadores culturales en el país.

“[El festival] está hecho para mucha gente, no solo para el que quiera escuchar música en la plaza, sino que también van a los colegios, hacen charlas, hablan de mural y de otras expresiones, todo dentro de la autogestión. Es un escenario que demuestra que se puede construir si se hace desde la comunicación con la gente, invitándolos a habitar el territorio de otra manera desde la creación y la reflexión”, me cuenta Isabel luego de bajar de la tarima.

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Tras escampar un rato con Isabel una lluvia que parecía ‘espanta-bobos’, San Pedro y sus caprichos hicieron de las suyas con un aguacero que impidió que el evento continuara en el parque principal. La fiesta no murió, sino que se trasladó al Rey de Corazones (casa oficial del festival) donde Motilonas Rap estrenó su nuevo álbum El Canto de la Flecha con un concierto poderoso repleto de barras que se quedaban grandes para el espacio y que necesitaban ser escuchadas en esa plaza inundada no de gente, sino de agua.

(Conozca ‘La lucha indígena y campesina en el Catatumbo al beat de Motilonas Rap’)

“Es curioso lo que nos pasó ahorita en la prueba de sonido. La gente a veces es arisca en cuanto a lo musical, pero era muy bonito ver como se acercaban, escuchaban, aplaudían y entendían lo que queríamos contar regalándonos parte de su tiempo”, dijeron sus integrantes Sol y Denis.

Además de su visita al festival, esta agrupación aprovechó para grabar un tema con El Ruido de la Montaña, un MC de Piedecuesta que también quiere formar un festival de hip hop en el municipio. “Queremos mostrar una parte del Catatumbo en Piedecuesta, ver cómo podemos unirnos y crear cosas nuevas y solucionar problemáticas culturales. Este festival también invita a jóvenes y a adultos a experimentar el arte de otras formas”, cuenta Sol.

Presentaciones como las de Motilonas, Isabel o las Estrellas del Caribe son prueba de la capacidad del festival para romper las fronteras entre departamentos. Llevando un festival gratuito al pueblo de 120.000 habitantes los ritmos de otras tradiciones y latitudes, dan una lección a los festivales y encuentros del país que excluyen a quienes no pueden pagar un cover o no conocen a los artistas.

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Cada año la Tigra se esfuerza por poner en la agenda pública problemas minero-energéticos que afectan la región. Este año el festival le puso el ojo al agua y al riesgo que corre, por la explotación minera, el Páramo de Santurbán. Con una batucada conformada por los jóvenes de los colegios de Piedecuesta y comandada por el argentino Ezequiel Szusterman, músico integrante de la batucada Cafundó, se encabezó una movilización por las calles de Piedecuesta.  

La marcha por el agua que inició desde las afueras del pueblo en un parque donde el muralista Guache dejó su marca, se fue adentrando por las calles empinadas y angostas, a las cuales llevaron consignas como “¡fuera Minesa de Santurbán!”, que La Muchacha gritaba desde el techo del Bibliocarrito, invitando a la gente a que se juntara camino a la plaza donde continuarían los conciertos del domingo. Las caras sorprendidas salían por las ventanas al escuchar la algarabía que logró que alguno que otro decidiera ponerse la camiseta para juntarse a la comparsa.

El domingo, con el sol en su cúspide y justo cuando los feligreses desprevenidos salían de misa, R. A. T. A (Ruido Asqueroso Toxico Antisocial) animaba un pogo sobre las irregulares piedras del Parque de la Libertad mientras reventaba los parlantes con el poder de las guitarras, sus gritos y la batería desbocada del punk para hablar de las iglesias.

Con su capacidad de sorprender con cada artista invitado, del estruendo del punk la audiencia saltó a los ritmos contemplativos y complejos de las hermanas Juanita y Valentina Añez, Las Añez, quienes con la ayuda de un sampler y sus voces hipnotizaron a los garroteros. “Cualquier festival que se anime a ponernos es un festival arriesgado que no subestima a su público. No porque nosotros seamos lo mejor, sino que es algo que no es bailable o fácil de escuchar”, me contó Juanita.

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“Con la diversidad musical del festival presentamos la oportunidad de salirse de la monotonía de la programación de las ferias, ciertos festivales y las emisoras. Nosotros llevamos dos semanas haciendo actividades en colegios y veredas que tienen que ver también con arte y creación a partir de reflexiones sobre el medioambiente o temas sociales para dar como resultado un mural, un libro de coplas o la misma batucada”, cuenta Edson Velandia. “La idea es que no seamos solo público, sino que también seamos artistas, seamos creadores. En un mundo donde se le apuesta mucho a la destrucción, creo que es importante apostarle a la creatividad”, agrega.

La cuarta edición del Festival de la Tigra cerró con broche de oro con las 1280 Almas quienes pararon a la gente de las escaleras de la iglesia para iniciar un pogo masivo que, como un río, aumentaba ocasionalmente su caudal y se arremolinaba para luego acompasarse en las canciones más románticas de los bogotanos. Con el puño en alto y un grito de ¡Alegría! las míticas Almas terminaron su presentación para dar paso a Son de Oriente, una agrupación garrotera que llegaba para restituir el orden del pueblo. Con sus coplas y carrangas pusieron a los garroteros y visitantes a bailar con saltitos, de dos en dos, como despidiendo al festival, a los visitantes, los garroteros y su fiesta anual.

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