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Ilustración de Nefazta. Fotos de Enrique Díaz

Llevar al límite la insumisión

Un perfil de Julián Ovalle, el primer objetor de conciencia que se graduó de la Nacho sin libreta militar después de una lucha que duró más de una década. 

Alberto Domínguez

Julián está escribiendo una pieza corta para un especial que un diario de circulación nacional va a publicar sobre el bicentenario. Le pidieron algo muy sintético acerca de la transformación que ha tenido en Colombia el servicio militar, poniéndolo en juego con el antimilitarismo como forma de resistencia civil. En el escritorio en el que trabaja hay dos botellas de cerveza, una cajetilla de Pielroja y un frasco con mambe. Abre el frasco, hunde el dedo en el polvo verde, lo unta y se lo lleva a la boca. Lo pasea por la lengua, las mejillas y las encías. El mambe, que es el resultado de triturar hojas de coca tostadas, algunas veces mezcladas con yarumo, es de uso ritual en el Putumayo y, dice Julián, pone viva la palabra y aclara la mente. 

—Aquí en la ciudad hacemos cualquier cosa —se reclama a sí mismo—. Yo ahora estoy haciendo un adefesio ritual tomando cerveza con mambe. 

En medio de esa rutina hay instantes en los que se detiene a pensar en su realidad, que a ratos le resulta frustrante. Tiene 38 años y solo dos de experiencia laboral que certificar. 

—Hay momentos en que me pregunto por qué hice eso —se cuestiona Julián Ovalle, objetor de conciencia y la primera persona en graduarse sin libreta militar de la Universidad Nacional—. ¿Cómo hubiera sido todo en caso de haber sacado la libreta militar? No siempre es fácil y hay cosas en las que uno tambalea. Pero me encuentro con gente que estuvo en las mismas y se trata de resistir en lo que uno se metió. Toca hacer el ejercicio de llevar al límite la insumisión. En Europa te vas un año a la cárcel y acá, más o menos, te jodes con cualquier proyecto laboral de empleado, de lógica de empleado. Y por ahí no es. Estoy volviendo a la idea de abandonar ese ego, esa idea tonta de empleado y volver a la autogestión, gestionar la vida por mi lado.

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La libreta militar, a sus ojos, es una restricción a la vida civil, un mecanismo de presión legal en los países que siguen sucumbiendo a la milicia. En su billetera, claro está, no hay rastro de tal documento. Ni lo habrá. Cuando más lo necesitó, en 2006, había terminado materias de Psicología en la Universidad Nacional, pero, a sabiendas de no poderse graduar por no tener libreta militar, abandonó un proyecto de tesis. Hasta finales de 2014, cualquier persona que quisiera graduarse de una universidad, fuera pública o privada, debía tramitar la libreta militar: la libreta militar como limitante para el ejercicio de un derecho fundamental como lo es el de la educación. Julián nunca se propuso definir su situación militar, más no lo eludió, un término que rechina en sus oídos y lo incomoda. 

—La palabra eludir no me gusta porque fue muy de frente que yo dije que por razones de conciencia estaba haciendo esto. Esto era de frente: yo tengo razones políticas para no ser parte de la reserva. Yo soy objetor de conciencia, tengo razones políticas para serlo.

*

La primera vez que Julián escuchó hablar de la objeción de conciencia fue, precisamente, en la Universidad Nacional, juntándose con grupos de antropólogos y filósofos con los que se sentaba a fumar marihuana. En ese momento, principios de los 2000, el país estaba gobernado por Andrés Pastrana, fracasaba el proceso de paz del Caguán y Ovalle se empezaba a cuestionar sobre el furioso frenesí que regía el día a día en Colombia. Se contaban muertos aquí, se contaban muertos allá. También, empezando esa década, arrancó el Plan Colombia, que incrementaría en diez años los efectivos de la fuerza pública, pasando de 148.000 a 434.000. Entre los antropólogos y filósofos que frecuentaba Julián había miembros de la Iglesia Menonita de Colombia, quienes en 1989, y por conducto del entonces Colectivo por la Objeción de Conciencia, fueron los pioneros en defender la objeción de conciencia como una postura ética, política y religiosa válida para abstenerse de participar en guerras. A nivel mundial, esa siempre ha sido la apuesta de los menonitas. Para las elecciones presidenciales de 1990, en el marco del movimiento estudiantil que derivó en la Séptima Papeleta, los menonitas intentaron colar la objeción de conciencia pero no lo lograron del todo, pues en la Constitución Política quedó expresa solamente la libertad de conciencia. Julián, rodeado de los menonitas, se empapó de las ideas y posturas en torno a la objeción de conciencia, que se sumaron a las inquietudes que meses antes le habían surgido a raíz de un hecho que se convirtió en un hito vital en su experiencia vital, pues cristalizó todo su odio en la figura de un militar.

La noche del 8 de mayo de 2001 se emitía el último capítulo de Betty la fea y el país entero estaba al tanto del desenlace de la telenovela. Julián recibió una llamada de su papá, quien entonces vivía en un sector rural de Cundinamarca y tenía arrendado un parador de venta de quesos. Le informó que habían cortado la luz en la vereda, razón por la cual iría a la casa de su suegra, ubicada en una vereda cercana, a ver Betty, pues necesitaba saber en qué terminaría todo. Julián se quedó tranquilo con la información, hasta que horas más tarde, esa misma noche, supo que a la camioneta de su papá le habían pegado 86 tiros. 

—¿Tú alguna vez viste el carro de Al Capone? Así quedó la camioneta de mi viejo. 

Un agente de contraguerrilla del ejército paró la camioneta del papá de Julián, según explica el objetor de conciencia. El hombre se detuvo, entregó los documentos que le fueron solicitados y, cuando el militar se alejaba, ya habiendo devuelto los documentos, retumbó un grito: ¡Maten a esos hijueputas! Tenían orden de dispararle a una camioneta azul que transportaba guerrilleros del ELN que, según les informaron, venían desde el Guayabal de Síquima.

—Una balacera demencial y mi papá está vivo: la inteligencia militar es el máximo oxímoron del mundo —acusa Ovalle—. A él le dieron cinco balazos, unos en la rodilla, otros en los pies. Nada que lo comprometiera. En ese momento yo me pregunté en qué país vivíamos y, cuando me dijeron que debía prestar el servicio militar, yo pensé: ¿a cuenta de qué?

Julián tenía veinte años y a ese punto de inflexión de su vida se sumaron la llegada arrasadora de Álvaro Uribe a la presidencia, la consolidación paramilitar, un contexto político asfixiante y la sensación abrumadora del fracaso. Todo esto, arrumado lo uno encima de lo otro, lo fortaleció en sus propósitos antimilitaristas. Empezó a trabajar de manera más vehemente en el asunto, fundando la Asociación Colectiva de Objetores y Objetoras de Conciencia (ACOOC). En 2006 ACOOC se convirtió en entidad jurídica y, desde entonces, es una organización sin ánimo de lucro que trabaja por el libre ejercicio y el reconocimiento del derecho que tiene todo ciudadano a rehusarse a participar directa e indirectamente en cualquier ejército militar o guerra. Con la ACOOC empezó a promover acciones de inconstitucionalidad ante la Corte Constitucional, buscando que se decretara una omisión legislativa en la ley de reclutamiento, pues esta no contemplaba la objeción de conciencia como una causal de exoneración para el servicio militar. En varios intentos fracasaron, ya que la Corte tenía fija su línea jurisprudencial, hasta que en 2009, trabajando hombro con hombro junto al extinto Grupo de Derecho de Interés Público de la Universidad de los Andes, la Corte Constitucional determinó, por vía de sentencia, que el Congreso debía regular el tema, definiendo las condiciones de procedencia de la objeción de conciencia y las alternativas para que los objetores pudieran cumplir con sus deberes constitucionales sin que se desconocieran sus convicciones o creencias religiosas. Fue una primera victoria, impensada. A partir de eso, se abrieron más frentes de trabajo desde ACOOC: hacer lobby en el Congreso, estructurar proyectos de ley que eran financiados por la Unión Europea, pedagogía jurídica y talleres en varias zonas del país. También hicieron visible la situación —la ausencia de la ley— en el comité de derechos humanos de las Naciones Unidas y participaron en sus sesiones. 

Julián también es miembro de la Red Antimilitarista de América Latina y del Caribe y hace parte del consejo de War Resisters International, una red global que agrupa colectivos antimilitaristas y pacíficos que trabajan juntos por un mundo sin guerra. En dos años, War Resisters International cumplirá cien años desde su creación, fechada entre la primera y la segunda guerra mundial, cuando se empezaron a gestar la internacional comunista y la internacional socialista. Por la fuerza del tiempo, de insistir, y de asumir su realidad, Julián se ha convertido en una figura reconocida de los movimientos antimilitaristas en el país. Y, como en todo, eso ha tenido también sus secuelas positivas, que se imponen a las frustraciones, y que él ve que suceden dentro de la lógica de su actuar. 

—Yo no soy una estrella, ni un líder carismático. He tratado de seguir y seguir. Y por eso pasan estas cosas: resulté siendo el primero que se graduó de la Universidad Nacional sin libreta militar. No es un premio, porque a mí el Estado no me premia ni verga, pero es una consecuencia lógica a una serie de acciones. No es casualidad.

A pesar de haber terminado materias en el año 2006, Ovalle se pudo graduar hasta marzo de 2015, después de que entrara en vigencia la modificación a la ley de orden público que propuso la entonces representante Angélica Lozano. Allí se estableció que los jóvenes colombianos que terminaran sus estudios de pregrado podrían graduarse sin tener la libreta militar y que las universidades no podían exigir el documento al momento de entregar el título universitario. En ese momento Julián estaba en México, en donde se encontraba validando materias para sacar el grado si las cosas no salían en Colombia. Por esa razón, lejos del país, pasó una autorización escrita para que fuera su papá el que recibiera el diploma.

—Mi papá recibió el diploma después de varios años de mandarme a la mierda por mi tema con la libreta militar —dice Julián en medio de una carcajada. 

*

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Si bien su objeto del odio quedó condensado en la milicia a raíz del atentado a su papá, Julián rebusca en su memoria y encuentra que la insumisión tiene bases más lejanas, arraigadas en sus años de colegio. Buena parte del bachillerato la hizo en el Colegio Mayor de San Bartolomé, dirigido por curas de la Compañía de Jesús y que está ubicado en la Plaza de Bolívar. Estuvo allí entre el 92 y el 97. Al tiempo escuchaba Nirvana, se dejaba seducir por la estética del punk, leía La Náusea de Sartre y El Proceso de Kafka, libros que conseguía de segunda mano en las casetas de San Victorino. Como Josef K., el protagonista de la novela de Kafka que una mañana es arrestado sin saber el por qué, Julián, a los trece, catorce años, se cuestionaba las razones de estar en ese colegio. Él, como todos, no había escogido estar ahí y se propuso hacerse echar pues no comprendía el método de normalización con el que operaban las calificaciones. 

—Me costó mucho plantearme la idea de hacerme echar. Es un colegio de alto nivel educativo, lo tiene todo, y escogen a gente de estrato dos y tres para estudiar ahí. Es un proceso muy complicado pasar en ese colegio, tenías que pasar incluso una visita domiciliaria.

Pero lo hizo: llegaba tarde, se ponía las medias que no eran, se burlaba de los profesores. Luego afrontó la decisión ante su familia, que describe como una de campesinos y empobrecida. Pensaba que había tenido una buena oportunidad educativa pero prefirió asumir las consecuencias de hacerse expulsar. De esas épocas de colegio recuerda también presenciar las batidas que realizaban los militares. 

—Que uno llegara a la Avenida Jiménez o al Parque de los Periodistas, todavía con uniforme escolar, y viera batidas, era lo normal. Podían llevarse hasta tres mil chicos, por allá en 2008, cuando Uribe estaba bien templado. Yo solo pensaba que cuando grande me iba a tocar eso y, ¿qué iba a hacer? Era algo muy naturalizado. Ha habido una historia de normalización y todos hemos caído en eso. Y es que tenemos una inoculación de miedo comunista, y el ejército se presenta como la vacuna contra eso.

—¿Y de dónde proviene la normalización, de dónde sale la trascendencia de esta institución? —le pregunto. 

—El ejército fue la primera vivencia épica nacional que generó una identificación, un fenómeno generalizado en América Latina: a través de los ejércitos se abre un camino para la construcción de una identidad nacional. Se redujo la comunidad a la unidad del ejército y se hizo una misma cosa: el ejército es la comunidad y la comunidad es el ejército.

Repasando el actuar del ejército, Julián identifica que este siempre ha actuado mimetizado, camuflado, no solo en su vestimenta en todo el territorio sino también en sus operaciones. Así sucedió durante la presidencia del general Gustavo Rojas Pinilla, ocurrida entre el 53 y el 57, en la que se realizaron obras de infraestructura de relevancia, como el aeropuerto El Dorado o la Calle 26, ambas en Bogotá, ensalzando así una buena imagen de los militares. Pero, a su vez, durante este mismo período, ocurrieron acciones que, en su mayoría, y por cómo circulaba la información en ese entonces, pasaron desapercibidas ante la opinión pública: el asesinato de Uriel Gutiérrez, víctima de un disparo por parte del ejército en la Universidad Nacional, el 8 junio de 1954, o la masacre de otros nueve estudiantes, al día siguiente, en la Carrera Séptima con Calle 13 de Bogotá. También fue un mandato caracterizado por la censura y la persecución a la prensa, con acciones como la ocupación que, del periódico El Tiempo, hizo el ejército en agosto de 1955, impidiendo su edición. Para Julián, este actuar, mimetizado en nuestro país, hace contraste con la forma en que se dio en países como Chile y Argentina, en los que la represión militar fue más visible y, desde entonces, siempre ha sido bastante más condenado, incluso décadas después de sucedidos los regímenes militares de Jorge Videla, en Argentina durante los años setenta, o del chileno Augusto Pinochet, entre los setenta e inicios de los noventa. Una vez depuesto Rojas Pinilla, en el 58, apareció la ‘Doctrina Lleras’, a través de la cual, como lo resalta Julián, a los militares se les dejó quietos para evitar nuevos intentos de golpes de estado, como el que derivó en el gobierno de Rojas Pinilla: bajo esta directriz, Alberto Lleras Camargo planteó que las relaciones entre lo político y lo militar debían darse en un contexto de autoridad, respeto y gratitud, pero cada uno por su lado, diferenciando las funciones. “Colombia, como toda nación, pero en este momento más que cualquiera otra, necesita tanto de un buen gobierno como de unas Fuerzas Armadas poderosas, no sólo por su capacidad de defensa sino por el respeto y el amor que el pueblo les profesa”, diría en su momento Lleras Camargo. Pero esa identificación de años con los militares, y su actuar de años, se ha empezado a derrumbar, y, cree Julián, quien hizo una maestría en Estudios de Comunicación y Política en México, se debe al cambio que se está dando en las formas en las que circula la información. Primero fue evidente que el paramilitarismo había cooptado las instituciones, incluido el ejército, siendo innegable la convivencia con la que operaban ambos grupos armados, y luego, lo que regó la caldera y destapó realidades que antes no eran visibles, fueron los miles de casos de falsos positivos. “Eso pudo ocurrir durante todo el siglo XX pero nadie dijo nada”. Y, gracias a esa nueva forma de circular y consumir información, ve él que los ciudadanos, sobre todo los más jóvenes, tienen herramientas para defender sus derechos. 

A través de presión social y de la movilización en las calles, y atendiendo las sentencias de la Corte Constitucional que declararon que las batidas eran detenciones arbitrarias (Sentencia C-879 de 2001 y Sentencia T-455 de 2014), el ejército se vio en la obligación de frenar esta práctica. Pero, en momentos cuando las seguían haciendo, aún cuando la Corte Constitucional había decretado no hacerlas, Julián y su equipo se pusieron a la tarea de denunciar ante las Naciones Unidas que la situación seguía ocurriendo.

Otra de las actividades que hizo mientras estuvo vinculado a ACOOC, hasta 2016, fue la de acompañar a los jóvenes que fueran citados a los batallones de reclutamiento. En 2017, en un proceso de modernización legislativa por iniciativa del Ministerio de Defensa, se incluyó, en la ley 1861 de ese año, que la objeción de conciencia sería una causal de exoneración del servicio militar obligatorio. En la práctica, se pudo dar cuenta Julián, lo que hacían muchas veces los militares encargados del reclutamiento era omitir la información que están en obligación de entregar con respecto a la objeción de conciencia. No solo no daban la información, explica Ovalle, desestimulaban a los chicos para que no echaran mano de la objeción de conciencia: los trataban de traidores a la patria o, incluso, cuestionaban su orientación sexual con el fin de humillarlos. Incluso, afirma Julián, hay un portal web del ejército destinado a dar a conocer el proceso para objetar conciencia, pero, dice él, el funcionamiento es irregular y no contiene la totalidad de la información requerida. Durante el primer año de implementación de esa ley, ACOOC y la organización Justa Paz hicieron un seguimiento, concluyendo que, si bien hubo un aumento en el número de jóvenes reconocidos como objetores de conciencia al servicio militar, no había mayor divulgación del derecho a objetar conciencia por parte de las entidades educativas, el Ministerio Público y las propias fuerzas militares.

*

Caminando a la sombra de la fachada del Comando de Reclutamiento del Ejército, justo frente a la Plaza de los Mártires y contiguo a la antigua L del Bronx, Julián se topa con dos militares que custodian la entrada del edificio. Se fija en la pantomima que deben hacer los militares —que en realidad son bachilleres prestando el servicio militar obligatorio— para fumarse un cigarrillo a escondidas. Ovalle se lanza y les pregunta el motivo de estar prestando el servicio. Uno, tímido y sin mayor énfasis en su hablar, le responde que lo hizo por salir de la libreta militar y así acceder a estudios y oportunidades laborales. Llevan seis meses de servicio, de los dieciocho que deben prestar. Cuesta creer que esos muchachos anden por esa zona de la ciudad armados con rifles de largo alcance. En la Plaza de los Mártires, fumándose un Pielroja a sus anchas, Julián reflexiona sobre cómo él ha podido actuar desde el privilegio, siendo su posición social un elemento que, sin lugar a dudas, jugó a su favor cuando se negó a tramitar la libreta militar. Sus papás, durante muchos años, le recriminaron tal actitud. No lo apoyaban en su insumisión y lo llamaban al orden, a que sacara la libreta, a que se graduara y consiguiera un trabajo. Como “la gente normal”.

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La primera vez que Julián se vio desnudo frente a su privilegio fue durante un desfile militar del 20 de julio. Por varios años, él y sus compañeros de la ACOOC se escabulleron en el centro de Bogotá con la intención de sabotear el despliegue que montaban las fuerzas militares sobre la Carrera Séptima. Disfrazados de payasos, portando pancartas, globos inflados y haciendo bulla, se plantaban detrás del desfile militar y hacían su propio carnaval, gritando y dirigiéndose también a las personas que, a los costados, aplaudían a los militares. 

—¿A quién aplauden? —gritaron una de esas veces, a la altura del centro comercial Terraza Pasteur— ¿A estos hombres armados? ¿Qué celebran? ¿Independencia de qué?

Una mujer que aplaudía a los militares, encaró a Julián.

—¡Ah, claro!, es que usted es todo un gomelito —le espetó la mujer—. Seguro en su casa tienen celador en la puerta. Si lo visitan le avisan. Y seguro tiene su universidad paga. Lo tiene todo. Nosotros en cambio estamos aferrados a este ejército porque no tenemos nada. Tenemos susto. 

Julián se quedó tieso y frío en mitad de la calle. La señora tenía razón en su bronca. Fue ese el momento que lo ubicó políticamente. La actitud no podía ser la de mandar todo al carajo, irse lanza en ristre contra el establecimiento, sino asumir un compromiso que fuera más allá de sí mismo y de su rechazo por todo. Era asimismo necesario generar posibilidades para otros. 

A este episodio se sumó otra experiencia que tuvo dictando talleres en el Putumayo. Durante esas jornadas, junto a otros miembros de la ACOOC, les hablaban a niños de zonas rurales sobre sus derechos y el derecho que les asistía de no participar en conflictos armados. En medio de la labor recibieron la llamada de un muchacho que les pedía asesoría pues había recibido una llamada para presentarse al batallón de reclutamiento de la región. Para ese momento todavía no habían realizado un estudio exhaustivo de la objeción de conciencia y, para responderle al joven que les pedía ayuda, le dijeron, simplemente, que escuchara a su corazón.

—No podíamos ir al Putumayo a generar un montón de inquietudes y después responderles que escucharan a su corazón —reflexiona Julián Ovalle—. Teníamos que aportar algo, no solo patalear el mundo. El pataleo iba por lo estético, pero faltaba lo consciente. Éticamente, ¿yo dónde estaba parado?

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Julián sigue parado en el ideal del antimilitarismo: desmilitarizar la sociedad y acabar con los ejércitos porque, claro, existen como un síntoma de un cuerpo de valores —una configuración cultural—  en el que se cristaliza el propio militarismo: la existencia de las jerarquías, la validación de la violencia, el machismo, la uniformidad y la obediencia ciega. Para aterrizar este ideal, cree él, la acción política debe remitirse entonces a la desmilitarización de la propia vida, de los entornos, y de las formas de interacción humana que mantenemos, que no es otra cosa sino que, desde la propia individualidad, empezar a desmontar la jerarquización, los comportamientos machistas, o creencias como que a través de la violencia y de la lucha armada se puede acabar con un conflicto armado, una idea que, durante muchos años, ha sido la imperante en muchos sectores sociales y culturales del país.

—La acción antimilitarista va a lo que se puede y la acción directa no debe ser violenta, o al menos yo no la veo así. Yo creo que ejercer la violencia es, de cierta manera, caer también en el militarismo, pero hay formas de verlo: el ejercicio de la violencia puede verse como una imposición, una estrategia macabra de caer en el juego, de jugar un juego que ellos siempre van a ganar.

 

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