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Aquella utópica Bogotá: una mirada a la contracultura de los años setenta

Mientras el mundo se debatía entre las noticias de la Guerra Fría y el auge de los movimientos civiles, en la capital colombiana se empezaban a gestar grupos teatrales, festivales de rock psicodélico y progresivo, marcas independientes de ropa y organizaciones feministas. Hasta se intentó construir un barrio hippie en Teusaquillo. 

Carolina Romero

Bogotá, 31 de mayo de 1969. Con el auditorio lleno, el teatro La Comedia de Chapinero (hoy Teatro Libre) vio nacer a la agrupación de rock progresivo Siglo Cero. Sus integrantes provenían de antiguas bandas del —mal llamado por los medios— “go-go”, como Ampex y Los Speakers. Atrás había quedado la fiebre frenética del año 66, cuando el rock and roll invadía las radios colombianas y las nuevas discotecas de la carrera 13, desde Teusaquillo hasta la 72. 

 

 

El entusiasmo causado por el primer “Concierto de rock ácido progresivo” de Bogotá fue tal que días después se repitió en el parque Julio Flórez, ubicado en la calle 60 con carrera 7. El Parque de los Hippies recibió su nombre gracias a encuentros como ese, donde 300 o 400 personas disfrutaban de bandas en vivo, música, happenings y presentaciones artísticas.

Unos metros más abajo, sobre la carrera 9, se encontraba el bastión hippie de la época: un pasaje comercial inundado por pequeños locales. Los hippies fueron los primeros en crear sus propias marcas de ropa independiente, como Coma mierda y no me olvide, que se vendía en Las madres del revólver, el primer negocio del pasaje. Estaban también los almacenes Thanatos, El escarabajo dorado, Safari Mental, Discos Zodiaco, Cannabis, Piernas Peludas y el bar Pampinati, entre otros.

Para asombro de unos y terror de otros, desde el norte hasta los entonces pueblos aledaños —como Fontibón— la desobediencia se replicaba de a pocos por toda la ciudad. No obstante, el centro y Chapinero eran los escenarios más fuertes. 

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Archivo El Tiempo, septiembre 2 de 1970

“Mi hermano César montó Atlántida junto con algunos amigos suyos, diagonal a la iglesia de Fontibón —recuerda Iván Darío Álvarez, fundador junto con su hermano del reconocido teatro de marionetas La Libélula Dorada—. Las monjas se aterraban por los afiches de Brigitte Bardot desnuda y prohibían la entrada a las niñas. El cura los acusaba de satánicos y drogadictos en misa. Una banda de rock ensayaba allí y se reunían para conversar sobre música o discutir sobre filosofía, marxismo o existencialismo. Ese tipo de cosas fueron formándonos en cierta actitud contestataria”.

Los escritos de Sartre y otros pensadores afines influenciaron la contracultura de la época, pero la juventud colombiana ya había dado, años antes, algunos pasos hacia lo que muchos llamaron el existencialismo latinoamericano: el nadaísmo.

Aunque nacido en 1958 con la publicación del Manifiesto Nadaísta, fue durante finales de los 60 y principios de los 70 que los nadaístas se acercaron a la juventud contestaría, influenciaron el rock —es conocida la relación entre Los Yetis y Gonzalo Arango—, incluso recitaban poemas o lecturas en encuentros hippies, como lo hacía el poeta Jotamario Arbeláez. 

 

 

Llegaron los peluqueros fue escrita por Gonzalo Arango 

Los denominados mechudos se arriesgaban también a la producción de textos de todo tipo, que difundían en publicaciones como Periódico Olvídate Total.

“La gente tenía una personalidad y una manera hippie de asumir la vida desde antes, que se manifestó con más fuerza a la vuelta de la década, con la aparición del LSD — dice Carlos Martínez, uno de los fundadores de Los Flippers—. Esto puso a la gente a experimentar y tener una sensibilidad diferente, era tal la experiencia sensorial y espiritual que proponía una mayor armonía con la naturaleza, los animales y el otro”.

El ecologismo, el amor libre, aquellas experiencias místicas —aunque no religiosas— y la filosofía oriental se alimentaban del consumo de marihuana, hongos alucinógenos y sustancias nativas como el peyote. Aunque la mayoría no tenía una postura política explícita, los hippies se alejaron de la primera ola comercial del rock y empezaron a pensarse a sí mismos como sujetos.

 

 

Los jóvenes rockeros de esta época voltearían a ver a personajes históricamente olvidados en el país como los campesinos, los indígenas y los pueblos afrocolombianos para darles cabida en sus canciones. Génesis les cantaría a las manos trabajadoras del artesano en ‘Don Simón’ y a los indígenas en ‘El indio llora’. Columna de Fuego le cantaría sin parar a Colombia y su folklor en ‘Nostalgia’ o ‘Carnaval de Barranquilla’.

Aunque los conciertos de bandas como La sociedad del estado, Fuente de soda, La banda del marciano, La banda de cristal, Limón y medio, Los apóstoles del morbo, entre otras, eran más o menos constantes, comercialmente no tenían mucha salida por lo que pocas dejaron registro alguno de su trabajo y otras se disolvieron rápidamente. 

 

 

Joricamba fue una de las canciones más sonadas entre los hippies 

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Según cuentan, algunos “mamertos” —así se les decía a los del Partido Comunista—intentaron sabotear el Festival de Ancón, ya que para esa otra cara de la juventud de la época, la más politizada, aquella onda hippie era parte de la invasión imperialista norteamericana.

Aunque algunos hippies y militantes se llevaban mal, tenían algo en común: sentir que pertenecían a algo más grande que ellos, que estaban haciendo historia. Y era una historia que no incumbía solo a Colombia, también a América Latina.

Los movimientos sociales tomaban fuerza y visibilidad en la región, impulsados por el triunfo en el año 59 de la Revolución Cubana. En Colombia, 1971 fue testigo de una gran ola de movilización estudiantil encabezada por los universitarios, que construirían en marzo de ese año su manifiesto: el primer Programa Mínimo del movimiento estudiantil colombiano, aglutinando las fuertes protestas que se venían presentando hacía meses y que culminaban muchas veces en declaración del estado de sitio. 

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Archivo El Tiempo, febrero 27 de 1971. 

 

Eran épocas en que la Universidad Nacional cerraba constantemente por las manifestaciones que terminaban en enfrentamientos con la autoridad y en que los jóvenes se movilizaban y se organizaban en grupos de estudio o colectivos y tenían las discusiones más apasionadas sobre la lucha armada o la democracia, influenciados indudablemente por la figura del cura, sociólogo y guerrillero Camilo Torres.

Detrás de esta juventud enormemente politizada en auge, estaba el acumulado de las organizaciones de izquierda como el Partido Comunista, el MOIR, el Bloque Socialista, entre otras, que tenían sus expresiones dentro de las universidades, pero cuyos discursos, a veces herméticos, se desbordaban por otras vías.

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“Venía de ese tipo de militancia y en Francia me encontré con ideas y cuestionamientos sobre la mujer y el feminismo. Cuando llegué de París solo quería hablar de ello. Buscaba personas o iniciativas pero en la izquierda no se podía discutir el tema: primero la revolución y luego todo lo demás, decían”. Así recuerda Cris Suaza, una de las feministas más activas de la época, el ambiente político del 76.

Lo cierto es que las organizaciones de izquierda poco o nada se interesaban por las cuestiones que les eran propias a las mujeres militantes en sus filas. Cris empezó a trabajar desde Bogotá con un grupo de mujeres de Medellín, algunas provenientes de organizaciones de izquierda, que se hicieron llamar Las Mujeres. Influenciadas por esa gran ola feminista que se estaba tomando el mundo entero, Las Mujeres ponían sobre la mesa discusiones que escandalizaban incluso a los más revolucionarios: el derecho a decidir sobre la sexualidad ya fuera mediante el uso de anticonceptivos o el acceso al aborto libre y gratuito.

La famosa consigna “lo personal es político” llevó a las feministas a cuestionar sus vidas privadas, también la relación con sus familias y parejas, con su cuerpo, con las otras, y el rol en la construcción de sus vidas y de la sociedad.

 

Por gestión del Bloque Socialista se intentó crear un Frente Amplio de Mujeres. El Partido Comunista convocaba manifestaciones de mujeres y el 9 y 10 de diciembre el Partido Socialista Revolucionario convocó en Medellín al Encuentro Nacional de Mujeres, al que asistieron militantes y colectivos independientes de todas las vertientes y organizaciones. 

Para los militantes más conservadores era inaceptable que las mujeres tuvieran unas demandas particulares, por lo que estas iniciativas de feministas independientes empezaron a multiplicarse en ciudades como Bogotá, Cali y Medellín.

Personajes como León Zuleta ponían además énfasis en el activismo homosexual de gays y lesbianas, y todos estos grupos se preocupaban por realizar acciones diversas. Tenían sus propias publicaciones: Las Mujeres editaban en Medellín una revista con el mismo nombre, Zuleta editaba El Otro, el grupo de Cris en Bogotá publicaba Mi cuerpo es mío, en Cali rotaba también Cuéntame tu vida.

El trabajo se lo dividían entre todas y creaban lazos con feministas de otras ciudades, combinaban los mítines y manifestaciones públicas con expresiones culturales como canciones, cómics, performances, cine y el teatro. 

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Foto de Revista Alternativa

Y es que una de las características de esta tendencia contracultural fue pensar en otro tipo de canales para hacer circular los mensajes. El teatro en Bogotá, por ejemplo, vivió en esta época una explosión de creatividad acompañada de crítica social.

Teatros como La Candelaria, La Mama, Acto Latino, el Teatro Libre, el Teatro Popular de Bogotá, entre otros, empezaron a hacer obras que hablaban directa o indirectamente de las problemáticas del país, especialmente sobre el conflicto armado, y a configurar una especie de circuito de salas de teatro independiente.

La historia de un gallo de pelea, representada por el Teatro Libre, fue la primera obra crítica que vi —recuerda Iván Darío—. Retrataba las luchas de los campesinos por la tierra. Era un teatro independiente entre comillas porque la mayoría de los grupos por ser de izquierda estaban vinculados con alguna organización política. Se convertían en una voz de la tendencia o partido, pero era un teatro muy social que tenía una gran acogida. Iban estudiantes, sindicalistas, gente que estaba empapada en el tema y se debatía un poco lo que estaba pasando en el país y las luchas intestinas entre las vertientes de izquierda, de alguna manera era muy contracultural”.

El teatro del Parque Nacional se convirtió en un punto de encuentro del lado más artístico de la contracultura, pues además de las compañías de teatro se presentaban marionetas y títeres, entre los que se incluía La Líbelula, así como grupos de música y compañías extranjeras. Allí se daban cita desde los hippies hasta los mamertos, pasando por niños y habitantes de los barrios populares aledaños, como La Perseverancia.

Agrupaciones como el Acto Latino sacaron su trabajo a los barrios populares en medio de una apuesta de teatro activamente militante y pedagogía crítica, llegando incluso a formar primero una comuna con obreros y artistas, y años después, la Comuna Latina, mítica experiencia de vida libertaria, una de las tantas de aquella época.  

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Al igual que los almacenes de los hippies, las feministas tenían sus propias casas culturales. En Bogotá estaban Alejandría, en el barrio Quinta Paredes, y El Aquelarre, ubicada en Teusaquillo. Eran casas donde vivían homosexuales, mujeres feministas con sus hijos o compañeros, incluso hombres heterosexuales no sexistas. 

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Cortesía de Cris Suaza, archivo de su libro Soñé que soñaba. Una crónica del movimiento feminista en Colombia de 1975 - 1982 

 

Como estas, por toda la ciudad había centros de reuniones de todo tipo que alimentaban la agitación constante de los jóvenes en la ciudad en todos los frentes. A su vez, había quienes llevaban aún más lejos su utopía y se decidían a vivir en comunas como la del Acto Latino.

Entre las que montaron los hippies fueron famosas La Calle, un intento de construir un barrio hippie por la calle 32 que fue clausurado por convertirse en un centro de expendio de droga; la de Lijacá, saliendo hacia el norte de Bogotá, que contó con el respaldo de una comunidad religiosa; y la de Toberín, donde se realizaban también conciertos y ferias de intercambio.

Feministas como Cris también dieron el paso de su casa cultural a una finca en Sopó donde vivían con otras siete personas y tenían taller de artesanías y huerta, e intercambiaban con campesinos de veredas aledañas, a la vez que vendían algunos productos en la ciudad o en los encuentros feministas.

Iván Darío vivió también a principios de los setenta en una comuna ubicada en Tocancipá influenciada por la teología de la liberación y el cristianismo social, junto con otras sesenta personas, la mayoría adolescentes. Fundada por un padre de Galicia, era una sede de la ya existente experiencia de Ben Posta en España. Tenía una compañía de teatro llamada El circo de los muchachos, pero además también cultivaban, fabricaban artesanías y realizaban otro tipo de actividades enmarcadas en sus principios religiosos de izquierda.

Entre las comunas existían contactos e intercambios, y muchas veces se convertían en lugares de paso para extranjeros o visitantes de otras ciudades, y podían existir tanto las relaciones amorosas convencionales como la existencia de múltiples parejas.

En 1977 gran parte de estas fuerzas convergerían en la jornada del Paro Cívico, la manifestación más grande que se ha visto en la capital después del Bogotazo. Para entonces la cocaína ya minaba la esencia pacífica de los hippies, cambiándola por una violenta adicción, además de incrementar los ríos de sangre en el país por cuenta de las mafias. El rock psicodélico se extinguía por la falta de un mercado. Luego aumentarían las persecuciones y asesinatos políticos.

Aunque algunas expresiones, como la feminista, seguirían su curso como movimiento fuerte hasta mediados de los ochenta, la juventud que había abrazado la utopía con optimismo daría paso, pocos años después, a una nueva contracultura, más violenta y nihilista, que respondería de la misma manera que sobrevivía entre las ruinas del país. 

 

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