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Fotos en una reunión de Zoom por Adelaida Porras

Capturar el ruido y reconstruir el mundo: la música de Ana María Romano

Bichos, ríos, campanas de iglesia, manifestaciones y rap consciencia pueblan la música de esta compositora que confronta la idea de la escucha como un ejercicio pasivo y a partir de los sonidos cotidianos construye de nuevo el mundo.

Nicolás Gómez Ospina // @ngospina14

Una gota que cae al frente de una puerta en la laguna de Cocha, una familia de argentinos extraviados en la Avenida Paulista en el centro de Sao Paulo, la marcha trans desde un octavo piso y a cuatro cuadras de la séptima, son algunos de los sonidos con los que la compositora Ana María Romano (49 años) ha logrado construir una obra que escapa a la idea de la escucha como un ejercicio pasivo.

El interés por contemplar y alterar los sonidos circundantes está en esta creadora desde los primeros años de su vida en su Tulua natal y luego en Bogotá donde fue criada por su madre. Cuando mira hacia atrás en su vida, Ana María recuerda con claridad la consciencia que tenía al golpear o frotar dos piedras o juguetes para que produjeran el milagro del sonido. También recuerda su gusto por los dibujos animados, una circunstancia que relaciona con su necesidad de exagerar los sonidos. El ruido de una silla corriéndose, de una puerta cerrándose o el aullido de un lobo tenían que ser más explícitos para ganar en narrativa.

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En su trabajo Ana María Romano sigue una de las prácticas de la electroacústica, la cual se define, según la RAE, como el “estudio de la captación y reproducción de los sonidos mediante aparatos eléctricos”. A lo largo de su trayectoria esta creadora se ha enfocado en habitar y crear desde los sonidos que nos rodean, los cuales encapsula y transforma para generar nuevos escenarios. Así, por ejemplo, en sus composiciones el sonido de unas motos en Prado, Tolima, se combinan con las campanas de una iglesia bogotana o el sonido de un pájaro se mezcla con el sonido de las arengas de una marcha feminista. “Lejos de un ejercicio de contemplación, yo creo que capturar sonidos de diferentes lugares y ponerlos a conversar dentro de las piezas es una práctica activa”, explica Ana María.

Este ejercicio dentro de la electroacústica se conoce como paisaje sonoro y abre un mundo de posibilidades que pueden ir desde un intento por encapsular un momento especifico, hasta utilizar esas capturas que logra con su grabadora para ponerlas en dialogo y crear un nuevo sentido a partir de sus diferencias o similitudes. Un ejemplo de ello es su tema Todo a Mil con la que los oyentes se transportan hasta el mercado de Lima con los pregones de diferentes vendedores ambulantes que en sus acentos y formas cuentan un caminar por la ciudad peruana.

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Criada en la Bogotá de los años setenta, uno de sus primeros acercamientos al sonido fue a través de la radio. Según recuerda, para ella el sentarse a escuchar música era una actividad consciente que luego la llevaría, en el proceso de desarrollo de su personalidad, a distanciarse de la música que escuchaban sus padres para meterse en un camino individual.

De este modo, Romano se adentró en el mundo del rock gracias a la radio y a sus compañeros del colegio, con quienes compartía los temas de Madonna, Janis Joplin, The Cure, U2 o Garbage y quienes le presentaron experiencias sonoras como la distorsión y los efectos de las guitarras que abundaban en esos temas. Aprendió a tocar piano para poder entrar a estudiar composición, estudió música en la Universidad de Los Andes y una vez dentro se dio cuenta que los ejemplos de compositoras mujeres eran escasos. Según cuenta, la mayoría de los ejemplos que daban en clases correspondía a compositores del siglo XIX, una época en la que las mujeres no tenían permitido componer y en la que muchas compositoras firmaban las obras con sus iniciales para no ser motivo de vergüenza para su familia o se casaban con alguno de los compositores famosos para legitimar su trabajo.

“Hasta hace muy poco las mujeres estaban destinadas a la interpretación, que también es todo un tema porque pareciera que era imposible considerar a una mujer investida en la genialidad que tenían los compositores por lo general blancos, heterosexuales y adinerados” –dice Romano–. “Los compositores tenían un halo de genialidad donde se entendían como mensajeros entre los dioses y los mortales que no entendían nada”.

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La misma Ana María estuvo un tiempo en esa disyuntiva entre la interpretación y la composición. Sin embargo, el momento que terminó por convencerla sobre el camino que quería seguir fue un festival de música electroacústica que tuvo lugar en Bogotá y en el que la creadora asistió al taller que dio la compositora experimental Catalina Peralta sobre Jaqueline Nova, una de las precursoras de lo experimental en Colombia. Peralta y Nova fueron, de alguna forma, los dos faros que le mostraron a Ana María que era posible un camino desde la electroacústica para expresarse y seguir jugando con el sonido. Se metió entonces de lleno en el énfasis compositivo donde también se volvería a encontrar con Catalina, quien había dejado sus estudios y trabajos en Austria para tomar las riendas de esa materia en los Andes.

“De no haber sido por Catalina yo no hubiera estudiado composición. Los otros maestros tenían una manera muy diferente de entender el sonido”, cuenta Romano quien agrega que hasta ese momento se había perpetuado una única forma de composición que invisibilizaba a las mujeres y les impedía pensar en la composición como un camino real. “Había cosas de la electroacústica que me gustaban y cosas que no, pero siempre hubo una fascinación con esos sonidos. Yo nunca soñé con escribir una obra para orquesta”, agrega esta creadora.

Pero el camino le fue mostrando nuevas perspectivas y con el tiempo Ana María fue haciendo de los ruidos cotidianos los instrumentos de su propia orquesta. Hoy en día, siempre a la caza de nuevas posibilidades sonoras, esta creadora suele tener a la mano su grabadora con la que captura el mundo cotidiano. “Yo casi no sacó la grabadora en Bogotá porque siento que es también un aparato intimidante que cambia las interacciones de las personas, pero cuando viajo intento capturar la mayor cantidad de sonidos posibles, desde el detalle del agua que corre por un río hasta los sonidos de los bichos”, cuenta.

El tráfico de la ciudad, los grifos que se abren en una casa, el pregón de algún vendedor ambulante son todos sonidos que esta creadora ha sabido aprovechar para construir un trabajo que, aunque a primera vista pareciera ser solo para unos pocos entendidos, ofrece en realidad una conversación constante con cualquier tipo de espectador e invita a la creación colectiva.

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En 2012 Ana María fue invitada a Jazz al Parque para el homenaje que se hizo con motivo de los cien años del nacimiento de John Cage. Para esa ocasión, la creadora preparó la pieza Aquí no hay nada que entender en la que mezclaba el freestyle urbano con las sonoridades del compositor estadounidense. Con esta pieza buscaba quitarle las ínfulas de superioridad a la electroacústica, la cual en sus inicios se había protegido tras un velo de exclusividad y complejidad. “Se decía que era difícil de entender y eso redujo mucho el público interesado. A esos compositores los mandaron a freír espárragos y con toda la razón”, agrega.

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Piezas y decisiones como esta dan cuenta de lo presente que está el público en el diálogo musical que Romano establece con los sonidos cotidianos. Y aunque pareciera que entender este tipo de ejercicios requiriera de conocimientos más refinados, abrirle espacio a la curiosidad, como ella misma explica, es el requisito principal para adentrarse en ese mundo de repeticiones y paisajes sonoros que es la música electroacústica. “Hay un problema y es otorgarle a la curiosidad características de privilegio. Sí, es necesario un esfuerzo consciente por conocer nuevas cosas, pero más allá de eso no creo que haya unos códigos o claves”, agrega.

Una prueba de esto es la ocasión en que Ana María fue invitada a hacer parte de los curadores del Colón Electrónico en 2004, un espacio que buscaba aumentar el público asistente al teatro y que presentaba un escenario ideal para la experimentación sonora. “Había entonces un interés por eso de formar públicos, un término del que yo prefiero apartarme, porque implica continuar con la idea de que nosotros como músicos o como teatro tenemos que llenar de conocimiento a un grupo de personas que no saben y es el mismo error de antes”, apunta Romano.

Ese mismo año hizo parte de un trabajo en común con danza contemporánea. Según cuenta, en esas tardes de ensayos descubrió de primera mano cómo su música podía afectar la forma en que los cuerpos interactuaban en los lugares. Si bien no fue algo consciente, explica, su acercamiento al mundo de la danza contemporánea la llevó a darse cuenta de que su música era muy física. Dicha conciencia sobre el efecto que sus composiciones podían tener la impulsaron a lanzarse a las presentaciones en vivo.

Y es que justamente es esa interacción entre disciplinas la que la desmarca de una música electroacústica pensada como un espacio reservado para los elegidos y los versados en la composición. Al contrario, para Ana María, quien se autodenomina como una artista interdisciplinar o indisciplinar, la música electroacústica termina siendo también una experiencia colectiva que se teje entre conocedores y no conocedores, un camino para entender la escucha como un ejercicio multisensorial donde se conectan todas las percepciones de las personas que están dispuestas a escuchar lo que ella, desde su cuarto de máquinas, está dispuesta a mostrar.

Aunque la música de Ana María se puede disfrutar en un computador o con audífonos, es en las presentaciones en vivo donde radica gran parte de la experiencia de su obra, pues es ahí donde la relación entre música y espacio puede explotarse al máximo. Como se ha dicho, el suyo no es un interés pasivo por el ejercicio de la escucha, algo que demuestra su afán incluso por asegurarse de construir el espacio ideal para sus composiciones y presentaciones. “Yo visito el espacio con un par de días de anticipación y modifico mi set para que se aproveche al máximo los materiales con los que está construido el espacio, los recovecos donde puedo poner a resonar algo o incluso pensar cómo puedo ubicar unos parlantes debajo de las sillas”, cuenta.

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Como explica esta creadora, la concepción espacial de la pieza está presente desde el interior, desde cómo ella piensa que debe grabarse discriminando los canales y los lugares dentro del escenario que tienen que tener los micrófonos y las grabaciones para poder crear una ilusión de espacio en quién la oye. Así, por ejemplo, es posible darse cuenta en una de sus presentaciones cómo por un canal manda el sonido de un pájaro para crear la sensación de que revolotea alrededor de la cabeza del oyente mientras por el otro hace sonar río para adornar ese paisaje sonoro. Por eso mismo un concierto suyo es exigente para el cuerpo. Los bajos, los pulsos y la ubicación de los parlantes pueden hacerlo sentir a uno como si hubiera corrido una maratón.

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“Yo creo que durante los conciertos se va creando la música. Yo tomo la energía de la audiencia y se la devuelvo convertida en sonidos para ver esa interacción”, señala Romano, quien cuenta que le gustaría que aumentara la diversidad de personas que asisten a sus conciertos para poder movilizar otros cuerpos y otras formas de entender el mundo.

La interacción con los públicos y con las presentaciones en vivo hablan también de la importancia que tiene el poner esta música a disposición del público y el compartir esa experiencia. Aunque en principio Ana María no tenía interés en componer para varios instrumentos y veía en la composición un ejercicio solitario, su camino la ha llevado a explorar con personas que desde otras disciplinas se han acercado a su proceso creativo y ha entrado en un ritmo de composición colectiva y en tiempo real.

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Lejos de querer una relación de subordinación entre compositor y oyente, esa creación conjunta habla también de un interés por desmitificar la creación de la pieza. “Lo único que hay por entender es cómo sensorialmente la gente se conecta con la música que yo hago”, dice Ana María, quien alejada de la idea decimonónica de entender la música a través de unas partituras que solo pueden leer los conocedores, intenta más bien crear instrucciones de ejecución de sus propias piezas.

La música de Ana María Romano la conforman los sonidos que pasan desapercibidos a nuestros oídos en la vida cotidiana. Apropiándose de las noticias que escuchó en un taxi o del rumor de las motos que rompen los silencios en los pueblos colombianos, los sonidos diarios hacen de la suya una obra que pone la atención en lo que para otros es solo ruido. Así, sus composiciones son las de los espacios reimaginados, piezas que retoman los sonidos habituales para construir con ellos espacios nuevos cargados de perspectivas sonoras renovadas. Son una irrupción en la pasividad de la escucha. Un ejercicio de imaginación colectiva. Un empujón para percibir de nuevo lo que a diario pasamos por alto.

 

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