Fotoensayo: Construir un pueblo después de dejar las armas
Lejos del asedio provocado por una confrontación armada que parecía interminable, algunos exguerrilleros de un espacio de reincorporación en el Caquetá han puesto en práctica las enseñanzas que les dejaron años de supervivencia en el monte. Otros han aprendido nuevos oficios para procurarse una economía estable. Estos testimonios revelan la relación que sostienen los oficios y la construcción de lo que somos como humanos.
Una sociedad —un pueblo— se levanta, literalmente, gracias a los oficios que en ella se ejecutan. A punta de trabajo. Esta es una mirada puesta sobre algunas de las ocupaciones que están teniendo los casi 300 excombatientes de la FARC (actual Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común) que habitan desde 2017 el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación Agua Bonita - Héctor Ramírez (La Montañita, Caquetá), considerado actualmente el más avanzado del país. Testimonios que permiten reflexionar sobre la relación que sostienen los oficios y la construcción de lo que somos como humanos.
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—Esto es para sostenerle y garantizarle el trabajo al excombatiente —explica El Tigre, uno de los encargados de la marranera del ETCR Héctor Ramírez, en Caquetá—, para que no tengamos que irnos a formaliar ahí y ahí sino que aquí mismo se trabaje. Esto está aportando a este espacio y los que trabajamos acá estamos recibiendo una bonificación para nuestras cosas. Es decir, del cuero salen las correas: si se vende un cerdo o se venden dos o tres, el que los está alimentando también necesita ganar, entonces se le da una bonificación. Aquí los cerditos se venden para otras partes [de la región] también. Que de La Montañita vienen, que necesitan un cerdito que pese 40 kilos: listo aquí está. Que necesito cinco: listo aquí están. Resulta que nosotros teníamos cerdos. A nosotros siempre nos ha gustado tener gallinas, cerdos, peces, entonces algo va aprendiendo uno en el monte. Pero a uno le quedan grandes los términos técnicos. Yo también ejerzo la fisioterapia, le cuento. Tengo más de 20 años lidiando con pacientes. Conozco de medicina natural. Amaestro pulgas y elefantes. También desbarato matrimonios. Tengo muchos conocimientos.
—Y los usaba en el monte.
—Me tocaba ejercer todo lo que supiera con los compañeros en campamento: que si se dañó un brazo, que si se dañó una costilla. Cantidad de cosas. Y ahí está El Tigre para que la sobe. Pero bueno, que me desvío. En los campamentos, cuando había la oportunidad, sí: teníamos los cerditos. Luego cuando llegaba la hora de matarlos y comérselos, pues se hacía.
—Y ahora también comen de estos cerdos que crian…
—Sí. También. Aquí se matan cerditos para el consumo. A veces cuando viene gente a visitar, acá dicen: ah, vamos a matar a un cerdo y se lo vamos a arreglar [a los visitantes]. Acá viene mucha gente a conocer. Porque hay gente que no conoció la guerrilla y todavía tiene esa mala imagen. A nosotros nos hacían ver como los monstruos. Es bueno que la gente venga y mire con sus propios ojos qué clase de personas somos.
—¿Qué clase de personas son?
—Somos campesinos trabajadores. Nos gusta el campo. Nos gusta trabajar. Eso somos. Yo ahora me siento bien porque tengo la mente ocupada, porque la mente desocupada se llena de cucarachas. A uno lo inquietan muchas cosas, pero, mire, logramos sobrevivir a la guerra.
—¿Para usted qué significa la tierra?
—¿Aparte de que se la echen a uno encima en el cementerio?
—Y aparte de que le toque pagarla en vida para usarla cuando ya no esté vivo.
—Oiga, pues la tierra es sagrada. El campo es sagrado. Yo en el campo me siento rey. La yuquita fresca. El platanito fresco. El maíz. El arroz. ¡Y esta tierra que produce todo!, menos pereza. El que aguanta hambre en una tierra como ésta es porque es flojo, no le gusta trabajar. Hay un dicho que dice que el hombre que espera a que le entre el sol por la rendija de la puerta para levantarse, no tiene futuro en la vida.
—¿No le da vaina matar a los animales después de tanta relación ellos?
—Oiga sí. Sí. Sí. Porque ellos son como tan… tan… A veces uno se familiariza mucho con los animales y da cosa enterrarles el cuchillo. Pero yo los mato. Y hay varias formas de matarlos para que ellos no sufran. El cerdo sufre más cuando usted lo mata apuñalándolo.
—¿Cómo sufre menos?
—Usted le pega el golpe aquí —se señala la nuca— y él automáticamente queda inconsciente. Y ahí usted sí lo apuñala. O con choque eléctrico. Cuando estaba en campamento yo lo hacía así: el golpe y luego la puñalada en la aorta.
—¿Le gusta la carne de cerdo?
—No. Yo no como carne.
—Lo que le gustan son los dichos…
—Hay un dicho que es muy cierto: usted siembra un grano y ese grano produce un tallito, ese tallito crece y produce una espiga, esa espiga produce grano. Se entierra a un hombre y no produce sino gusanos.
—¿Usted llegó con todos al Espacio?
—Sí. Nosotros estábamos antes en el campamento, allí arribita —cuenta Maicol mientras ataja a su hijo con un brazo—. Cuando recién llegamos [a mediados de 2017] nos ubicamos y ya empezamos a trabajar en las geomembranas, en los tanques. Yo me ocupé de este trabajo. Y así cada quién.
—Usted escogió la piscicultura.
—Acá escogieron a cada quien. Digamos, usted podía hacer un curso. Acá vinieron a dictarnos un curso para esto. Y aprendimos. Lo primero que se hace aquí es: se para y mira los tubos del desfogue, que no se vaya por ejemplo a caer un tubo y se desocupe un tanque. Uno a las cinco de la mañana se está parando, va y revisa, viene y se relaja un rato y ya a las ocho de la mañana, nueve de la mañana, es el desayuno de las tilapias. Se les dan tres comidas todos los días. Por ahí a las diez uno levanta los tubos y les saca la mierdita. Y por ahí a las cinco usted vuelve y hace lo mismo. Acá lo que hay es tilapia roja. De acá se saca para el consumo de la comunidad, se le entrega pescado a cada quien: digamos que son cien libras, entonces cien libras para noventa, por ejemplo, ¿de a cuánto nos toca? De ahí se reparte lo que le toca a cada quién. Ni más ni menos. Eso se hace los martes, los miércoles. Cada ocho días se reparte el pollito, los huevos. La ONU nos da todavía economía (a través del Programa Mundial de Alimentos). Nosotros le vendemos pescado a la ONU. Y por ahora eso es puro para la cooperativa, para hacer fondos. Dos años debe ser así.
—¿Qué otros trabajos tuvo antes?
—No, nada. El único trabajo que teníamos era volear machete. Pala. Todo eso. De resto, pues los fusiles. Uno en el campamento era siempre en la guardia, que hacer los chontos, salir a patrullar.
—¿Chontos?
—Los baños. Las rajas. Los huecos. Porque uno qué baños. Se hacían era los chontos. Se hacían huecos hondos a lo largo de la tierra y usted hacía del cuerpo y le ponía tierra y ya.
—¿Cuánto estuvo por allá?
—Como seis años. Yo tengo veinticinco. Antes vivía con mi mamá. Eso era por el lado de Cartagena, en una vereda. Nosotros vivíamos normal y pues a mí toda la vida me ha gustado FARC. Y Ahí fue que ingresé. A uno como que le atrae. Uno miraba las noticias. Escuchaba muchas cosas. Antes de esto yo estudiaba, hice hasta séptimo, y yo decía que yo quería estudiar lo de las motos. La mecánica. Pero de un momento a otro comenzaron a llegar FARC, a hacer reuniones y ahí me pegué y me gustaba, me gustaba, y me fui para la guerrilla.
—¿Su hijo nació en el campamento?
—No. Mi mujer es civil. ¿Cómo fue la vuelta? A ver: nosotros salíamos a trabajar en los pueblitos, digamos a hacer inteligencia, uno duraba un mes, ocho días, lo que usted se echaba en una investigación. Y yo me la conseguí a ella en Paujil. Y la embaracé, y bueno, me fui, normal. Pero yo me seguí hablando con ella. Siempre. Ella me mostraba fotos del niño y todo. Cuando salimos pues la busqué. El niño hoy tiene cinco años.
—El Espacio es esto —explica Freddy y le va untando pegante a una suela de caucho—, es donde nosotros estamos bregando sacar adelante unos proyectos colectivos, o sea, por nosotros mismos, no por parte del Estado, sino proyectos en los que nosotros hemos reunido algún presupuesto entre todos y estamos invirtiéndole para el sostenimiento de nosotros mismos. Tenemos una cooperativa, entonces todo lo que se produce en el espacio y sale, llega a la cooperativa y es para el colectivo.
—Y usted está encargado de la zapatería.
—Nosotros somos un grupito. Somos siete unidades. Siete exguerrilleros. Somos los que estamos proyectándonos a sacar adelante esta zapatería. Esto es de todos. Con el esfuerzo de todos estamos haciendo esto. Acá hacemos bota alta, bota bajita, tenis, guayos. Hay de varios precios. Esta así bajita a ciento veinte. Esta más grande a ciento treinta. Hay otras que son más bajitas, sin cremalleras ni nada, a cien. Como las botas son gustosas, vienen de otras comunidades y las compran. Y las usamos aquí también, para nosotros mismos. Esto empezó en una carpita, no más, allí abajo. No teníamos nada de estos techos. Hicimos un rancho de madera y llevamos unas máquinas que nos alquilaron, que nos prestaron para nosotros aprender a trabajar. Ya luego salió el proceso de hacer esta casa para poder trabajar bien, con buen espacio, porque el ranchito era chiquitico.
—¿Trabajan todos los días?
—El martes, como es día comunitario, no. Pero ya el miércoles seguimos aquí.
—¿Martes comunitario?
—Como hay hartas actividades, digamos con el plátano, la yuca y otros cultivos que están por allá, como la piña, todos trabajamos en eso. También en arreglar carreteras. Nos repartimos en grupos y trabajamos los martes por ahí hasta la una.
—¿Lo de los zapatos hace cuánto lo aprendieron?
—Nosotros no tuvimos nunca el espacio para ponernos a fabricar esto. Esto es algo nuevo. Uno estaba en otras cosas, en el conflicto [armado]. Era muy poquito el espacio que quedaba. Ahora es que se dio la oportunidad y aprendimos. Acá vino un muchacho de la ciudad y duró casi un año completo enseñándonos. Yo nunca pensé hacer esto por dos cosas: uno porque la parte militar era algo duro, el enemigo siempre ahí, y esto necesita luz, energía, trabajo, se necesita tecnología. No podíamos ponernos a pensar en producir este material para las finanzas. Teníamos que estar pendientes de otras cosas.
—¿Y cuando se les jodía una bota por el rigor del monte?
—Unas botas duraban máximo cuatro meses voleando a diario y cuando se dañaban nosotros las pegábamos. Nosotros nunca usábamos de estas botas [que se producen acá], usábamos pura ecuatoriana de caucho, hasta aquí —se toca debajo de la rodilla—. Con la bota ecuatoriana es muy difícil para que usted se moje. Si lo muerde una culebra, le coge es la bota. De todas maneras allá tenía todo lo necesario para uno matarse los hongos, los sarpullidos y todo eso que le puede dar. Uno en esa situación de conflicto tenía que mantener todo el tiempo andando. Para los pies de uno, para la salud de uno, tienen que ser hasta aquí las botas —vuelve a tocarse debajo de la rodilla—. Si no a usted le mantienen los pies mojados. Se enferma uno. Toca acostumbrarse al espacio que está enfrentando. Uno en ese entonces no se las quitaba sino para dormir. El resto es todo el día con las botas puestas.
—Los zapatos, especialmente en la ciudad, son objetos de lujo hoy en día…
—Acá ha venido gente de Bogotá y le gusta mucho la bota que hacemos porque es una bota vistosa. Sirve para todo: para lucirla y para pantanear. Esta suela es una suela que dura mucho. Esta bota sirve también para chicanear.
—Tengo entendido que la plata que les llegó individualmente ustedes la metieron en un fondo colectivo. (La asignación única de normalización fue de dos millones de pesos por persona y por una sola vez, y la renta básica es del 90 % de un salario mínimo vigente durante dos años.)
—Nosotros sabíamos que teníamos que hacer algo para sostenernos. Hay cosas que se dan y cosas que no se han dado con el Estado. Teníamos que pensar en tener un fondo para empezar a producir. Nos pusimos de acuerdo, en la diligencia del partido, y pues se sacó ese proyecto adelante. Cada uno aportaba un millón o lo que podía. De ahí se sacó para construir la cachamera, el estadero, todos los cultivos que hay. Todo nos ha tocado comprarlo. Este ranchito aquí salió como por catorce millones. Sin máquinas. Puro la construcción de la casa. Se ha hecho porque va a haber un beneficio para todos. Acá lo que tenemos es una cadenita de trabajo.
—¿Les van a poner un logo o una marca a las botas?
—Por ahí tenemos la máquina para ponerle el logo de la rosa. Estábamos pensando en una marquilla con el nombre FARC y el logo, pero hay mucha gente que todavía le teme al nombre. Entonces mejor solo la rosa.
—Las FARC era, en sí, como una universidad —explica Liseth, encargada hoy de la producción de contenidos periodísticos—, como una escuela, como uno lo quiera entender, que le daba oportunidades a uno de aprender muchas cosas. Si a uno le gustaba lo de la enfermería pues lo ponían a que aprendiera eso. Si le gustaba el asunto de la cámara, pues eso. Y una vez nos escogieron para ir a grabar las peleas, cuando íbamos a hacer asaltos o lo que fuera. Lo cierto era que tocaba grabar eso.
—Como una periodista de guerra.
—Sí, así: como una periodista de guerra. Era para tener historia, para ir recuperando la historia. Y no solo para eso de los combates: muchas veces también se hacían videos con los campesinos, de cómo trabajaban, qué les enseñábamos nosotros a ellos.
—Grabar en esas condiciones debe ser difícil.
—Es bastante complejo recordarlo. Un periodista en guerra está siempre peligrando porque uno se concentra en la cámara, en enfocar, en grabar el momento, mas no tiene la forma de estar visibilizando hacia los lados para saber por qué lado le están apuntando a uno. Usted se olvida del resto porque quiere que el video le salga bien: sería para uno vergonzoso que le dijeran: ay, mire la que se fue a grabar y grabó fue pa’ lo alto. Uno quería tener siempre su prestigio y bregaba hacer bien el esfuerzo. Muchos compañeros murieron así, en combate, con una cámara. Uno llevaba el fusil terciado y en caso de una emergencia se colgó su cámara y cogió el arma. Yo la verdad no tuve hartas experiencias, pero alcancé a ir a hacerlo varias veces y fue bastante duro. Siempre colocaban dos compañeros, uno a cada lado, para que lo estuvieran cubriendo a uno. Los camaradas tomaban esas medidas para que no nos mataran fácilmente. Yo lo manejaba todo en automático porque no quedaba tiempo de hacer lo que hace uno ahora. Fue una experiencia dura pero buena porque aprendí a trabajar esto de cámara. Y ahora los camaradas dijeron: bueno, ahora hay que seguir llevando una historia, no podemos dejar pasar esto. En la actualidad la mayoría de los departamentos tienen Espacios Territoriales y asimismo hay reporteros [de FARC] para que vayan y cubran. Ahora yo tengo un método de trabajo acá, internamente, para hacer videos para la cuenta de la zona, mostrar el trabajo de los muchachos, todos los proyectos. A veces les hago videos y se montan a la página para que la gente se vaya dando cuenta de qué es lo que nosotros estamos haciendo acá y desmentir lo que a veces dicen algunos medios. Y que la gente de acá hable con sus propias palabras, no que yo como periodista lo diga sino que el entrevistado diga. También trabajo con NC Noticias (Nueva Colombia Noticias), que es un medio que surgió desde el proceso de paz en La Habana, desde que los camaradas llegaron a La Habana para mostrar el proceso que se iba llevando.
—¿Cómo fue la preparación en campamento para hacer periodismo?
—Fue una mujer la que fue a enseñarnos. Es una periodista profesional que no pertenecía a las FARC. Ella nos enseñó, además de la importancia y para qué hacer periodismo, qué era una crónica, un reportaje, un filminuto. Nos puso a hacer trabajos prácticos de cada cosa. Escogíamos casos y los hacíamos. Creo que guardo archivos de eso. Tengo incluso un video en el que me grababan a mí para mostrar cómo era el vivir de las mujeres en las FARC. Salíamos las mujeres peinándonos, maquillándonos. Porque a las mujeres nos enseñaban que todos teníamos que ser iguales pero no porque fuéramos iguales al hombre íbamos a perder la feminidad. Siempre teníamos el orgullo de que nos arreglábamos y nos peinábamos.
—Imagino que editar el material en video de un combate, reflexionar sobre lo que se grabó y repasar las imágenes, puede ser bastante triste…
—Así no me tocara grabar o editar, siempre la cuestión de un combate, el hecho de recordarlo, es muy triste. Pero editar un video, poner que ahí murió fulano, no es algo muy agradable. Son cosas que hace uno como para guardar la historia, para que no se olvidara, pero no era agradable. Igual no lo hice durante mucho tiempo. Quien sabe, quizás me hubieran matado rápido, uno no piensa sino en eso: cualquier día me toca morirme. Lo hacía porque era un requisito, nos exigían tener esa historia, no porque me gustara contar: ahí matamos a tantos, ahí morimos tantos.
—¿Contribuye hoy su oficio a la consolidación de este Espacio?
—Es un aporte muy grande aunque muchos no lo valoren. Lamentablemente he sentido que un cincuenta porciento de los compañeros no valoran este trabajo. Me he dicho varias veces: ajjj, yo no trabajo más en esto. Pero vuelvo y recapacito y digo: no, no voy a dejar de hacerlo para darles gusto. Así ellos piensen así, afuera van a poder ver lo que estamos haciendo y algún día lo van a tener que valorar. A veces tengo que salir a grabar y hay muchos que me dicen: ay, no me grabe, quíteme esa cámara, vaya y coja un machete en vez de estar por ahí con esa cámara. Pero ahí sí como dice el cuento ese de la biblia: perdónalos señor porque no saben lo que hacen. La culpa la tiene el mismo Estado porque no nos ha dado a los campesinos la oportunidad de estudiar.
—¿De dónde es su familia?
—Del Caquetá. Nací por el lado del río Caguán. Toda la vida mi padre, aparte de pobre, como que no supo planificar. Siempre se la pasó de mayordomo, de contratista. Él decía que el estudio era para ir a aprender resabios. Yo ni lo culpo porque sus papás lo criaron así. Llegamos como en el 2000 a un área guerrillera por allá al lado de Peñas Coloradas, por allá al pie de la selva, en donde el manual de convivencia, que había escrito las FARC, decía que todos los hijos debían ir a la escuela. Que no tenían por qué llevárselos al trabajo. A mi papá entonces le tocó someterse a eso y mandarme a estudiar. Ese fue el único año que yo estudié. Y ya estaba grande, yo era la mayor de la casa, y entré a hacer primero. Imagínese. Qué pena. La profesora me hizo unas evaluaciones y me dijo: no, usted ya puede estar en segundo. Y a mí como me gustaba tanto el estudio, me esforzaba por aprenderme el abecedario, las vocales, los números. Mamá era la que me enseñaba cómo sonaba la una con la otra. Ese fue el único año [de escuela]. Ya el resto de lo que aprendí lo aprendí en las FARC. Lo primero que le enseñan es a ser ecónomo: que aliste economía para este comando para quince días. La economía era la remesa. No nos daban plata, todo lo daban en artículos de consumo alimenticio. El ecónomo debía tener agilidad con las matemáticas. Tocaba aprender a estudiar la planilla: que una libra de arroz alcanzaba para quince personas, que una libra de grano alcanzaba para siete, los dulces para doce, el tinto para cincuenta. Yo a estas alturas agradezco lo que soy, lo que aprendí, porque sino estaría llena de hijos, esclava de un hombre. Yo tengo que ser independiente, no esperar que mi marido me dé o me deje hacer. Yo voy a hacer tal cosa y es que ¡me voy a hacerla! Yo no voy a ser sumisa.
—Aquí es así: como lo mira. Nosotros en este momento trabajamos al porcentaje —explica Tucán con una sonrisa de dientes blanquísimos que parece ocultar solo cuando le voy a tomar una foto—. A nosotros nos dan un cuarenta por ciento de todo lo que hagamos aquí. Y la cooperativa coge el sesenta. Yo aquí estoy completando un año. Pero creo que la carpintería va para dos años.
—¿Qué es lo que más se fabrica?
—Por lo regular son camas. Es lo que más se hace. Ahí hay creo que quince camas. Más. Trece, catorce, quince, y dos que hay por allá…
—Camas para la comunidad…
—Aquí sí se estaban haciendo las de la comunidad. Creo que aún nos faltan cuatro camas. Y todos los otros muebles que los excombatientes quieran, por aquí también se hacen. Pero ya eso es comprado. O sea: cualquier persona que quiera un mueble se le hace. Sea de aquí o de donde sea. Es abierta la venta. Aquí la prioridad era unas camas para todos los de aquí. Esas camas eran a cien mil pesos para los muchachos de acá. Era para hacerlas gratis, pero entonces siempre se va harta plata y pues al menos para algo de material. Una cama sale, hecha aquí y sin ganarle nada, por doscientos sesenta y cinco mil. Entonces acordaron que la persona pagara al menos cien mil y la cooperativa asumía los otros ciento sesenta y cinco. Hicimos hartas, creo que unas trescientas camas. Algunos querían cama de un metro, otros de uno veinte y otros de uno cuarenta.
—Matrimonial.
—Claro, porque si uno tiene pareja qué va a dormir en una cama de un metro.
—¿Y cunas?
—Claro, cunitas se han hecho. Aquí, para la comunidad, hemos hecho tres. Y para afuera hemos hecho ocho. Hicimos una para un capitán de la policía y una para un sargento del ejército.
—¿Cuántos trabajan en este taller?
—Tres.
—¿La cama en la que está durmiendo actualmente la hizo usted?
—Esa la hice aquí. De uno cuarenta. La hice recién llegué a este taller. Yo llegué a trabajar en construcción. Luego seguí trabajando en la cochera, hasta terminarla. Ya después sí acá, a mí me gusta harto esto y yo había pedido. Entonces me mandaron.
—Llegó hace un año de…
—De Buena Vista, Meta. Yo estaba en la cárcel. Yo salí de traslado para Mesetas. Ahí duré seis meses. Me llegó la libertad por la ley dieciocho veinte y me vine para acá. En la cárcel duré cinco años.
—Y de dormir en catre a hacer su cama…
—Uy, claro. Uno en esa plancha a diario. Y allá [en la cárcel] yo también trabajaba ebanistería. Yo estarme quieto casi no.
—¿Y cómo era el trabajo en la cárcel?
—Yo tenía el descuento en talleres, entonces uno en el descuento entra a trabajar. Después de que uno entra al taller uno trabaja en lo que quiera. Lo que le complica es la entrada de materiales. Y es que a usted allá le toca comprar sus propios materiales. Allá no le dan nada, solo el local para que trabaje. Si por ejemplo usted quiere entrar diez tablas, le toca entrarlas entre tres. Cada quince días puede uno entrar una encomienda.
—Y el pago es rebaja de pena…
—Sí. Lo que uno hace es para uno. Yo fui de buenas porque apenas caí en El Cunduy de una vez me llegó la orden de descuento. Uno descuenta tres meses al año. Uno descuenta ocho horas diarias si es juicioso, o bueno, malicioso, porque allá no se trata de juicio sino de malicia y de que no se deje coger las cosas. Si le llegan a coger un teléfono a uno, por ejemplo, le hacen un informe y le rebajan redención.
—¿Dónde lo agarraron?
—Por el Caguán. De Cartagena para arribita. Me agarraron en un operativo que hicieron por allá. En unos desembarcos. No era para mí sino que yo estaba ahí en ese caserío. Yo ya no estaba como guerrillero activo. A mí me habían dado salida. Yo tenía hasta negocio en el caserío. Y ahí estaba el que iban a capturar y el man fue más listo. Y como yo no le corría a nadie. Yo casi no tenía problemas con la ley. Yo manejaba carro casi a diario, mantenía haciendo viajes para Florencia, ese era el trabajo mío. Y el ejército mantenía a diario ahí, eso era rarita la vez que no hubiera ejército ahí.
—Y usted igual tenía relación con ellos.
—Claro, yo tenía un bar y ahí se la pasaban todos.
—¿Cree que su oficio hoy por hoy beneficia a las demás personas de la comunidad?
—Todas las personas aquí se benefician de esto, porque como usted sabe aquí las cosas son escasas, aquí no se le niega nada a nadie. Todas las personas van mandando a hacer sus cositas, que quero un chifonier, que quiero esto, y eso se le va haciendo. Y aparte de eso uno se relaciona con otras comunidades porque mucha gente [de afuera] viene aquí a mandar hacer cosas. Uno entonces mantiene conectado. Ya a uno lo llaman de Florencia y de otras partes, que cuánto vale una cama así, que le envían la foto. Entonces uno va socializando con toda la gente.
—¿Dónde aprendió la carpintería?
—Yo esto lo he trabajado desde niño porque pequeño siempre he sido. Yo tengo unos tíos que son ebanistas en Cartago, Valle. Nosotros somos de por ahí. Y yo siempre mantenía preguntándoles y mirando medidas y cortes.
—¿Y además de la ebanistería y la gerencia del bar qué otro oficio ha hecho?
—Yo era chofer de ambulancia en el monte. Que toca ir a recoger un herido o un muerto, hágale. Yo mantenía con el radio, pendiente, en una camioneta. Eso hacía. Aquí también manejo una camioneta y hago favores. Llevo canastas de cerveza o lo que me pidan. A mí siempre me ha gustado hacer favores.
—Esto era alquilado. No teníamos tierra. El dueño de esto nos prestó el terreno para que, si queríamos cultivar, cultiváramos —cuenta Felix, un exguerrillero que hoy es uno de los encargados del piñal del ETCR Agua Bonita—. Aprovechando eso dijimos: toca sembrar algo. No podemos sentarnos de brazos cruzados. Tampoco nos vamos a quejar. Hay es que demostrar que lo que hacemos nosotros es trabajar. Es lo que siempre hemos reclamado: que dejen trabajar.
—¿Cuál es la rutina con las piñas?
—En este momento nosotros estamos trabajando cinco. Cinco muchachos somos los responsables de estar en el cultivo. Ahora estamos en cosecha. Ya empezamos a recolectar. En agosto del año pasado empezamos a sembrar y esa primera siembra que hicimos ya empezó a dar fruto. Nos dedicamos es a eso. Cada dos días estamos haciendo revisión en el cultivo para no perder nada.
—¿Es cierto que incluso antes de construir las casas empezaron a sembrar?
—Estábamos todavía allá en la tula, en tula verde, de allá veníamos a sembrar acá. Nos veníamos todos los días. De allá nos traían la comida porque eso está a unos tres kilómetros. Entonces trabajábamos desde la mañana hasta las tres de la tarde. O según estuviera la jornada. El diez de agosto sembramos como unas doce mil matas. Son tres hectáreas. De ahí seguimos sembrando cada veinte días, cada mes. Ya estaba todo acordado (los acuerdos de paz). Nosotros siempre hemos estado acostumbrados a vivir en el monte, para eso tiene uno su caucho y acomoda su forma de dormir y ya. Prácticamente [en agosto de 2017] teníamos la casa allá, en el monte. Entonces cuando se estaba construyendo esto aquí, había unos que se encargaban de construir y otros que estábamos allá en la siembra. Cuando terminamos de sembrar se terminó también el tema de las casas.
—¿La semilla que sembraron es de la zona?
—No. Esa semilla la trajimos de muy lejos. De esos lados del Eje Cafetero. La oro miel no la hay en el Caquetá. Hay piña caqueteña, que es una piña grande, blanca, como pálida. Y es más simple. En Florencia no se come oro miel. Prefieren la caqueteña.
—¿Entonces por qué escogieron la oro miel?
—Porque deja más que la caqueteña y si se piensa en exportar, afuera es más apetecida. Un amigo nos aconsejó. También nos hizo un acompañamiento para el estudio de suelos. En los acuerdos está que el Estado nos iba a acompañar, pero esto lo sacamos nosotros. La pura fuerza de nosotros.
—Supongo que tiene una relación estrecha con la tierra.
—Siempre he vivido en el campo. Uno desde pequeño siempre la formación fue trabajar la tierra. Cultivar. Sembrar matas. Esa siempre ha sido la visión de uno. No hay más sino el trabajo del campo. Eso viene de herencia. Yo trabajaba la tierra de niño, en el Huila. Mis padres me enseñaron cómo sembrar la yuca, la caña. Cuando eso, se utilizaba mucho la luna. Que la menguante, que la creciente. Todo eso lo enseñan los papás de uno. Aunque uno ya no puede hacerlo con la luna porque el tiempo está muy cambiado. Ya no se puede con la cabañuela: los primeros doce días del año marcaban lo que iba a ser el año en tiempos de lluvia y de verano. Si el primero de enero hacía todo el día sol, decían los abuelos: enero es verano. Y así era, mes a mes. Eso ya no se puede.
—¿Cree que su oficio es importante para este lugar?
—Es importante para el territorio este oficio, sí: ahorita estamos abasteciendo Florencia con un producto bueno, porque la piña que llevan allá es la que llaman piña industrial, la que ya no le sirve a los productores. La piña de aquí es de primer corte, y al ser de primer corte es muy jugosa y muy dulcecita, muy blandita, no tiene ni corazón. Es una piña fresca, no es madurada con Madurol.
—Es un proceso más lento y seguramente menos rentable…
—Sí. Y es más sano. Además no hay un mercado aún que requiera hacerlo de otra forma. Nosotros sacamos poco: abastecemos la panadería y lo que la gente pida.
—¿Cómo hacían con el abastecimiento de la comida cuando tenían que andar moviéndose de un lado a otro, en el monte?
—Por donde pasábamos íbamos dejando plátano, yuca y lo que más se pudiera para que en caso de una crisis dura se pudiera sobrevivir. El campesino siempre ha sido amigo de nosotros. En las mismas fincas de ellos sembrábamos. Les decíamos, queremos sembrar yuca y ellos decían: bueno, les dejamos este pedazo, y ahí queda para ustedes, para la comunidad. Y ya. Ahí quedaba y luego buscábamos. Y si nos íbamos ahí le quedaba a ellos.
—¿Le gustaría vivir algún día en una ciudad?
—Para mí la ciudad es más peligrosa que la montaña. En las montañas hay miles de animales y prefiero estar en la montaña, en los más profundo de la montaña. En las ciudades es muy duro vivir. Duré un mes en Florencia y me comía una sola comida al día. No me daba hambre. Con ganas de enfermarme. La bulla. El ruido. La primera noche no pude dormir porque me tocó una cama al borde de la calle y eso de noche esas motos, la gente pasa borracha hablando. Yo a las ciudades no aspiro. En el campo se saluda al extraño, sin importar quién sea. Usted en la ciudad no mira eso. Puede el uno vivir aquí y el otro allí y no se saludan, como si no hubiera nadie ahí: y es algo como que se aprende en las ciudades, ¿no? que lo social no es.
—Nosotros como FARC —explica Carlos, el bibliotecario del Espacio Territorial, quien, antes de cualquier cosa, explica que su proceso fue en la universidad y su acción siempre en la ciudad—, como organización armada, tuvimos una conferencia, la novena conferencia, en el 92, desde esa conferencia se tomó la decisión de que cada combatiente debía tener como mínimo en su equipo un libro que debía no solo cargarlo sino estar leyéndolo. Y había tiempos para intercambiar libros. Ahí se crearon lo que denominaron las bibliotecas móviles farianas. No solamente era cargar el libro, sino que se organizaba mínimo una hora cultural al día. Algunos leían [en público] parte del libro que estaba leyendo, otros declamaban poemas, otros cantaban una canción. Se veían noticieros. Se veían películas y se analizaban. Todos los días… mientras las condiciones lo permitieran, porque podían pasar quince o veinte días de persecución constante y qué se iba a parar alguien a leer su libro mientras estaban detrás con un arma.
—¿Era esa la única estrategia de lectura?
—Otros buscaron enterrarse. Se hacía una construcción debajo de la tierra, una especie de búnker, para poder prender lámparas y estudiar en la noche. Porque ese era otro limitante, la luz. Se podía estudiar en el día, en la noche no se podían prender luces porque eso era mostrar la ubicación.
—¿Cómo eran estructuralmente esos espacios subterráneos?
—Se hace un hueco. Se coloca un techo arriba, con madera, pura tabla, y encima de la tabla más tierra. Costales con tierra. Tenían un sistema de ventilación y de electricidad. Y hágale, a estudiar. Claro que eran espacios pequeños, para grupos reducidos. Era en realidad muy complejo. Pero siempre la necesidad hace la solución en sí misma. Con el proceso de paz se dijo: bueno, ya tenemos mejores condiciones para avanzar en formación, en cualificación. El exguerrillero tiene mucho conocimiento práctico: acá hay gente que hace una cirugía fácilmente, que puede tratar un pulmón, el intestino. Pero en este momento no se puede practicar porque no hay títulos que digan “sí sabe hacerlo”. Esos conocimientos prácticos que tuvo el exguerrillero no tienen legitimidad ante esta sociedad. Los médicos de guerra que se formaron ya no pueden actuar.
—¿Cómo se formaba un médico de guerra?
—A punta de lecturas y de amigos que llegaban a asesorar y dar clases. Médicos de hospitales reconocidos que trabajaban con el partido clandestino, personas que se perdían tres, cuatro semanitas de la ciudad y estaban era dando clases en la montaña. Al irse dejaban guías, ciertas imágenes, lecturas. Era una formación popular, como una escuela para campesinos. Acá en el bloque sur tuvimos un campamento/hospital con cuarto de cirugía, con rayos X, que fue comparado con los mejores hospitales de aquí del Caquetá. De hecho, la directora de ese hospital está aquí en este espacio. Todos esos procesos tienen que pasar ahora por validación de bachillerato y primaria para empezar a nivelarse en la universidad.
—Y la biblioteca juega un papel importante en esa validación…
—La biblioteca surge como una necesidad de la misma comunidad para poder suplir esa información y ese conocimiento. Desde la biblioteca estamos pendientes de qué contenido están necesitando en las clases [de validación]. Por lo menos yo sé que en este momento están en temas de genética, entonces tengo que ir ubicando los libros de genética porque van a venir a consultar eso. Hay consultas básicas. Ahora tenemos internet también pero incentivamos a la gente para que siga utilizando los libros porque la consulta en internet es Wikipedia, el primer resultado que apareció y sale. Acá también hay gente que nunca ha consultado un libro de la biblioteca.
>>De todas maneras las FARC tuvo mucha gente graduada de colegios y de universidades, pero lastimosamente parte de esa gente, cuando tuvo que venirse porque ya estaban muy calientes afuera, acá eran presa fácil. Si usted se mueve de la ciudad en donde ha vivido toda la vida para irse a la montaña y de un momento a otro lo coge una persecución militar, fácilmente cae. Como le pasó a Camilo Torres: él muere en su primer combate porque era un padre, tenía otras condiciones. Por eso las FARC en un momento estipuló que no se iba a traer gente de la ciudad.
>>Vea, la biblioteca no fue un proyecto externo que alguien dijo “acá lo necesitan”. La misma comunidad empezó a decir: necesitamos un espacio en el que tengamos acceso al conocimiento. Federico Montes (coordinador del ETCR Héctor Ramírez) y yo hicimos un equipo para estar siempre puyando para sacarla adelante. Lo primero que hicimos fue recoger los libros de esas bibliotecas móviles de las que hablaba antes. Hoy tenemos cuatro mil quinientos libros. Eso le da una característica propia a la biblioteca de acá. No es una común y corriente sino que hay unos libros que no se encuentran en otras partes, que son los propios de FARC. Porque parte de esos libros de las bibliotecas móviles sí era novelas, literatura universal, pero también otros eran hechos acá mismo. Hay unos muy pequeños, de bolsillo, fáciles de cargar. Así como había personal destinado a hacer prendas militares, había otros que hacían libros, que publicaban.
—Libros como… ¿bitácoras o diarios?
—No. Teóricos. Filosofía, economía, ciencias políticas. Hay unos cuadernos inspirados en Simón Trinidad, quien apostó mucho en la formación política y capacitación académica de la organización. Él fue economista y le dio mucho el contenido popular. Tenemos también la cartilla militar, la propia de acá. La cartilla de inteligencia. Las cartografías.
—¿Luego qué hicieron con todos esos libros?
—Empezamos a documentarnos. A ver documentales sobre las primeras bibliotecas en la historia. Yo por lo menos no había trabajado en una biblioteca y se descubren cosas chéveres: que las bibliotecas son una manera de proteger el conocimiento. Vimos algo sobre la biblioteca de Alejandría, en Egipto: se logró recolectar manuscritos, todo lo que había en conocimiento escrito y que luego cuando llegó otra civilización lo que hicieron fue quemar todos esos documentos. Nos damos cuenta de cómo también las bibliotecas fueron objeto de guerra para opacar una cultura e imponer otra. No es solo tener libros por tener libros ni la información por la información, la biblioteca se nos convierte en un baluarte de protección de la memoria: en un fortín de la memoria. Empezamos a recolectar también prendas: hay equipos, maletines, radios, granadas vacías…
—Y han recogido testimonios también…
—En esa recolección empezamos a hablar con las personas y a grabar esas charlas. Eran charlas, no entrevistas estructuradas. Así le dimos forma al libro [que publicamos] con la biblioteca popular, se llama Una guerrilla por dentro. Son historias de excombatientes de aquí. Surgió también impulsado un poco a partir del proceso de paz y de que nos concentramos en las zonas veredales, porque hubo mucha inquietud de la gente por venir a conocernos. De las universidades querían tomar relatos, hacer trabajos de grados. Al principio nos decían: yo quiero ir a hablar con ustedes y luego yo les muestro lo que estoy haciendo. Pero la gente venía y se llevaba las historias y no volvía a aparecer. Y para que la gente venga y se lleve las historias y las publique y no nos deje nada, pues para eso hacemos nuestro propio ejercicio de memoria. Cuando empezamos a hacer ese trabajo [de los testimonios] estábamos en campamento todavía. Trabajábamos de cinco de la mañana a diez de la noche, todos los días. Ese era nuestro trabajo: el libro. Yo tenía la mesita de trabajo aquí y la cama al lado. Me levantaba, me pegaba el baño y trabajaba hasta que me tumbaba otra vez a dormir.
—¿Cuáles son los intereses literarios de las personas que viven acá?
—Política. Me dicen: ¿qué hay para leer pero que sea así como de historia o política? Es que esa ha sido la formación de acá y se le da mucha importancia a eso. Novela también, pero novela crítica. Tenemos otra estrategia y es que organizamos cine foros y salimos desde la biblioteca y nos hacemos aquí en esta aula.
—¿Qué documentales o películas han visto últimamente?
—La dictadura perfecta, El juego de Arcibel, Estado de sitio. Tenemos la idea de que no es leer textos o ver películas porque sí, sino que es para leer la realidad, para estar políticamente en el momento.
—¿No considera importante la lectura como entretenimiento?
—La verdad, la verdad, a eso le trabajamos más bien poco. Yo sé que sí hay que trabajarle, pero por el mismo interés de la gente...
—Pero usted, en sus lecturas…
—Yo me entretengo leyendo noticias. Si yo paso días sin leer noticias, me aburro.
—¿Y qué medios consulta?
—RT, Hispantv, TeleSUR.
—¿Tiene un poeta de cabecera?
—En realidad no. Sé que hay autores que leo que hacen poesía, pero no es eso lo que les leo. No quiere decir que yo piense que no es importante. Yo sé, por ejemplo, que Martí hacía poesía.
Nota del autor: Hay muchos otros oficios en este lugar. Por supuesto. Relatos y oficios muy valiosos. Vicky, la mujer que me cortó el pelo. Jaimito, el hombre de las gallinas a quien nunca pude encontrar. El músico, el panadero, la gente de la fritanguería con esa sazón invaluable, los porteros. Amparo, la mujer de la sastrería equipada con máquinas Singer clásicas. Duver, Casaca, Vladimir, Salomón. Sus nombres se quedaron en una libreta. El tiempo en los viajes no es complaciente.
Cartel Urbano pudo llegar a Agua Bonita gracias a la Misión de Verificación de la ONU en Colombia (en el marco de su mandato de verificar la reincorporación efectiva de los excombatientes a la vida civil), y al Banco de la República.