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Fotos cortesía de Fred Ramos

Fred Ramos está fotografiando al monstruo

“En El Salvador no existe una escuela de fotografía y aun así la cultura visual es muy buena y me atrevo a decir que se debe a la guerra, a que tuvimos una guerra. Las guerras te obligan a agarrar una cámara y a contar eso que pasa frente a los ojos”.

Ángel Carrillo Cárdenas / @angelcarrillo

Con la llegada de Nayib Bukele al poder y la construcción de la cárcel más grande de Latinoamérica, El Salvador ha estado en el ojo de la prensa internacional. El problema con aquello que llega para centralizar toda la atención siempre es eso vasto, caótico y monstruoso que se desborda y que, en muchos casos, siempre se ha desbordado. Al menos algo parecido piensa este fotógrafo salvadoreño que lleva más de una década documentando no solo la violencia de las pandillas en su país sino también los efectos de la migración y la pobreza en Centroamérica. Ganador de premios tan importantes como el Poy Latam o el World Press Photo, Fred Ramos abandonó su antiguo oficio como vendedor de felicidad para dedicarse a entender, a través del fotoperiodismo, porqué suceden cosas tan absurdas en el mundo, como el asesinato de su propio padre a manos de un pandillero adolescente.

 

***

 

Recuerdas en una entrevista que te hicieron el año pasado que, cuando volviste a El Salvador después de estudiar fotografía en México, eras tímido, no podías acercarte a la gente para tomar las fotos. Sin embargo lo que vino después en tu trabajo fue mucha cercanía, incluso proyectos tan íntimos como el del expandillero salvadoreño que se hizo evangélico  y estaba en un proceso de borrado de tatuajes. ¿Cómo venciste la timidez? ¿Qué historias te ayudaron a hacerlo?

 

La timidez continúa. Creo que no se ha ido. Yo crecí en El Salvador de la posguerra donde muchos traumas estaban presentes en la sociedad, así que tuve una infancia introvertida, de jugar solo en la casa como el hijo único que soy. Ensimismado. Lo interesante, me parece ahora, es que la misma fotografía me hizo salir para acercarme a las personas. Hay momentos que siguen siendo difíciles. Cuando tengo que hacer el retrato de alguien en medio de un fotorreportaje, siempre lo postergo y lo postergo, hasta el final, porque me cuesta cruzar esa barrera. Estoy todo el tiempo diciéndome: tengo que hacer ese retrato, tengo que hacerlo. Y lo que siento detrás de la cámara es la obligación de tener que hacer un buen trabajo, de recoger ciertas imágenes interesantes, supongo que eso termina rompiendo la timidez.

¿Historias que me hayan ayudado a vencerla? No lo creo. He encontrado herramientas con las que puedo acercarme a las personas. Y las he ido desarrollando.

 

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¿Y puedes identificar algunas de esas herramientas?

Bueno, ahora que lo pienso, para mí es más fácil conectar con mujeres. Con ellas puedo hablar de una gran diversidad de temas y con ellas me siento más conectado. Más cómodo también hablando de ciertas cosas. Los hombres, en cambio, son cajas fuertes, especialmente si estás tocando temas muy sensibles en los que se pueden sentir vulnerables.

Yo crecí con mis tías. Mi papá era un papá soltero y cuando se iba a trabajar me dejaba con ellas y con mi abuela. Por ahí veo ese vínculo. Cuando estoy en una cobertura, las mujeres son quienes me han permitido entrar a las historias y a las familias y a las comunidades. Entonces durante mis trabajos con mujeres, si por ejemplo están cocinando yo puedo hablar de comida. Con los hombres, como te digo, me cuesta un montón. Es raro, no entiendo por qué, pero así es.

 

A pesar de que muchas de tus fotos son retratos de hombres…

La mayoría son hombres, sí, tienes razón.

 

A veces me parece que el devenir de la obra de alguien nunca se separa de las decisiones personales que toma la persona, incluso en asuntos que parecen estar lejos de su oficio. Pienso en tu foto de Felipe, el hombre malherido que encontraste a orillas de una carretera y que decidiste ayudar y a quién, además, le tomaste la que sería su última foto. ¿Esta decisión de ayudarlo cambió o afectó de alguna manera tu mirada?

Felipe era miembro de la pandilla 18. Que se haya abierto en ese momento y me contara algunas cosas personales… pues sí, eso sí que me cambió, creo yo, y lo hizo para el resto de mi vida. Lo recuerdo con mucho cariño, con mucha tristeza también.

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En ese momento yo estaba muy confundido. Uno actúa casi por inercia, impulsado por lo que considera que debe hacer. Yo iba con un colega en el auto y recuerdo que cuando llegamos al hospital y lo entregamos, sentí felicidad. Y al siguiente día también. Y es que en ese momento yo creía que Felipe se había salvado por el simple hecho de que nosotros lo llevamos. Cuando me enteré de que había fallecido… un bajón.

Yo llamé a la casa de Felipe y hablé con el papá. Le expliqué toda la situación y fue doloroso escucharlo devastado. Entonces hice algo que no sabía si estaba bien y que aún hoy no sé si fue lo correcto: le regalé esa foto que le tomé en el carro porque pensé que era mejor que la viera antes de que el periódico la publicara, días después. Cuando se la di fue para él como si le entregara un paquete de droga, algo prohibido. La vio y la escondió, rápido.

 

¿Por qué tomaste la foto?

Tardé mucho en tomar esa foto. Estuvimos una media hora en el auto y la tomé en los últimos diez minutos. Lo hice porque mi colega, que iba a mi lado, me dijo: ¿y no vas a tomar la foto? Le dije: ah, sí, cierto. Yo estaba un poco en shock y fue difícil reaccionar. Debo decir que en ese momento llevaba poco tiempo como fotoperiodista. Ahora lo haría más rápido.

La tomé porque había que tomarla, es lo que debía hacer, era un momento importante y no había mucho espacio para preguntar si se podía o no. Cuando dejamos a Felipe en el hospital, Carlos y yo discutimos si era ético publicarla. La respuesta fue esta: si Felipe sobrevive a esto, no es ético porque vamos a poner su vida en un mayor riesgo. Estuvo bien tomar la foto, pero mostrar que había sobrevivido al intento de homicidio era ponerlo otra vez en riesgo. Si hubiera sobrevivido, esa foto seguiría guardada en mi archivo.

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Joan Fontcuberta dice en un ensayo sobre fotoperiodismo que no existe tanto una ética de la fotografía como una ética del fotógrafo o la fotógrafa.

La ética es un tema bastante complejo pero definitivamente está relacionada con la honestidad que se tiene con las personas con las que estás trabajando. Esa clave me ha servido durante mi carrera y en los temas que trabajo. Muchas veces uno se enfrenta a este tipo de preguntas: ¿por qué está usted tomando esta foto?, ¿por qué le interesa mi historia?, ¿por qué mi historia es importante y porqué debo dejarlo entrar con su cámara para fotografiarme en esta situación de vulnerabilidad en la que yo no quisiera ser fotografiado? Los temas que yo trato son la violencia, la migración, violaciones de derechos humanos, así que puedo verme involucrado en momentos en los que a la gente le cuesta entender porque quiero fotografiarlos.

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Hace un tiempo estuve en El Salvador trabajado junto a un colega la historia de un chico llamado Rudi, un pandillero que en ese momento tenía 14, 15 años, y era alguien cuya vida corría bastante riesgo. Él tenía amenazas de muerte de las autoridades y de otras pandillas. Vivía en una zona en la que no tenía ningún tipo de protección de nada ni nadie. Rudi andaba huyendo todo el tiempo. Recuerdo que cuando lo conocimos, con mi colega consideramos que era una historia que debíamos contar. (El colega se llama Óscar Martínez y él la cuenta esta historia en su libro Los muertos y el periodista). Cuando llegamos a donde Rudi él nos preguntó por qué queríamos contar su historia. Le dijimos algo duro pero honesto: merece ser contada porque eres un niño deseando escapar de la pandilla a pesar de que tienes todo en contra, nosotros no podemos hacer nada para protegerte… si te matan tu historia merece ser contada. Fue difícil decírselo, pero al hacerlo él entendió nuestro punto y accedió. Lamentablemente fue asesinado un par de años después, aunque hubo un momento en el que pensamos que eso no iba a pasar porque se había salvado de muchas situaciones de riesgo. Y publicamos la historia después de esto, porque ese fue el pacto.

Fue muy duro… lidiar con esto fue duro. Personas que no están en este trabajo ni cerca de estas historias pueden considerar que uno está ahí como un cuervo, viendo, pero lamentablemente esto pasa y pasa todos los días y uno puede tomar la decisión: lo contás o no lo contás, así de simple. Y si decides contarlo lo mejor es ser honesto. Es importante que quede evidencia, que estas historias se conozcan y que esperes que en algo ayuden a cambiar las cosas, aunque muchas veces no cambia nada.

 

Justamente en un episodio de la última temporada de Radio ambulante cuentas cómo Rudi y su historia vital te ayudó a entender mejor el asesinato de tu padre. Hablas en él del fotoperiodismo como una forma de catarsis. ¿Cómo sucede esta sanación a través de la fotografía?

La fotografía no solo me ayudó a trabajar con la timidez, también a lidiar con mi propio duelo. Si hoy no fuera fotoperiodista, quizás estaría viviendo mi duelo de una manera más íntima, más privada, pero definitivamente no hubiera podido entender (o entender mejor) lo que había pasado con mi padre. Cuando él fue asesinado [a manos de un pandillero de más o menos la misma edad de Rudi] nació en mí una necesidad por entender qué era lo que pasaba en mi país. Yo trabajaba en una agencia de publicidad y vivía en un mundo bastante distinto, un mundo construido sobre promesas de felicidad, porque eso es lo que hace un publicista: prometer felicidad, vender felicidad. Allí vivía en una burbuja que no me permitía conocer lo que sucedía afuera. Entonces la fotografía me obliga a salir y enfrentarme a historias que involucraban a personas que como yo estaban pasando por situaciones similares, he aprendido muchísimo de esas personas y Rudi es una de ellas.

A veces me doy cuenta de que estoy documentando un monstruo, el monstruo de la violencia en El Salvador, y debo también dejarlo descansar para cuidarme y para luego volver a enfrentarme a él.

Yo ahora no vivo en El Salvador sino en Ciudad de México y ha sido importante porque durante esos siete años que estuve allá haciéndolo, trabajando como fotoperiodista, fue muy difícil separar mi vida personal de mi vida laboral. Ahora que estoy acá, en un país que no vive una realidad tan distinta a la de El Salvador, me puedo desconectar y luego volver a él y estar el tiempo que sea necesario, sabiendo siempre que voy a salir de esa zona.

 

Es una distancia física, aunque sigues metido en el tema.

Me la paso leyendo y trabajando en esos temas casi a diario, pero la distancia física es buena para mi salud mental.

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Eres un salvadoreño viviendo México y además alguien que pasa buena parte del tiempo viajando por Centro América. Uno de tus temas es la migración, ¿qué es lo que te conmueve de ella?

Más que la movilidad, lo que me interesa es encontrar razones: las razones por las cuales las personas migran. Es interesante cómo esto cambia constantemente. Yo comencé documentando la migración salvadoreña por violencia de pandillas pero siempre o casi siempre era la misma historia: estoy huyendo porque los pandilleros me quieren asesinar. Son historias que ya hemos leído muchas veces. Ahora, a pesar de que las caras son las mismas y las víctimas también, la violencia de la que huyen muchas personas es la que ejerce el Estado. Eso me resulta interesante porque me permite contar cómo esa violencia cambia de mano, cambia de actores, pero al final las condiciones a las que son expulsadas las víctimas son las mismas. Eso, definitivamente, es lo que más me conmueve.

 

¿Y tú porqué te fuiste de tu país?

Porque estaba agotado. Me fui porque necesitaba respirar. El Salvador es un país pequeñito y cansa visitar los mismos lugares y, muchas veces, fotografiar a las mismas personas. México es un país del que he aprendido mucho en cuanto a fotografía. Pensando ahora en las razones de mi partida, también hubo algo, como un sexto sentido que me dijo que el país iba a entrar en una etapa muy agotadora en términos visuales y estoy hablando puntualmente del gobierno del presidente Nayib Bukele. Ya había visto ejemplos en otros países donde tienen gobernantes dictatoriales y en los cuales toda la cobertura fotoperiodística se vuelca sobre un personaje, todo gira en torno a él y se olvidan otros temas importantes. Eso fue para mí una bandera roja, así que dije: mejor me voy ahora que puedo hacerlo.

 

México tiene una tradición fotográfica muy fuerte, quizás una de las más grandes de Latinoamérica, y de alguna forma responde a las guerras. ¿Cuál es la tradición fotográfica de El Salvador de la que tú bebiste?

Qué interesante, porque ahora que lo dices creo que el asunto de la fotografía salvadoreña se parece al de México. Digo esto con temor a ser criticado porque los conflictos no dejan nada bueno, pero hablando del fotoperiodismo sí hay algo bueno que han dejado: una cultura fotoperiodística importante. En El Salvador no existe una escuela de fotografía y aun así la cultura visual es muy buena y me atrevo a decir que se debe a la guerra, a que tuvimos una guerra. Lamentablemente es así: las guerras te obligan a agarrar una cámara y a contar eso que pasa frente a los ojos.

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A El Salvador empezaron a llegar todos los corresponsales (muchos de ellos ya retirados) que han sido muy importantes para el fotoperiodismo en el mundo, como Susan Meiselas. Estas personas llegaban a El Salvador y como necesitaban de los fotógrafos locales, había un intercambio de conocimiento, los salvadoreños los llevaban a los lugares donde sucedían las cosas más interesantes y estos fotógrafos extranjeros les enseñaban cómo desempeñar mejor el oficio porque habían tenido acceso a escuelas de fotografía en Estados Unidos y en Europa. Y es un legado que también se parece al de Nicaragua o Guatemala.

 

¿Qué tipo de riesgos se corren hoy en El Salvador al ser un o una fotógrafa que no comulgue con las políticas de Bukele?

Persecuciones, acosos en redes sociales, acoso físico. Es lo que les está pasando a algunos colegas que siguen allá, el hostigamiento por ser periodistas de cara a una sociedad que halaga a un presidente y que considera que todo lo que dice es verdad. Periodistas frente al estigma, a la creencia de que solo cumplen a una estrategia internacional para afectar a la imagen del presidente porque hay intereses exteriores.

Además, como te digo, se corre el riesgo de dejar de ver otras cosas que suceden paralelamente a la crisis y eso, para mí, fue el mayor temor. Como el conejo que solo ve la zanahoria que le cuelga enfrente.

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¿Cómo es regresar a tu país para hacer proyectos, como El ascenso de Nayib Bukele para The New Yorker?

A mi abuelo también lo asesinaron. A él no lo conocí y aunque se hablaba de esa historia en mi familia, nunca sentí la necesidad de averiguarlo, como sí me sucedió con el asesinato de mi papá. Ahora, con el régimen de excepción, con el ascenso de Bukele al poder, con su futura reelección (algo que es inminente salvo que algo sorpresivo pase), con la violación de derechos humanos, con la persecución a periodistas, con todo esto… ahora puedo ver la situación en la que murió mi abuelo. Volver a El Salvador, justo ahora, es volver al pasado. Suena extraño pero esta situación ya la habíamos superado, esto de hoy es El Salvador de los sesenta, algo que pensé que no iba a vivir. Volver a El Salvador es, de alguna manera, volver a la situación en la que asesinaron a mi abuelo. 

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¿Qué significó para ti y para tu carrera ganar el World press photo con tu trabajo El último atuendo de los desaparecidos?

Ese premio me llegó muy temprano. Llevaba apenas unos meses de ser fotoperiodista, no tenía muchos conocimientos. Y ahora no es que sea la gran eminencia, no quiero sonar así, pero en los últimos diez años he aprendido algo. Quisiera que ese premio no me hubiera llegado tan temprano porque no lo disfruté mucho. No estaba preparado, estaba muy confundido y pensé: ahora solo me queda una opción, ser fotoperiodista. No podía ser la persona que se ganó el World press photo y a los meses se volvió cocinero. Me dije: Fred, por más que te mueras de hambre en esta profesión, tenés que ser fotoperiodista por el resto de tu vida. Igual, estoy agradecido, gané visibilidad y los premios en la mayoría de los casos tienen ese efecto, el de darte visibilidad y, especialmente, dar visibilidad a la historia. Esa historia no hubiera tenido el alcance que tuvo sino hubiera sino por ese premio. En El Salvador se publicó sin mayor interés, las visitas en la página web fueron pocas.

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Y es que ese no es un proyecto de “instante decisivo” sino de creatividad visual.

Sí, esa fue una buena idea, pero tampoco inventé la orilla azul de la bacinica. Lo que hice fue replicar una técnica antropológica muy usada en todos los departamentos de medicina forense. En México le llaman, creo, catálogo de prendas. Lo hacen para llevar sus procesos de reconocimiento antropológico. Puse esa técnica al servicio del lenguaje fotoperiodístico y lo hice porque me di cuenta de la importancia que tienen para estos antropólogos las prendas de vestir, es el primer eslabón para empezar un proceso científico. En ese momento en El Salvador no había banco de ADN, por lo tanto los familiares que estaban buscando a los desaparecidos llegaban a Medicina legal, ponían la denuncia, y les mostraban las prendas que había para ver si alguna de ellas les resultaba familiar. Lo vi como una manera poderosa de contar la historia a través de las víctimas. El recurso que se usa mucho, en casos como este, es tomarle la foto a la foto que sus familiares tienen guardada o colgada en la pared. Yo preferí partir de una pregunta: ¿cómo cuentas la historia de alguien que no está, que no puedes ver? ¿Cómo fotografiar a quien no puedes fotografiar?

 

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