
Una visita a la fábrica de "ranas" más vieja de Bogotá
Es uno de los deportes más populares en cantinas, billares y asados familiares alrededor de Cundinamarca, Boyacá, Santander y Valle del Cauca. Hoy, para nuestra sorpresa, se fabrican ranas con sistemas eléctricos: algunas han venido con cámaras de video e incluso se han hecho cajones que incorporan voces femeninas.
El juego de la rana (o el sapo, como lo conocen en diferentes regiones del país) dio por pura casualidad con Henry Troncoso en 1980, cuando un cliente llegó a la comercializadora de madera que su papá tenía desde hacía dos décadas y le mandó hacer dos cajones de madera para practicar este deporte (sí, deporte, o al menos así lo cataloga Coldeportes) no muy popular en aquella época. Las especialidades del hombre eran los listones de techo y piso, los durmientes de madera y otros insumos para la construcción, por lo que fabricó el encargo con madera sobrante.
Cuando el cliente vino por sus ranas, ambas se habían vendido y en lugar de indignarse y buscar otro proveedor, le encargó otras cinco. Así fue como en un lapso de tres años este bogotano, ahora de 57 años, abandonó todo tipo de trabajos de madera para dedicarse por completo a uno de los juegos más populares en cantinas, billares y asados familiares alrededor de Cundinamarca, Boyacá, Santander y Valle del Cauca.
Ubicar un origen exacto a este juego es complicado. En Colombia muchos juran que es una creación de carácter nacional, pero lo mismo pasa entre habitantes de Ecuador, Perú, México, Chile y hasta Argentina. En países de Europa como España y Francia también se pelean por su patente, aunque hay pruebas de que en el condado inglés de Sussex la rana (o toad in the hole, como le dicen por allá) se empezó a practicar en pubs desde el siglo XVIII. En este lugar anualmente se celebra el Toad in the Hole World Championship y sus participantes deben lanzar cuatro discos a una mesa con un agujero, mucho más rústica que los cajones con las estatuillas metálicas de la rana y un número de huecos variable según el modelo, el fabricante o la antigüedad. Un cajón puede tener cinco, doce, veintiuno, cuarenta o más agujeros. El propio Henry dice que en Cali llegó a ver ranas que ocupaban paredes enteras.
Bolis El Imperio, como le puso a su empresa dedicada exclusivamente a las ranas, fue pionera en la fabricación y comercialización de este juego en el barrio Restrepo, al sur de Bogotá. Con el paso del tiempo y el incremento en la demanda los competidores aparecieron. La ubicación del negocio es estratégica (Avenida Caracas, a una cuadra de la muy transitada calle 22 sur) y Bolis se ha mantenido hasta la fecha.
Foto de Daniel Sierra.
“Por esta zona usted va a ver 140 ranas listas para llevar —comenta Henry—, pero [la calidad de] los muebles es regular. Acá no encontrará ninguna hecha porque lo que se va haciendo se va vendiendo. El que tiene fiebre [de comprar] no mira o compara pero la mayoría lo hace y prefiere esperar un día para tener su producto bien hecho, con un año de garantía y la confianza de que le va a durar 20 años”.
En la década de los 90 las marcas de cerveza Águila y Leona buscaron a Henry para que fabricara las ranas que llevaban a todas las cantinas distribuidoras. Cuando esto sucedió el local funcionaba las 24 horas del día y contaba con más de media docena de empleados. Para Águila se fabricaron entre 200 y 300 ranas y para Leona unas mil, con la particularidad de no tener la cabeza del anfibio sino de la mascota de la marca. Esta alianza se acabó porque el contratista quebró por unas demoras en los pagos por parte de las cerveceras y porque la fiebre por la rana tradicional empezó a decaer. Fue ese el momento de reinventar el negocio.
Henry Troncoso, dueño de Bolis El Imperio. Foto de Daniel Sierra.
Aunque este producto puede ser aparentemente muy sencillo, requiere de una actualización constante para hacerlo atractivo a los dueños de los locales y, principalmente, a los jugadores. Henry explica que si los jugadores no se divierten beberán menos, el propietario no ganará plata y, por consecuencia, tampoco mandará fabricar nuevas ranas. Para mantener fresco el producto, Troncoso va a los clubes y tabernas y hace el papel de observador.
Foto de Daniel Sierra.
“Miro caras para ver qué les gusta y qué no —explica este experto en ranas—. Por ejemplo, a la gente no le gusta sumar con sietes u ochos sino de diez en diez. Tampoco les gustan las puntuaciones bajas, por eso el máximo ya no es 70 o 100 sino 300. Si el puntaje se acaba rápido la gente va a pedir más cerveza y esto está ligado al consumo. El objetivo es vender más y que la plata rinda”.
Estas observaciones in situ le han servido para desarrollar las boliranas, mesas de más de un metro de largo en las que en lugar de argollas se arrojan bolas para meter en algún agujero o en la boca de las ranas. Las hay tradicionales pero también eléctricas, en las que Henry aplica los conocimientos de electrónica que aprendió en la Universidad Incca. Durante un tiempo llegó a agregarles sistemas de resta, monederos y hasta cámaras de video. El caso de las cámaras resultó contraproducente en términos mercantiles porque los jugadores empezaban a tomarse fotos en vez de beber.
Ahora incluye en sus ranas modalidades como ruleta, juegos por parejas y a algunas les agrega una voz femenina, la cual era interpretada por una mujer del sector y ahora se manda grabar en un estudio profesional.
Fotos de Daniel Sierra.
Para la fabricación de las ranas y boliranas lo primero que se hace es cortar la madera y armar el mueble. El encargado de esto es Pedro Firavitoba, quien empezó a trabajar en la empresa en 2014 sin saber mucho sobre la elaboración del mueble. “Antes hacía alcobas, armarios y cocinas, pero cuando estaba sin trabajo un amigo me trajo y me quedé. Lo más complicado fue familiarizarme con las máquinas y las medidas, pero al cabo de unos dos meses ya lo dominé”, recuerda. Por semana ensambla unas 15 o 18 ranas, luego el trabajo se lo pasa a Rodrigo Murcia, encargado de la pintura y tapicería desde hace 10 años. A diferencia de Pedro, él sí había trabajado con ranas y por eso Henry lo contrató, pero con las boliranas el aprendizaje se fue dando sobre la marcha. Acá también trabaja William Murcia, el hijo de Rodrigo, que a pesar de su condición especial ha acompañado a su papá todo este tiempo y, de tanto observar la movida del negocio, ya sabe soldar, colocar las instalaciones eléctricas, hacer las terminaciones (colocar los stickers, el nombre del negocio, protectores y aluminios) y vender. Además, también es un buen jugador de rana.
Pedro Firavitoba y William Murcia. Fotos de Daniel Sierra.
Sin discriminar sectores, las ranas se solicitan y distribuyen a lo largo y ancho de Bogotá. En palabras de Henry, ya son artículos de primera necesidad. “Una señora me compró dos boliranas eléctricas en el barrio Danubio, a espaldas de la Cárcel La Picota —cuenta Henry—. Fui a llevarlas y quedé boquiabierto porque el suelo [del local] era de tierra, los techos eran de metal y ni siquiera vendían cerveza sino guarapo y chicha. Me dijo que las pusiéramos al lado del baño y eso estaba todo orinado. El lugar parecía un hormiguero de lo lleno. Ahora un negocio que no tenga un aparato de estos no vende”. Una vez un señor le compró cinco sistemas eléctricos porque quería llevar la experiencia deportiva de las ranas hasta Londres.
Fotos de Daniel Sierra.
A pesar de atravesar una época dura, sigue encontrando clientes que quieren ranas para sus casas y reuniones; le compran en las fechas próximas al Día de la Madre y en la Navidad del año pasado llegaron a fabricar boliranas junior para niños. En la década de 1980 se creyó que este deporte iba a ser pasajero, pero hoy se sigue practicando por jóvenes y viejos, principalmente en compañía del trago. “Cuando alguien está frente a una rana —concluye Henry—, mueve todos los músculos del cuerpo por las caminadas, las agachadas y los gritos. Así logran, mientras duran los ‘chicos’, que se les olvide el mundo”.