
Los calzones de María Montoya
La obra temprana de esta artista bogotana, bordada sobre ropa interior amplia y blanca, recoge ideas sobre la ordenanza familiar, el matriarcado y los frutos del hogar.
Todos sabemos, gracias al protocolo básico de emergencias, que la reacción lógica ante una herida es buscar con inmediatez que sea suturada, cosida o bordada, como nos propondría María Montoya, estudiante de la Universidad Javeriana que a sus escasos 20 años ha decidido dibujar con agujas lo más reciente de su obra temprana. Lo hace como quien sabe que para cerrar una herida es necesario abrir a su alrededor algunas más. Todo lo ha entregado a su subjetividad y ha rechazado objetivarse.
El estilo de sus dibujos se siente cercano, casi cómplice, porque los objetos que plasma son comunes en la vida de todos nosotros: son objetos de primera necesidad y de absoluta utilidad. María dibuja las cosas simples que cuesta poco obtener pero tanto perder. Y son tan vitales que ella lleva algunos tatuados: unas tijeras, una paleta de agua, una muela, una nube y un corazón. Todo lo dibuja con hilos, a punta de aguja sobre fondo blanco, sacándose todo lo que le va pasando por la cabeza, entregando una obra con la que podemos fácilmente conocer la tusa que le ha pesado, la música que le resuena, los amores fallidos, los conflictos internos, los asuntos en casa y hasta un desorden de personalidad que dice tener llamado borderline y que casi rima con su oficio artístico.
En esta obra tan particular hay unos dibujos bordados sobre calzones, modelados especialmente por las chicas de su casa —su abuela, su madre, sus tías, sus primas, ella misma—, reivindicando el rol de la mujer y destacándola como espacio y habitante de él. Es una serie de ocho piezas equivalente a las ocho partes que constituyen la idea de esa estructura física fundamental desde la que el hombre materializa la satisfacción de sus necesidades básicas y logra desarrollarse individualmente como fruto de un hogar, es decir la casa: la sala, el baño, la cocina, el jardín, el patio de ropas, la habitación, el comedor y el garaje. Y es que María ha demostrado desde otras piezas la importancia que tiene para ella la exaltación de los espacios cotidianos, de los asuntos convencionales y ante todo del hogar. La idea de hogar que es el cuerpo mismo, que la mujer tiene privilegiadamente al albergar la vida en su cueva sagrada, con un sistema natural que inicia con su feminidad protegida y respetada históricamente, hasta con tabús y cubierta por el calzón como objeto insignia de la intimidad humana. Son unos calzones clásicos, grandotes, genéricos, con dibujos, seguramente muy cómodos, que cubren gran parte del cuerpo en comparación a las tendencias modernas, lo que nos permite evocar la intención de la artista de hacer un paralelo entre pasado y presente, rescatando su tradición generacional.
La inspiración de la obra proviene del modelo de la ordenanza del hogar en La Colonia, pues ante la ausencia del hombre en casa, las mujeres edificaron su poder en el control del hogar y establecieron un matriarcado influyente en los asuntos básicos, pero determinantes, de las familias. Era el espacio y el momento en que la mujer ejercía su rol dominante definiendo las maneras prácticas de vivir ejecutando decisiones autónomas. Es así que María define el cuerpo como ese hogar en que la mujer se autodetermina, logrando el vínculo entre el pasado y el presente. Solo en la intimidad del hogar se puede desahogar o desintoxicar de lo que el camino nos ha metido dentro.
Esta obra temprana de María Montoya ha sido muy bien recibida. La cercanía de sus temáticas, la exploración del color y la calidez de su dibujo bordado le han valido una audiencia muy dinámica. Mientras tanto María hace su catarsis, vive sus dolores abiertamente, construye su hogar en el trazo propio, nos muestra sus calzones y borda sus heridas.
Sígale el rastro a María.