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La búsqueda de un hombre feminista

Nos inyectaron a las malas una idea sobre la masculinidad que más bien es un tonto halago a los comportamientos del macho promedio. ¿Qué hacer frente al afán tradicionalista por mantener a las mujeres femeninas y a los hombres bien machitos? 

 

Nota previa del OCAC: Como no nacimos en cuerpos de hombres, sino que somos todas mujeres, le dimos la voz a uno que hubiese cuestionado su propio sexo, a Mera Gentileza.

 

Ser hombre en una sociedad machista, militarista y capitalista —como esta en la que vivimos— es una mierda. Lo que uno tiene entre las piernas se convierte en la obligación de responder a un montón de ideas sobre lo que un hombre debe ser. Y todo se reduce a ser proveedor y protector, fuerte y valiente, porque de lo contrario se fracasa como macho.

Los hombres no lloran. Los hombres trabajan. Los hombres se emborrachan. Los hombres abandonan y los hombres golpean. Los hombres, los verdaderos machos, tienen mil parejas, todas mujeres, obvio. Y sobre todo, los hombres compiten contra otros hombres para ver quién mea más lejos y quién la tiene más grande.

Eso es más o menos lo que pretendió enseñarme mi papá cuando yo era niño con una sola y contundente frase: “mijo, un hombre debe ser puto, liberal y macho”. Con eso se refería, básicamente, a que uno de man tiene la obligación de hacer de su vida un culto a la violencia. Por otro lado, la satisfacción para un “verdadero hombre” solo se halla en el reconocimiento y la alabanza ajena, encontradas, en muchas ocasiones, después de una pelea de bar; en otras, por el número de hijos que tenga regados por el mundo un tipo. Eso sí, todo se hace sin derramar una lágrima y sin mirar atrás.

Me niego a participar en ese ciclo interminable de peleas y pichangas. Como toda la vida he sido un rebelde, me di entonces a la tarea de buscar otras formas de hombría, de ser hombre, incluso otras formas de ser, sin tener que declararme x o y.  En el camino me encontré con el feminismo como apuesta política de transformación efectiva y con personas bellísimas que recorrían ese camino. Nos dimos palo para entender que no era un asunto de discursos vacíos, sino de praxis real. La Su, la Pao, la Chiqui, la Lilith, la Lili,  son mujeres valientes y amorosas del Colectivo Feminista Hallyaniwa, de la Universidad Nacional, con las que, en conjunto y sin pretensiones de igualdad liberal vacía, nos dimos duro contra la academia, contra la gente, incluso contra la vida.

Justo ahí, trabajando hombro con hombro, me di cuenta de que el primer lugar de opresión es la casa y de que había hecho de mi relación con las mujeres de mi propia sangre un ejercicio violento y despótico. Y mi hermana me lo dejó claro cuando me dijo esto: “mucho feminismo en la calle, pero aquí no lava un plato”. Quedé sembrado en el suelo de un solo totazo. Ella tenía razón. En esa época yo era open mind en la calle y en casa una pecueca. Dejé entonces de creerme el macho alfa lomo plateado y de querer mear más lejos que los demás; pensé que por ese camino encontraría espacio y tiempo para llorar de vez en cuando, y sobre todo dejaría de sentirme como un paria cada vez que apareciera algún personaje más grande, fuerte y formal que yo.

Sin embargo, asumir los discursos del feminismo académico de élite no me hizo libre. Por el contrario, al principio me estrellé con un muro de complacencias hipócritas que no solo no me permitían cuestionar mis privilegios como hombre, sino que poco a poco me hizo sentir vergüenza de mí mismo: me vi como un cerdo en potencia y como un ser violento y disfrazado, el cual tenía que cuidarse hasta de la forma de respirar, no vaya y sea que con el aliento ofenda de alguna forma a las mujeres que me rodeaban. La cosa se puso tan peluda que dejé de relacionarme con las mujeres de mi entorno, porque toda relación escondía una violencia latente.

Descubrí que por el hecho de ser hombre algunas mujeres feministas de vertientes académicas me recibían con doble condición: por una parte era el tipo progre que se reconocía a sí mismo como feminista, y por la otra era una voz no autorizada para hablar de feminismo (precisamente por ser hombre). Las cosas se pusieron cada vez más y más pesadas, hasta que decidí que, como lo hice con la iglesia, haría mi propio feminismo. Abandoné el Colectivo Feminista Hallyaniwa —no por ellas, por mí— con el que trabajé unos dos años y empecé un viaje hacia mi propio interior, buscando la forma para dejar de sentirme culpable y violento. Buscando, sobre todo, formas efectivas y reales para abandonar mis “privilegios sociales” como hombre. Porque necesitaba hacer de mi vida un ejercicio permanente de ruptura y transformación.

Así fui entendiendo que la coherencia absoluta, como la verdad, es un absurdo y también una mentira, que esto de ser hombre o mujer es parte del mismo engaño que nos divide por la vía de la dominación. Entendí que la masculinidad no es ni un pecado ni una virtud, pues depende de cómo se construya individual y colectivamente, siempre en función de la libertad, la solidaridad y el afecto. En consecuencia, es un ejercicio de verdadera emancipación.

Escribo esta columna invitado por el OCAC y lo hago mientras cuido a mi hijo pequeño. Lloro cuando quiero, me pongo falda de vez en cuando, hago el almuerzo (como todos los días) y supero la idea de ayudar en la casa porque soy un buen tipo, y más bien lo hago porque, como decía Durruti, “si crees que un anarquista tiene que estar metido en un bar o un café mientras su mujer trabaja, quiere decir que no has comprendido nada.”

Estoy convencido de que todos los días se cambia el mundo renunciando a lo que nos han enseñado, liberándonos del miedo y de la vergüenza, y, sobre todo, abandonando las certezas. Especialmente aquellas absolutas que nos dicen, por ejemplo, que la masculinidad es una sola y que es, de una forma elevada, hegemónica.

 

*El Observatorio Contra el Acoso Callejero (OCAC) Colombia es un parche de amigas que pone sobre la mesa discusiones y debates sobre el feminismo desde distintas posturas. Hacemos parte de una red que ya cuenta con más de 5 observatorios en diferentes países de Latinoamérica. 

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