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Fotos cortesia Ceroker

Volver a hacerlo por diversión: Ceroker

A sus 34 años (20 de ellos pintando), este muralista e ilustrador bogotano está buscando un nuevo estilo más artístico y personal que complemente el que lo ha hecho un artista reconocido. “El grafiti es llegar a la mayor gente posible. Para algunos es solo la calle, para mí es estar en una galería, en la calle, en un restaurante, eso es ser un verdadero all city”.

Santiago Cembrano / @scembrano

El único trabajo que Ceroker ha tenido en su vida duró seis meses exactos. Hace una década entró a un estudio que diseñaba fachadas para restaurantes, empresas y locales. Sus jefes eran amables, pero él no era feliz con horarios que empezaban temprano y acababan por la noche, proyectos aburridos y una estructura rígida en la que no cabía. Por eso renunció para dedicarse a pintar. Fue entonces cuando decidió dar lo que describe como un salto al vacío: iba a vivir del arte. Un mes después lo llamaron para pintar y desde entonces no ha parado.

Grafitero de vocación, ilustrador por adaptación y reconocido como muralista, Ceroker es un nombre ineludible en el arte callejero de Bogotá. Su obra habita las paredes a lo largo y ancho de la capital, se reconoce por sus formas sencillas, un trazo pulido, colores vívidos y caras de humanos y animales alegres y de perfil. En sus murales conviven influencias del arte bizantino, griego, maya y azteca. La cosmología de indígenas arhuacos que conoció gracias a que su tío lo ha llevado a apreciar lo ancestral y a explorarlo a través de las máscaras que vio cuando fue a Bolivia y a México. También la tipografía popular de los carteles chicha de Perú, el fileteado porteño de Buenos Aires y los avisos de tacos en México lo alimentan.

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El reloj señala que un miércoles de junio va por la mitad y en Quinta Camacho, Bogotá, las gotas de lluvia se precipitan de las nubes como puñales oblicuos. En las oficinas remodeladas de A Tres Manos, el estudio que montó con Deimos y Mugre Diamante hace ocho años, Ceroker —con un mechón de pelo sobre su frente, bigote largo y cortavientos colorido— cuenta que solo cumple los horarios que él quiere, trabaja en lo que ama y en la mayoría de los días fluye con facilidad mientras se encarga de sus compromisos y entregas para grandes clientes como Presto, Pull&Bear o el Liceo Francés. Pero a la mitad de la semana, con la lluvia como telón de fondo, no hay amor por el trabajo que valga. Es un trabajo, después de todo. Este es uno de esos días en los que Ceroker no quiere hacer ni mierda.

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Como no concibe el arte sin movimiento, Ceroker siempre ha buscado ampliar las fronteras de su mapa, nuevos retos que mantengan su habilidad tan afilada como un cuchillo nuevo. Por eso le incomoda su situación actual: tan cómodo con los trabajos que le salen, con un estilo reconocido y laureado y sin necesidad de salir de él. “Últimamente me siento saturado. Esto se ha vuelto un trabajo para mí, quiero volver a hacerlo por diversión”, confiesa sin asomo de lástima o queja en su voz aguda.

Vivir de pintar es mejor que encerrarse a diario en una oficina, pero igual se vuelve repetitivo. A sus 34 años (20 de ellos pintando), está buscando un nuevo estilo más artístico y personal que complemente el que lo ha hecho un artista reconocido. La emoción está en la pregunta más que en la respuesta, en probar ingredientes —el amor de sus abuelos, bodegones pop art y la moda, por citar algunos— y licuarlos. Probar qué tal quedó el jugo y continuar ajustando. “Da un poco de miedo hacer algo nuevo y que no reconozcan mi estilo, pero tengo la necesidad de evolucionar. Hay gente nueva pintando muy bien, para mí es un reto mantenerme delante de ellos. Es una competencia: sana, pero competencia”.

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De niño, sus cuadernos del colegio terminaban más llenos de dibujos de personajes de Los Caballeros del Zodiaco y Supercampeones que de apuntes. En los muros de Cedritos, al norte de Bogotá —donde nació, creció y aún vive, en la misma casa de siempre— veía nombres y firmas sin saber qué era el grafiti. Primero llegó el rap, en forma de El Ataque del Metano de La Etnnia y así Ceroker, habitante de una barrio acomodado lleno de tribus urbanas, se definió rápidamente como rapero. En una expedición adolescente a comprar ropa ancha en la tienda de la Familia Ayara vio que el vendedor tenía una caligrafía especial, como la que veía en las paredes cuando salía de su casa. Era Rodrigo, entonces escritor ubicuo del norte de Bogotá. Se volvieron a ver en la tienda para una primera clase de grafiti y luego Rodrigo desapareció. Ya era demasiado tarde: Ceroker se lanzó de cabeza a aprender más.

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A su siguiente profesor lo encontró una tarde mientras veía Canal Capital y lo reconoció como uno de los que había dejado su marca con aerosol en Cedritos: era Ecks1, todavía un adolescente, pero con mucha más experiencia y conocimiento. La mamá de un amigo consiguió el teléfono de su casa y Ceroker lo llamó para que le diera clases. Así aprendió sobre la historia del grafiti en la ciudad y comprendió la cultura que lo sostenía. Y fue a través de Ecks 1 que Ceroker conoció a Caz2, otro alumno de Ecks 1 que se convertiría rápidamente en su amigo cercano, maestro y secuaz en su primer parche de pintura: OKC (Obstruyendo Kalles Crew).

El siglo XXI estaba iniciando cuando OKC se volcó al grafiti ilegal siguiendo las guías de los videos de Dirty Handz: con los aerosoles en bolsas de basura, Ceroker y Caz2 salían a las 3 de la mañana de la 170 con autopista y se iban caminando y pintando hasta la 72 con Caracas. Pasaban entre drogadictos y hogueras con la esperanza inútil de que sus ropas cascadas camuflaran sus caras infantiles. Se devolvían a la casa ya de día. “Así nos dimos a conocer. Cuando uno es joven, salir en la noche es una chimba. Son horas de hablar mierda y pintar. No teníamos ni que hablar para entendernos: nos mirábamos y sabíamos si pasarnos la pintura o si venían los tombos”, recuerda Ceroker. Como eran menores de edad, cuando la Policía los atrapaba los llevaba al CAI. Fueron demasiadas madrugadas en las que el padre de Ceroker tuvo que despertarse e ir a recogerlos y algunas otras en las que los dejaba esperando hasta el amanecer para que escarmentaran. Los regaños no hicieron efecto.

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Hijo de profesores de matemáticas, Ceroker ha sufrido una relación conflictiva con la autoridad y peor aun cuando ésta se ha disfrazado de academia. Por eso pasó por cuatro colegios en los que le exigían comportamientos que no tenían ningún sentido para él.  “Nunca he sido de seguir reglas. Siempre eran los mismos problemas: me decían que me cortara el pelo o que me metiera la camisa por dentro. ¿Cuál era el problema? Igual iba a entender lo que me estaban explicando”, se queja. Cuando entró a la universidad a estudiar diseño gráfico, se concentró en las materias que le gustaban y en construir un buen portafolio. Aprendió lo que necesitaba, hizo el proyecto final y dejó la carrera. No le interesaban las materias que le faltaban y obstaculizaban su grado. No cupo en ese sistema como luego no cabría en las oficinas.

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Desde sus inicios en el grafiti, Ceroker ha buscado diferenciarse del resto. Por eso incorporó el lettering a su obra cuando, dice, casi nadie lo hacía. Luego vino el contenido social, muros en los que se leía <<Cero balas>> o <<Cero represión>>. En 2012 conoció a la artista Ledania, recién graduada de la Javeriana, y empezaron a pintar juntos. Con ella aprendió sobre ilustración y la parte estratégica del negocio, entendió que solo con letras no era suficiente para alcanzar su misión de vivir del arte. Si hoy el muralismo es el color que más brilla en su paleta es porque considera que mientras el grafiti es egocéntrico —mi estilo, mis letras encriptadas, yo—, los murales abren un horizonte democrático y les cuentan una historia a los diez millones de personas de Bogotá. Ceroker quiere pintar las calles, el espacio público por antonomasia, para todas ellas.

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“Me gusta alegrarle el recorrido por la ciudad a la gente con personajes sonrientes y colores alegres, otro tipo de energía frente al pensamiento agresivo de Colombia. La calle es de todos y todos tienen derecho a ver algo que les agrade, a ver arte sin tener que ir a un espacio más elitista como una galería. La misma señora que si me ve haciendo graffiti diría que eso es del demonio, si me ve haciendo un mural me dice: Mijo, que Dios me les bendiga esas manos”, explica con convicción sólida sobre la importancia de la diversidad artística en la ciudad.

Hoy tiende a hacer proyectos más comerciales, el grafiti llega solo de vez en cuando: una pieza en Bogotá cada cierto tiempo o tags cuando va a otra ciudad. Aun así, su alma de grafitero está intacta. Si alguien tiene un problema con su aproximación al arte, se resuelve con los códigos de siempre. “La gente respeta lo que hago porque sabe que empecé en el grafiti y que hago grafiti. Las pocas veces que me han pintado sobre mis piezas, respondo con grafiti: voy y les pinto las suyas. Si me tapan, tapo. Esa es mi escuela y seguiré pensando de esa manera”, afirma con contundencia. El grafiti también ha sido su escuela moral y política: gracias a él salió de Cedritos y conoció Suba y Ciudad Bolívar, aprendió a no tenerle miedo a la calle. Sobre todo, entendió desde muy joven que hay gente con diferentes realidades y fortunas. Por eso es tan gratificante cuando ve que pintar les da oportunidades a personas que de otra forma no las tendrían.

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Ceroker gravita hacia la colectividad: su relato está lleno de otros nombres que lo han acompañado y guiado, por eso sublima el “yo” para darle fuerza al “nosotros”. La máxima expresión de eso es A Tres Manos, definido por él como un estudio de muralismo que, sin dejar de ser artístico, se enfoca en lo comercial. Con Mugre y Deimos se entiende con lenguaje de señas, un solo gesto basta para saber qué color necesita el otro. Los tres tienen claro que siempre prima el estilo del estudio por encima del de los clientes y que así pueden hacer obras enormes, que estarían fuera de su alcance de otra forma. Lo que empezó como tres amigos pintando ha crecido tanto que ya hay un community manager que maneja las redes sociales del estudio y le pagan a alguien para que arme los andamios a la hora de pintar. Ceroker lo cuenta con el mismo orgullo de un padre que piensa en la graduación del colegio: “¿En qué momento se creció este niño?”.

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La colectividad es justamente lo que Ceroker destaca de Creadores Criollos: “Es una gran plataforma para sobresalir y apoyarnos entre todos para hacer más cosas. El trabajo en equipo es super importante. Creadores Criollos le va a aportar a la escena cultural de Bogotá”. Además, piensa que es a través de este proyecto que podrá entrar con más fuerza en el Metaverso y los NFTs, lo que considera el futuro de los creativos como él. Quiere consolidar su presencia en ese mundo rápidamente para estar un paso delante de los jóvenes; se mantiene competitivo. Este es solo uno de varios proyectos que tiene, como viajar más, consolidar una banda de cumbia, aprender a hacer cocteles, crear más arte para las galerías, darse un año sabático, organizar un festival de grafiti o poder enseñar así como Ecks 1 le enseñó a él. Siempre curioso, se mantiene en movimiento como un río imposible de encauzar.

 

Por encima de todos sus proyectos brilla una gran meta: consolidar su nombre en el extranjero como ya lo ha hecho en Colombia, medirse con talentos de afuera y continuar dejando el nombre de Ceroker en otras latitudes. Son los códigos que representa, siempre a su manera: “El grafiti es llegar a la mayor gente posible. Para algunos es solo la calle, para mí es estar en una galería, en la calle, en un restaurante, eso es ser un verdadero all city. Y el getting up es dejarse ver en todos lados, salir del país.".

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