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Fotos de @fabian_asfaltobikes

La Linterna: una nueva luz para la gráfica popular y artesanal caleña

Desde su aún misterioso punto de partida, La Linterna ha enfrentado obstáculos altos: la epidemia de la publicidad digital, la prohibición del ejercicio del cartelismo por parte de la alcaldía de Peñalosa, las amenazas de desalojo. No obstante hoy el taller sigue en pie, a pesar de las goteras, en el popular barrio San Antonio de Cali, hilvanando el conocimiento de maestros de antaño con la avidez de artistas y diseñadores contemporáneos. #SalvemosLaLinterna

Luis Fernando Medina C. / @luscus9

Composición inicial

Apretada como una letra de plomo en un tipo móvil, entre las casas de colores del popular barrio San Antonio de Cali, se encuentra la fachada del taller La Linterna. Ajetreada por varios afiches que componen su última producción gráfica —esa que atestigua la colaboración entre generaciones y saberes— mantiene sus puertas abiertas conservando su espíritu barrial e invitando al transeúnte desprevenido, o al cazador de tesoros gráficos, a pasar y contemplar el estertor de los monstruos de hierro. Estos no son más que las máquinas decimonónicas que a cada vuelta de rodillo imprimen carteles mágicos y perpetúan una artesanía casi obsoleta pero que se resiste a desaparecer: la de la imprenta tipográfica. Heredera de los métodos y técnicas con los que Gutemberg cambió el mundo hace medio milenio, esta forma de impresión consiste en acomodar en un marco uno a uno y en líneas, tipos individuales por letra —generalmente fraguados en metales pesados— para obtener una composición que será plasmada en el papel a través de una gran presión. Y por encantador y tradicional que parezca, dicha forma laboriosa de imprimir desde libros hasta carteles —que son la especialidad de La Linterna— está en obvia desventaja en costos y tiempo de producción frente a técnicas más modernas como la impresión offset o la digital. La historia del taller La Linterna no es otra copia del socorrido relato de una tradición, un oficio y un grupo de personas que anhelan que su modo de producción sea respetado por el paso inclemente del tiempo y de los vaivenes de los negocios; no, eso sería simplificar la situación y no hacer justicia a los diversos matices de un relato tramado a varias tintas. [U1] La historia del taller La Linterna, o más bien su presente y futuro, son el resultado de un crisol de colores, conocimientos compartidos y afectos que se forjaron en la mezcla de la canícula caleña, la brisa de la colina de San Antonio y la ya larga tradición de una ciudad que palpita con una gráfica popular y excitante. Como sucede en otros puntos del globo donde artistas han empezado a girar alrededor de las imprentas tipográficas buscando la fructífera relación que le dé un nuevo significado y reimagine una técnica, un formato y un modo de hacer, el caso del taller La Linterna y sus nuevos bríos no son otra cosa que la artesanía tipográfica vista con nueva luz.

 

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Cartel 1: una saga líquida

—¡Ay, qué pena! ¡No sabía que venías y no te traje!— me dice Camila, una artista que hizo una pausa en su labor de encuadernación de unas libretas que vino a imprimir, y quien presurosa ha vuelto al taller con un cargamento de empanadas antes de que el aguacero se viniera encima. Los maestros se abalanzan sobre la bolsa de papel humeante y le agradezco el gesto a Camila, quien se disculpa como si me conociera de toda la vida a pesar de que es la primera vez que nos vemos. Y eso ya adelanta lo que es La Linterna: un ambiente de trabajo febril donde no solo se componen tipos gráficos sino también amistades y trabajos.

 

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Conocí el taller en diciembre de 2017, cuando en plena feria de Cali, invitado por viejos y nuevos amigos que surgieron en las trincheras gráficas del benemérito fanzine Sursystem, asistí a una exposición de carteles sobre cantantes de salsa. Desde entonces sabía que allí había un relato, que ya en parte se ha contado en varias publicaciones locales, sobre el fenómeno de La Linterna: el taller tipográfico líder nacional en su momento en la impresión de carteles publicitarios y que por giros del destino se ha metamorfoseado, de la mano de sus tradicionales operarios (Olmedo, Hector y Jaime, ahora convertidos en artistas y en gestores culturales por accidente) y de unos diseñadores y artistas locales entusiastas, en un excitante taller donde la tipografía y las figuras talladas en linóleo han abierto nuevos horizontes gráficos.

 

 (Y hablando de gráfica caleña, le puede interesar esta charla con Luto, el papá de Carefukyou)

 

Acordé mi visita desde Bogotá por redes sociales, donde a cualquier petición de detalles recibía un amable y relajado “caé y charlamos”. Pero nada me tenía preparado para el ajetreo de trabajo que allí presencié y que hacía difícil desempolvar esa historia sepultada bajo pilas de papel, tarros de pintura, maderas, tipos gráficos y, sobre todo, las empanadas que cancelan cualquier reflexión. Los maestros se encontraban en plena faena, tapizando una puerta de una nevera con un papel adhesivo que en una colorida composición sentenciaba <<Gráfica popular>>. El trabajo es aparentemente una comisión secreta —o, por lo menos, así bromea uno de los maestros— e incluso un tráfico de calcas con el agitador gráfico local y uno de los que trajo la puerta, Iskra, no logra resolver el misterio. Sin embargo, y abusando de una precaria metáfora frigorífica, la partida de la puerta de nevera tapizada liberó un poco de trabajo a los maestros, descongelando paulatinamente la historia. Aun así, los maestros fatigaban el espacio del taller con múltiples tareas. Contestando el teléfono aquí, atendiendo un par de turistas que se interesaron en las libretas, moviendo este marco hacía allá, entintando el rodillo de la máquina después y, como cartel chorreando, soltando uno que otro hecho en un goteo temporal que no sé si me deja con la responsabilidad de recomponer la historia.

El origen exacto del taller La Linterna es, como una prueba de impresión, difuso y probablemente esté condenado al olvido. Aunque los maestros ubicaban el mismo en los años 50 del siglo pasado, testimonios fortuitos  y posteriores fueron estableciendo un nuevo relato oficial según el cual La Linterna fue fundada en 1938 por Simón Henao Rodas y estaba ligada a la producción de un pasquinete judicial perdido en las tintas del tiempo, llamado también La Linterna.

 

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Jaime García

 

—Eso nos dijo un viejito que vino una vez. Y que él tenía la revista “La Linterna” impresa en las máquinas —apunta Olmedo Franco, el maestro con más experiencia del taller y quien entró en 1976 como operario de una máquina “tip tap”, ya inexistente—. Hay una revista de 1949 con Gaitán—cierra Franco con algo de escepticismo.

 

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Héctor Otálvaro

 

Independientemente de este ejemplo primigenio, el trabajo editorial hizo parte de la producción de La Linterna desde sus inicios. Además de carteles, se imprimían horóscopos, calendarios y eran bastante populares los cancioneros de música de “plancha”. En una época sin Internet, este era un gran servicio que permitía al público corear a José José, Saúl y Rafael entre otros. Tras una serie de traspasos familiares y de patronazgos a lo largo de los años —años en los que el taller quedaba en el barrio Santa Rosa, hoy conocido en la ciudad como el sitio cuyo parque e iglesia guardan la comunidad de libreros en sendos quioscos de metal—, la historia más reciente de La Linterna ya se aclara, quizá ayudada por la memoria de Olmedo, quien ya era testigo directo de los hechos. En el año 1977 La Linterna fue adquirida por la familia Sinisterra Cardona; familia de apellidos prestigiosos de la ciudad y emparentados con los Carvajal, estos últimos protagonistas de primer orden de la industria editorial en el Valle del Cauca y Colombia. Y aquí es donde viene un primer punto de giro en la historia del taller y que se capitalizaría como una oportunidad.

 

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Olmedo Franco

 

—Más o menos como por 1981 hubo una primera crisis— cuenta Olmedo.

Como en una imagen que resume la historia de La Linterna, copiosas goteras caen en varios sitios de la vieja construcción del viejo barrio, amenazando el metal y la madera de los tipos.

Una baja en ventas requirió un cambió de estrategia y de estética: extender la tipografía incluyendo además de composiciones de letras, gráficas y logos. De esta manera, y dominando la técnica de tallado en linóleo, el taller acumuló en la década que iniciaba una biblioteca de logos de los grilles de la ciudad —que aún vivía los vestigios salseros de los dorados setenta— convirtiendo al taller en pieza clave de la estrategia publicitaria de las discotecas caleñas que confiaban en los carteles, el pegante y los muros para llegar a los rumberos. De esta experiencia La Linterna tomó impulso para mejorar su presencia en Bogotá, abriendo una oficina en la capital (“Y también abrimos una en Medellín”, grita desde el otro lado del taller el maestro Jaime, quien a pesar de sus ocupaciones interviene esporádicamente), ganando clientes tan renombrados como el TPB, el Teatro Nacional, el Camarín del Carmen y el Festival Internacional de Teatro. Pero si la gélida urbe —como llama a la capital el agitador mediático local conocido como El Zudaca— fue la encargada de darle prestigio y trabajo a La Linterna, años después la misma ciudad sería la encargada de, una vez más, cambiar el destino del taller. Y no para bien.

La amenaza de lluvia ya se ha tornado en realidad. El fuerte estruendo de las gotas en el techo no perturba a Camila, quien sigue en su oficio de coser libretas para la venta. Como en una imagen que resume la historia de La Linterna, copiosas goteras caen en varios sitios de la vieja construcción del viejo barrio, amenazando el metal y la madera de los tipos. Como en otra imagen que resume el esfuerzo de los maestros, Olmedo apresura baldes e improvisa un canal —que quizá en una declaración neoludita estaba hecha de planchas de litografía— para conducir la gotera más grande hacia una gran caneca de lata de donde irá con un pequeño balde achicando el agua hacia la calle. Asombrosamente, mientras ejecuta con juicio el procedimiento diluviano, sigue inmutable en su relato.

—Ellos son así, tienen la atención muy dispersa —comenta Camila. El maestro continúa con el flujo de la narración.

La década de los ochenta coincidió con el traslado del taller a su actual ubicación en el barrio San Antonio (exactamente en 1987), también con el establecimiento de una fama en la capital —su principal mercado— de buen diseño y buena calidad. En Bogotá había firmas como Progold, Universal, Carteles Olimpia, pero ninguno podía competir. Por ello, paulatinamente se decantaron hacia otras tecnologías —como la litografía—, dejando los muros despejados para los carteles clásicos tipográficos y con gráfica en linóleo de La Linterna. Aunque este cambio tecnológico sellaría en parte el destino del taller, en realidad el punto de inflexión llegaría unos años después y tendría nombre propio. La lluvia cesa pero un nombre común en los relatos de los tres maestros aparece: el del Alcalde de Bogotá Enrique Peñalosa.

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Cartel 2: crisis y acción en el jardín de las máculas

El taller es un hervidero de actividad. Huellas de zapatos sobre papel debido a la tinta y voces juveniles. Un grupo de estudiantes de la Universidad del Tolima ha venido en un viaje académico a contemplar en acción las máquinas Martinelli francesa y Reliance de los Estados Unidos —de los años 1870 y 1890, respectivamente— en acción. Claudia Supelano-Gross, profesora del programa de Artes Plásticas y Visuales de la misma Universidad y encargada de la excursión, comenta que contactó a La Linterna a raíz de la campaña en redes sociales de apoyo al taller, y que “quería llevarlos a dar un taller a la Universidad del Tolima, en el marco de un encuentro de estudiantes de artes”,  y complementa, además, “pero como parte del curso es un viaje a Cali y estamos viendo el texto de Walter Benjamin de la reproductibilidad técnica, decidimos venir al sitio para ver esto en campo”. Olmedo bromea con los muchachos mientras les demuestra las máquinas en acción para su asombro. El suelo está tapizado de decenas de “máculas”, carteles de prueba de tipos, colores y composición antes de proceder a una impresión masiva y que son simplemente desechados. Cualquier persona que siga la gráfica popular pagaría por tener una de estas pruebas en el muro de su habitación.

 

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—Te doy cinco lucas por una “mácula”, Jaime— le hago el lance a Jaime, el maestro con quien nos hemos alejado a una esquina, apartados del bullicio de los estudiantes que conciben ideas locas para carteles; la mayoría desea hacer uno sobre su equipo favorito de fútbol.

Jaime García habla pausado y toma la posta dejada por Olmedo el día anterior. Entró a La Linterna a los 16 años, en 1981, aprendiendo el oficio de un trabajador anterior llamado José Antonio Álvarez. Le interrogo por Peñalosa. —¡Ah, sí! La empresa venía “full”, “full HD”, como se dice —responde Jaime—, hasta que Peñalosa subió [en 2016] y prohibió pegar carteles. Nos dio un golpe muy duro porque el 80% de lo que vendíamos era en Bogotá.

 

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Aunque los tres maestros tienen cifras diferentes del porcentaje que Bogotá representaba en las entradas del taller, todas superan el 70%. Este golpe, sumado a la decadencia del cartelismo publicitario en favor de las redes sociales y la publicidad digital, lanzó al taller a una inminente quiebra. Esto desencadenó las penurias acostumbradas: falta de pago en los salarios, peligro inminente de cierre, indeminizaciones esquivas y todo un modo de vida y un saber, no solo personal sino cultural, en peligro de desaparecer. La crisis llevó a que el dueño de La Linterna dejara más o menos el taller a la deriva, generando otra mácula —pero esta más preocupante— sobre el futuro de los tres maestros. Las máquinas de impresión tipográfica se ofrecieron en venta y aunque clientes en Francia y Japón mostraron interés por ellas, los costos de transporte anulaban cualquier negociación. De manera similar, la chatarrización o mudanza tenían un coste prohibitivo. Las máquinas tipográficas que rondan las toneladas los tienen atados al barrio. Sin embargo y a pesar de lo oscuro del panorama, justamente las propias calles de San Antonio darían la luz que se extinguía en La Linterna.

El estudio Ternario (y su respectiva casa cultural) es uno de diseño y producción audiovisual conformado por Patricia Prado y Fabián Villa. Vecinos del barrio, se interesaron en lo que aparentemente era La Linterna y para promocionar una exposición llamada Eslabón perdido, se acercaron al taller como clientes normales. Allí se dieron cuenta del valor patrimonial amenazado del mismo y de la incertidumbre de sus únicos empleados, los tres maestros poseedores de un gran conocimiento pero sin un propósito definido. De ese encuentro surgiría una nueva posibilidad para La Linterna, una donde una simbiosis entre el saber de los tres maestros se complementaría con las nuevas propuestas de un grupo de jóvenes diseñadores y artistas ávidos de agitación gráfica y de aprender el oficio. Y aunque, como bromea Jaime, esta es “una unión chévere pero confusa”, ha conformado un círculo virtuoso donde dos mundos distintos han negociado sus diferencias dando origen a una explosión creativa que ha dado un nuevo aliento a La Linterna.

 

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Los maestros rifan un cartel entre los estudiantes tomándoles la lección. La pregunta indaga sobre las máquinas tipográficas, su país de origen, y el año, datos que dieron apenas cinco minutos atrás. Yo interrumpo mi entrevista para gritar la respuesta de manera correcta, pero todos ven mi grabador de audio y que no hago parte del grupo y ríen murmurando “¡tramposo!” en medio de una carcajada general. La pausa ha servido para abordar  a Hector Otálvaro, el otro maestro que completa el triunvirato tipográfico. Al igual que Olmedo y Jaime, pasa sus días entre su humor caleño, la distribución de muchas tareas y un amor por el oficio gráfico que se ha impuesto incluso a sus dificultades personales, que incluían varios meses sin recibir sueldo. Hector entró a La Linterna en 1986, aunque el nuevo vigor —producto del deseo de supervivencia— del taller lo ha movido hacía labores más administrativas, ya que nuevos emprendimientos, como una tienda de productos y nuevas colaboraciones, así lo requieren. Quizá por ello su mente guarda un registro de los hechos recientes y de las tres exposiciones colectivas que mostraron que La Linterna tenía pila para rato.

Con Ternario se hicieron 100 afiches para la exposición Eslabón perdido, un cambio con respecto a la lógica comercial entrada en decadencia (aunque aún algún grill requiere sus servicios) de 1000 copias destinadas a las paredes de la ciudad. De esa experiencia se socializó en una comunidad de artistas y diseñadores la situación del taller y los maestros y se edificó el puente —sostenido por la solidez del amor gráfico y no por la especulación como los proyectos de ciertos banqueros— por el cual circularían las colaboraciones gráficas que han resignificado el espacio y la artesanía del taller, abriéndolo a la comunidad. El 2017 vio la primera expo llamada Tintas, tipos y rock and roll, donde varios diseñadores se dieron a la tarea de componer afiches policromáticos y con la técnica tipográfica y de linóleo de sus bandas favoritas: The clash, The cramps y Cypress hill son algunas de ellas, un cambio creativo con respecto a los afiches publicitarios de Metallica y Guns and Roses que aún decoran el interior del taller como un ruinoso testimonio de un pasado que ya se fue.

 

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—La expo se hizo ahí, medio a escondidas del patrón —dice con malicia Héctor. Y a pesar de que tuvo un éxito y un cubrimiento que puso al tanto al patrón de estas nuevas aventuras inconsultas de su negocio, las deudas que lo azaraban garantizaron su silenciosa aprobación. La exposición sirvió para que más gente se enterara de la situación de La Linterna, pero más allá de eso, dejó enseñanzas a todos sus participantes: por un lado los maestros se dieron cuenta de la escena artística que podría florecer alrededor de los carteles y de los eventos y exposiciones; por el otro lado los diseñadores y artistas participantes aprendieron sobre el oficio tipográfico clásico, y en particular sobre la difícil tarea de tallar gráficas en linóleo para su respectiva impresión, algo que solo habían hecho en formatos pequeños.

La siguiente exposición fue Flashback y giraba en torno al cine de los años ochenta; fue de nuevo una muestra de honesto fan art, con piezas sobre películas como Gremmlins, Mad Max, El resplandor, entre otras; con la novedad de que los maestros participaron con tres diseños, expandiendo su labor de operarios y lanzándose a la labor creativa con tal éxito, que el afiche más vendido (de Star wars) fue la obra de uno de ellos.

 

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La tercera exposición fue Váyalo, en la que se rindió homenaje a grandes de la salsa, aprovechando la feria de Cali del 2017. La exposición era recorrida por fanáticos de la música y de lo gráfico por igual, y contaba con ejemplares tan exitosos como el cartel de Celia Cruz, el cual se agotó y requirió una reimpresión. Aquí, ya se había consolidado un colectivo de diseñadores y artistas que donan parte de su trabajo para mantener La Linterna funcionando, en un intercambio que les ha reportado también el disfrute del aprendizaje y de ver sus piezas salir de las venerables máquinas.

 

(Pille además La resistencia colectiva de los talleres de gráfica tradicional)

 

Cartel 3: colaboración del tipo móvil e impresiones finales 

Ha habido otras exposiciones y series, como la de futbolistas a propósito del mundial del 2018 o la declaración de principios llamada No más pixeles —sobre la historia del taller y la gráfica de la ciudad—, que más que un ataque a lo digital, asume la simbiosis y cómo las lógicas actuales unidas con la tradición tipográfica pueden ayudar a La Linterna a encontrar una nueva identidad en una serie de productos y de ediciones limitadas de precio asequible. Adicionalmente al vértigo de las exposiciones, del cubrimiento mediático (Patricia de Ternario al enterarse de mi crónica me dice “no queremos más visibilidad, hay que hacer es algo”, y espero poder aportar) y los vaivenes del trabajo colectivo, los maestros de La Linterna se vieron enfrentados en el 2018 a un dilema: aceptar finalmente una liquidación que les ofrecía el patronazgo o aceptar las máquinas como pago y, como en la utopía anarquista de las fábricas recuperadas, quedarse ellos con las máquinas y el local y ser sus propios jefes. La decisión, que no era fácil, fue la más acertada para conservar la tradición y para la gráfica de la ciudad: ahora los maestros eran responsables de labrarse su propio destino, en el duro linóleo de la interacción entre un arte y un mercado.

 

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Mi último día en La Linterna presencio de manera invariable una jornada más de ardiente actividad. Si el primer día estuvo acompañado de lluvia torrencial, este tercero era el escenario de una canícula de sábado al medio día, por lo que el espacio del taller era el refugio ideal. La actividad agitada se debía esta vez a que estaba en curso el primer Festival de Diseño del Pacífico, evento en que casa Ternario —y La Linterna, a su manera— participan. El tráfico constante por el taller, incluyendo al diseñador bogotano Typozon, quien da las puntadas finales a su afiche “roll or die!” que servirá para exhibir su pasión por el patinaje callejero en el festival. También iban y venían otros diseñadores, algunos de los cuales componen el colectivo que trabaja con La Linterna. Aprovechando su presencia y para balancear la visión de los maestros, les pregunto su opinión.

Víctor Hugo Gonzáles —más conocido en el mundillo gráfico como V8— es también docente universitario de diseño y por ello su visión complementa el entusiasmo inicial con valiosas reflexiones: destaca la calidad gráfica que colectivamente han alcanzado, con piezas a tres tintas con imagen y texto, algo nada fácil con la tradicional técnica tipográfica; sostiene que la ventaja del nuevo modelo es que se trata de carteles exclusivos pero que no son de un valor prohibitivo, permitiendo a las personas adquirir una pieza de diseño especial que desafía la lógica del efímero cartel callejero. Ante mi pregunta —algo maliciosa— de si eso no es reproducir un modelo de exclusividad como el que se maneja en los circuitos del arte, responde con firmeza: “¡Pero las numeramos solo para controlar!, si te fijás, el de Celia se acabó y pues lo volvimos a sacar”. Víctor enfatiza la cultura del trueque que gira alrededor, donde los maestros ya son más conscientes de asuntos como el derecho de autor y que no todo se puede imprimir y ellos —los diseñadores— siguen formándose. Para él lo “brutal” es poder hacer grandes piezas en linóleo. Finalmente señala que La Linterna puede ser una fuente de investigaciones, comentando que hay tipos móviles cuya procedencia no se conoce, otros traídos del Ecuador y que ya ha habido tesis académicas con temas similares.

 

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 Mariapaz Vélez es también parte de la resurrección de La Linterna y profesora universitaria de Tipografía e identidad visual. Con gran agudeza comenta que más allá del compartir los saberes, de ayudar en la causa de mantener un patrimonio que se resiste a desaparecer, la gran ganancia está en el crecimiento personal que todos han tenido. Los maestros no solamente diseñan ahora y están al tanto de la parte creativa, sino que han conservado su carisma donde son felices untados de tinta, compartiendo el saber de su oficio y conspirando con los jóvenes el futuro del taller. Los diseñadores pueden materializar sus ideas y aprender viejas —pero nuevas para ellos— técnicas y gestionar colectivamente el epicentro cultural en que se está volviendo La Linterna.

De otro lado, Fabián Villa, la otra mitad de Ternario, señala la contradicción de un sitio con tantos problemas pero a la vez tan rico. Si bien el sitio ya pertenece a los maestros, aún el mantenimiento es difícil y no se ha logrado el punto de equilibrio. Adicionalmente, hubo un proceso de desalojo iniciado por los dueños del predio, el cual se logró conciliar momentáneamente. Esto evidencia  que se requiere que el taller sea sostenible y que “no solo se vive de vender carteles”, por lo que la diversificación es urgente. En este sentido, él destaca no solo los nuevos productos como calendarios, agendas, cartas de tarot, etc: “Yo soy el guía turístico que como en la película de Banksy los lleva a la salida a la tienda”. Además es notoria la colaboración creciente de las Universidades que envían a sus cursos a tomar talleres vinculando asignaturas al arte tipográfico. También resalta la posibilidad de residencias artísticas, basándose en experiencias que ya han tenido con artistas de México  y Letonia, y cierra categóricamente: “Lo peor que le puede pasar a una máquina tipográfica es que la lleven a un museo”.

 

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 La colaboración no es fácil pero rinde sus frutos. Como en una composición tipográfica, cada tipo tiene su forma específica, su posición en la matriz y su carga simbólica. Pero al final, si se hace con dedicación, se obtiene una pieza digna de admiración. Y como en el viejo arte del cartelismo publicitario, lo logrado hasta ahora tapiza con mensajes positivos y de esperanza los muros afectivos de este grupo, de la comunidad del barrio y de la ciudad en general. Y aquí es donde está el gran valor de La Linterna, no en su ya de por sí rica historia sino en lo que puede logar en un futuro. Como me comparte Patricia Prado, la fundadora de Ternario y junto con los maestros y diseñadores, protagonista de este nuevo capítulo de La Linterna: hay que pensar en cómo se puede expandir el ejercicio tipográfico a nuevos lenguajes. La tarea no es fácil y la etiqueta que se ha promovido, #salvemosLaLinterna, junto con una posible campaña de financiamiento colectivo (crowdfunding) dan cuenta de ello. Lo logrado hasta ahora es solo una antesala de un porvenir que puede ser lleno de colores y aprendizajes, uno en donde no solamente se enfrente el determinismo comúnmente aceptado del progreso tecnológico, sino que se demuestre que con imaginación, amistad y diálogo, todo un saber artesanal puede hibridarse y evolucionar para engrandecer todo el patrimonio gráfico de una ciudad y un país. Larga luz a La Linterna.

 

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