
Los cementerios y el infierno paradisíaco de Peretti
Esta fotógrafa italiana parece conocer más sobre el conflicto armado que cualquier colombiano. En esta profunda entrevista, habla con propiedad sobre las problemáticas sociales del país y sobre cómo su serie ‘Infierno paradisíaco’ retrata la espiritualidad de las muertes violentas en el país gracias a la guerra.
Para Viviana Peretti, en Colombia la vida no acaba con la muerte, sino que existe un diálogo espiritual a través de los ritos y la forma de llevar el duelo que hace que esa conexión se mantenga.
Ya ha realizado varias series fotográficas en Colombia… ¿Qué le atrae de este país?
Mi encuentro con Colombia fue muy fortuito. En el año 2000 me gané una beca del Icetex para hacer una maestría en Antropología; no sabía mucho acerca del país y me enamoré de su geografía y de su gente… Me quedé nueve años en Bogotá.
En el 2009 decidí irme a Nueva York para capacitarme más en fotoperiodismo y desde entonces regreso al país por lo menos una vez al año para dictar talleres mientras sigo explorando, fotográficamente, aspectos y problemáticas de la vida en Colombia.
¿Por qué ese interés especial en el conflicto armado colombiano?
Porque décadas de violencia y atropellos a los derechos humanos han marcado y siguen marcando la vida de muchos colombianos, y porque a menudo siento la obligación moral de utilizar mi fotografía para darle un altavoz a quién voz no tiene y así ampliar la reflexión sobre lo que vivir en Colombia significa.


De un tema que nos toca de distintas formas a todos los colombianos, como lo es el conflicto, ¿qué visiones ha encontrado durante su trabajo y residencia aquí?
Se me hace que el país está muy polarizado y que a menudo es hasta difícil hablar de conflicto y política sin ser tachado de guerrillero izquierdista. Hace unos años las directivas de un colegio bogotano donde enseñaba me echaron con la acusación de ser antiuribista. Aquí a los niños no se les enseña a analizar lo que los rodea, toda enseñanza está basada en una repetición mecánica y vacía de conceptos trillados, también acerca del país.
Aquí el conocimiento es de unos pocos y la educación tiene un precio tan alto que la mayoría de los que a menudo la prensa llama los ‘hijos de la patria’ no tienen el privilegio de sentarse en aulas universitarias, y así darle un giro a su destino de pobreza.
Una de las fórmulas de defensa para sobrevivir a los atropellos que muchos colombianos sufren, es una peculiar forma de indolencia. Si no me toca a mí y a mi familia, lo que pasa en el país no me interesa. Sigo pensando que el peor mal de Colombia es esta indolencia egoísta que ha hecho que nunca haya surgido una consciencia civil que ponga el interés general por encima de los egoísmos personales. Una indolencia inducida y forzada, porque aquí a los que están en contra del sistema e intentan cambiarlo los han matado, desaparecido, obligado a un amargo destierro. Y siguen haciéndolo.


Qué es lo más importante a la hora de hacer fotografía? ¿Qué busca capturar en su obra?
Siempre intento que en mi obra haya un balance entre forma y contenido: te quiero contar una historia, pero te la quiero contar de una manera que sea única y reveladora. A menudo en los medios se ven fotos cargadas de contenido pero absolutamente sin forma. Sigo pensando que, al ser la fotografía un medio visual, se le debería dar a la forma más peso.
No soy una fanática de la técnica ni una gomosa de la tecnología o las cámaras súper tecnológicas. Sigo pensando que la cosa más importante en fotografía es la mirada del fotógrafo, su visión y la manera como dice las cosas con sus imágenes (además de lo que dice). Que si uno tiene una visión, puede tomar fotos también con una caja de zapatos convertida en cámara o con una cámara de juguete como es la Holga.


¿De dónde surge el título de su serie sobre los cementerios?
Cuando llegué a Colombia, hace quince años, un amigo recién conocido me regaló un libro de sus poesías. En la dedicatoria escribió: <<Bienvenida al Infierno Paradisíaco>>. De momento quedé sorprendida, no conocía el país y era la primera vez que pisaba las calles de una capital latinoamericana. Solo mucho tiempo y muchos viajes después de aquel primer encuentro, entendí el sentido profundo de aquella dedicatoria y, sobre todo, en qué consiste el hechizo colombiano: sus múltiples caras que sorprenden. No es fácil clasificarlas y la mayoría de las veces uno se queda atónito frente a las contradicciones de un país que es al mismo tiempo cielo y tierra, luz y oscuridad, racionalidad y locura, paz y violencia, paraíso e infierno. O, como decía mi amigo, Infierno Paradisíaco.
En Colombia los cementerios son la expresión sintetizada de lo que el conflicto armado genera: duelo, horror, desolación, destierro. El ejemplo extremo de la dificultad de convivir respetando al otro en su diversidad y unicidad.
Con el propósito de documentar el gran bagaje de horror y desconsuelo dejado por la guerra, pero al mismo tiempo el realismo mágico que parece dominar al país, de 2007 a 2009 recorrí los camposantos de casi todos los departamentos de Colombia. En cada uno de los cementerios encontré testimonios culturales de ese país que mi amigo definió como un extraño Infierno Paradisíaco.


A pesar de que gran parte de su fotografía es en blanco y negro, con un sentido análogo, esta serie es a color, ¿por qué un tema, que se asume tan sombrío, es tratado con tanto color y tanta vida?
Porque precisamente me interesaba mostrar esa extraña y colorida relación que los colombianos tienen con la muerte. El color en esta serie es parte integrante del relato. En ningún otro país conocí cementerios tan coloridos y llenos de ese realismo mágico del cual hablaba García Márquez.
Los cementerios reflejan también la extraordinaria heterogeneidad y diversidad cultural de Colombia: cada camposanto representa un universo único, independiente, anárquico y absoluto. En muchas regiones, la cercanía de los muertos se convierte en algo fundamental para mantener su memoria y el olvido de los difuntos tiene consecuencias nefastas para los familiares sobrevivientes.
En la costa atlántica y pacífica los espíritus de los muertos que no han sido despedidos con el ritual tradicional de plegarias, cantos y comida, siguen vagando por el poblado. Visitando los cementerios es posible darse cuenta de cómo ese gran territorio llamado Colombia sea realmente una construcción histórica ficticia, consolidada bajo una única bandera, pero compuesta por regiones con tradiciones, ritos y creencias muy distintas y donde a menudo el diálogo se hace entrecortado y lleno de prejuicios localistas.
Sin embargo, lo que hace aún más encantador un viaje así es la dimensión humana de los camposantos colombianos. Es como si el desorden, la falta de higiene, las flores de plástico, los animales que pastan entre las tumbas, las rejas que protegen con candados las lápidas para evitar hurtos o las pancartas que celebran la victoria de la Copa Mustang por parte del equipo del difunto, desmitificaran la muerte y la volvieran más humana. Como si entre ciudad de los vivos y ciudad de los muertos no hubiera esa separación que se percibe en Occidente. En Colombia, en las dos ciudades rigen las mismas reglas, o la misma falta absoluta de reglas.


El elemento humano está casi siempre presente en Su obra. ¿Cómo fue trabajar una serie sin este componente?
Creo que toda mi obra representa una constante pregunta acerca de qué quiere decir ser humano y qué pintamos en este lugar llamado mundo. En Infierno Paradisíaco quise que los vivos brillaran por su ausencia y se manifestaran sólo a través de su manera tan peculiar de vivir y, quizás, desmitificar la muerte.
Que estuvieran presentes en el trato que les dan a los muertos (pintando las tumbas con colores pasteles, llevando coronas de flores de papel hechas por ellos, utilizando latas y botellas de gaseosa como floreros, etc.). Nunca quise que los vivos se robaran la escena en una serie donde lo que me interesaba era evocar la relación entre ellos y los muertos.
¿A qué se refiere con que los colombianos forman con la muerte una conexión santa o sagrada?
Infierno Paradisíaco representa también un viaje para redescubrir la violencia de un país donde los homicidios y las desapariciones forzadas son noticia de cada día y donde las familias tienen suerte cuando pueden llorar el cuerpo de su ser querido. Así llega a la memoria el desgarrador y actualísimo diálogo de Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez, cuando la protagonista Úrsula le dice a su esposo “No nos iremos. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo”. “Todavía no tenemos un muerto –dijo el esposo–, uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”.
El vínculo emocional con los seres queridos no termina con la muerte, sino que se convierte en una conexión sagrada con el territorio que acoge sus cuerpos, parte de la identidad de cada individuo. Sin embargo, muchos colombianos no pertenecen a ningún lugar de la inmensa geografía nacional, porque no han podido enterrar a sus propios muertos. ¡Eternos desposeídos! Y muchos se han visto obligados a dejar atrás a sus muertos, me refiero a los más de seis millones de colombianos que se han debido desplazar para poder salvar sus vidas.


¿Qué diferencias se encuentran en los cementerios colombianos?
Si hay algo que caracteriza y distingue al ser humano es su manera de entender, afrontar y representar la muerte. Los camposantos son quizás el testimonio más grande de nuestra visión en torno a la vida y la muerte. No existe un lugar al aire libre que reúna tanta diversidad iconográfica y riqueza artística.
Como antropóloga siempre me ha interesado la manera como las personas lidian con la muerte y el duelo. Cada vez que visito una nueva ciudad no dejo de visitar a sus cementerios, así que tengo muchas fotos de camposantos en diferentes ciudades de Europa y América, sin embargo, por ahora no pienso publicar una galería sobre este recorrido por los cementerios del mundo. Sigo pensando que fuera de Colombia los cementerios son realmente un lugar de muerte, de fin, de “nunca más nos volveremos a ver”.
Aquí yo siento que el diálogo con los muertos sigue y que esa barrera entre vivos y muertos, que en otros países es definitiva e impermeable, es porosa y llena de palabras, gestos y rituales capaces de quebrar los muros y hacer que el diálogo no se interrumpa.


¿Qué historias le han narrado las tumbas?
Creo que las más desgarradoras han sido las historias de los N.N., los que no tienen nombre y a duras penas mantienen su género y su edad. Ese anonimato eterno que me hace pensar en los miles de padres, madres, hijos, esposas, maridos que andan buscando a sus seres queridos y que no pueden hacer el duelo, llevar flores o pintar tumbas, porque a ellos la violencia, el caso, la maldad humana les ha negado la posibilidad de seguir teniendo un diálogo con sus seres queridos. Esos N.N. sin rostro ni nombre, abandonados en esos limbos silenciosos del inmenso territorio colombiano.


Viviana Peretti es fotógrafa italiana radicada en Nueva York. Después de obtener su grado Cum Laude en Antropología en la Universidad de Roma, estuvo viviendo en Colombia del 2000 al 2009 trabajando para distintos medios internacionales. Se especializó en fotoperiodismo y fotografía documental en el International Centre of Photography (ICP) de NY. En el 2014, fue elegida fotógrafa del año en la categoría "arte y cultura" de los Sony World Photography Awards.