
COMO UN CARACOL
Entre más liviano el caparazón, viajará mejor el caracol. Mientras más ligero el equipaje, resultará mejor el viaje.
Siempre que dejas una vida atrás debes cargar con el equipaje de tus cuentas pendientes y tus tesoros, que si somos inteligentes, deben ser cada vez menos y más ligeros. Dejar una vida atrás es una segunda oportunidad para empezar de ceros, hacer reset y comenzar a llenarse de nuevo software para poder continuar en el siguiente nivel.
Entre más liviana sea la concha que lleva el caracol, más fácilmente avanza. Pero es tan difícil diluir el peso de los recuerdos. Aún más difícil es reducir una vida entera en dos maletas cuyo gramaje está limitado por la aerolínea. Por más ligero que creamos que está nuestro equipaje, siempre llevamos un edificio a cuestas, una cruz, un mal amor, un tachón en nuestra historia crediticia, un pleito con alguna inmobiliaria, un recuerdo que amenaza con volver pero que se esfuma siempre.
Emprender un viaje con la casa a cuestas, a pesar de causar infinita nostalgia, es la posibilidad de arrancar una nueva vida. Es el detonante para una nueva película lejos de nuestro “setting” original, con nuevos personajes, nuevos directores, nuevos productores. Y quizá esa pequeña esperanza de encontrar una nueva inspiración y encarnar un nuevo héroe —sin tantos prejuicios y con más cualidades— pueda hacernos más ligero el peso que cargamos en los hombros.
Para el caracol, su concha no solamente es su casa: es su vida, su familia, su instrumento de protección contra los exterminadores. Por eso es inmodificable y no tiene fecha de expiración. Nuestro equipaje, en cambio, es un objeto tan íntimo como la concha, pero al mismo tiempo ajeno. Podemos cambiar de equipaje en un segundo y lo único que nos queda son los recuerdos. Y los nuevos objetos poblarán de otros nuevos recuerdos nuestra cabeza. Apilándose en una fila de mielmesabe emocional tan denso como nuestras más profundas frustraciones.
Durante el invierno, muchas especies de caracoles hibernan en su concha. Así pues, su concha es su escudo protector, su sistema de defensas. Además, cuando el caracol crece, también crece su concha, que lo hace en forma espiral, logarítmica. De pronto la verdadera concha del ser humano sea su cabeza, donde nos encerramos en las peores depresiones invernales o en cualquiera de los estados alterados de nuestra conciencia. Incluso me atrevería a decir que hay gente que nunca logra salir de su cabeza: los sobrios eternos, los neuróticos.
Así las cosas, siempre que viajemos y emprendamos nuevos rumbos, debemos hacerlo con nuestra concha: la cabeza. Es imposible quitárnosla de encima. Lo que sí es posible es drenarla, sacarle pesadillas y terrores para echarle nuevas brisas. Cerciorarnos de que se quede con mejores fotos que las que subimos a Instagram o a Facebook. También podemos volverla nuestro sistema de defensas, como los caracoles. Destituirla de su rol macabro de “caja negra” y convertirla en una barra de herramientas para retocar y editar todo lo que entra en ella, consciente o inconsciente.
El reto es superar el equipaje, hacer ligeras las maletas para que cualquier viaje que nos embista en la vida nos coja preparados y podamos fluir con confianza. Y luego, administrar muy bien los archivos que llenan nuestra concha: la cabeza. Re-agruparlos, re-ordenarlos, hacerles un “scan” antivirus y sanarlos, para empezar nuestras nuevas vidas “cero kilómetros”. Y andar si afanes, como los caracoles. Con la certeza de que esa concha es el equipaje justo para emprender cualquiera de nuestros viajes, ya sea a la hoja subsiguiente, a China o a Cafarnaún. Que nuestra concha abarque solamente aquello que en esencia somos. Lo estrictamente necesario.
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