¿Dios vive en Bogotá?
Demás que sí. En cada puntazo capitalino. En un partido de fútbol que da origen al tradicional término de “mi perro”, “mi perro a los dijes”; en una punketa angelical y desaparecida, que soñaba con volar un banco; en las papas rellenas de las tiendas de barrio y también en sus cigarrillos; en la venganza de una gente prestante, de “toda la vida” del barrio Usaquén; en el Río Tunjuelo y todos los muertos que lleva en sus aguas, algunos de ellos dignos de contar, de ser contados; dios vive en las esquinas y en las nubes de la ciudad.