30 bocados atragantados de la Pirobita
¿Dios vive en Bogotá?
Demás que sí. En cada puntazo capitalino. En un partido de fútbol que da origen al tradicional término de “mi perro”, “mi perro a los dijes”; en una punketa angelical y desaparecida, que soñaba con volar un banco; en las papas rellenas de las tiendas de barrio y también en sus cigarrillos; en la venganza de una gente prestante, de “toda la vida” del barrio Usaquén; en el Río Tunjuelo y todos los muertos que lleva en sus aguas, algunos de ellos dignos de contar, de ser contados; dios vive en las esquinas y en las nubes de la ciudad.
Y solo un cuchillero experimentado sabe la diferencia entre un puntazo y una puñalada.
Bogotá a veces es azul y otras roja, pero también es gris. Un gris fugaz, de historias cortas y cortadas, de puntazos y puñaladas, de ráfagas de caos y creación.
El diccionario dice de sensorium que es la suma de la percepción de un organismo, el “asiento de la sensación” donde experimenta e interpreta los ambientes en los que vive. También dice que alude a los sentidos corporales, y es así como se lee el último libro de G Jaramillo Rojas, con todo el cuerpo y también con algo adentro que no se sabe definir muy bien, que no tiene nombre, pero se retuerce y se eriza cuando las líneas cuentan de la xenofobia y del linchamiento, de la muerte de una niña a manos de su amoroso padre por cuenta del trabajo del que casi nadie puede escapar, y que es precario y nos roba la vida, así nos llamemos doctores o licenciados.
Y el cuerpo ríe cuando lee de cómo pudo haber nacido el término de “mi pez”, sin tener la certeza, aunque sí se asegura de cómo fue que surgió el de “perro” y “perrito”, para llamar a los amigos. De Kennedy para el mundo, con amor. Entonces en una ciudad acostumbrada a los perros, pero no a las perras, una anarquista desparece por ser disidenta y apuntarle también a ser puta y puta pensante y crear universos de estómagos podridos y semen de rata. Horror para muchos que no terminan de gustar de las putas y menos de la gente que piensa.
Así es Sensorium. Historias bogóticas (9editores, 2021): va de la risa al horror, de la anécdota a la especulación y hasta a la incredulidad, a la conmoción -de conmover, de conmoverse, de conmovidos-. ¿Le pasó esto a este tipo?, ¿le pasó a su novia o a su amigo?, ¿se lo contó alguien del barrio o simplemente se lo inventó cuando leyó un titular de algún periódico barato?
No se sabe y tampoco hace falta. El libro es un recorrido por las veinte localidades de Bogotá, que yo llamo la ‘Pirobita’ porque me enamora y me enternece tanto como me saca las lágrimas y la rabia.
Así es el libro de Jaramillo Rojas: nos cuenta de una esquina y de otra y, de esta manera, refleja una ciudad clasista y arribista en la que muchos hemos crecido aprendiendo a sobrevivir y a “clasificar” con una facilidad espantosa: ¿de qué colegio saliste?, ¿en qué universidad estudias? Los de los Andes, los de la Pedagógica, los de la Nacional, todos los cuenta el escritor en no más de 132 páginas, y cuenta más.
Son treinta historias fugaces como el gris de la ciudad. Como balas que no matan, sino que atraviesan, ¿puntazos o puñaladas?
Leer Sensorium es recordar que la Pirobita es la ciudad del encuentro, donde están igual los sakuras con sus orquideas, que los venezolanos con sus estigmas. Una ciudad en la que El Tiempo y El Espacio -diarios capitalinos, pero también y por supuesto dimensiones físicas-, cuentan las historias de maneras diferentes. Porque todas y todos tenemos versiones distintas de esta urbe jodida y sobre todo mágica, de lugares fantasmas donde morirse puede ser emigrar a ninguna parte. Donde ‘Miel Gibson’ se encuentra con ‘Paul Mac Carne’ para el amor. Donde un rolo escritor, cuchillero experimentado, nos regala 30 bocados dulces, salados, sabrosos y atragantados de ráfagas de caos y creación capitalina.
Este contenido hace parte de un intercambio entre Revista Late y Revista Cartel Urbano