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Fotos por Daniel Felipe Sierra / @can.x_foto

Realidad Mental: la lucha entre el bien y el mal

La voz raspada del rapero bogotano de 32 años indica una vida vivida al límite. Con su rap, este veterano deja un mensaje sobre cómo salir adelante en la calle.

Santiago Cembrano / @scembrano

Realidad Mental nació dos veces, ambas en el Hospital de Kennedy, al occidente de Bogotá. La primera fue cuando su madre lo parió; la segunda, cuando, con 17 años, al tercer choque eléctrico respiró de nuevo. Allá lo había llevado la policía, luego de encontrarlo tendido en un charco de sangre, inconsciente. Esa noche había salido por la 1ra de mayo con dos amigos y uno, siempre problemático cuando tomaba, había comprado un pleito con ocho manes. Totalmente borracho, Realidad Mental atinó a taparse la cara y las güevas mientras recibía un tren de patadas. Se levantó ensangrentado. Uno de los que lo atacaban sacó un puñal, que manejaba como si fuera una extensión de su mano, y le perforó el pecho, un pulmón y el corazón.

Un chisguete de sangre brotaba mientras él huía. Cayó. “Me estaba ahogando, se me durmieron las piernas y las manos. Perdí la audición. Entonces acepté la agonía, momento decisivo en la vida de todo ser humano. Dije ‘bueno, moriré’. Solté. Sentí cómo se me paró el corazón. Y perdí el conocimiento”, recuerda entre escalofríos sobre el momento más duro de su vida. Su próximo recuerdo es elevarse en el aire al recibir la tercera descarga, abrir los ojos, respirar otra vez, como si fuera la primera. Lo operaron a corazón abierto: el doctor Óscar Naranjo, no olvida el nombre, le salvó la vida. En el Hospital de Kennedy, entonces, el rapero bogotano Realidad Mental nació dos veces.

Realidad Mental se llama Óscar Alejandro Corredor Zabala. Aunque se describe como más rolo que la changua, sus padres fueron migrantes cuando llegaron a la capital. Aurora, su madre, huyó de Playarrica, Tolima, para hacerle el quite al hambre, que le había quitado a dos hermanos, y a la guerrilla. Desplazada, llegó a Granada, Meta, donde conoció a José, un profesor de español que viajaba para enseñar por Colombia, nacido en Boyacá, un pueblo de Boyacá. Juntos migraron hacia la capital. Su primer hijo fue Fernando y, quince años después, vino Óscar, el 18 de diciembre de 1988. La familia Corredor vivía en el barrio Casablanca, Kennedy, y subsistía entre las ventas ambulantes de Aurora y el trabajo de José, que solía estar de viaje. De niño, tímido y confundido, Óscar acompañaba a su mamá a vender cactus en las calles de Bogotá. Juntos se enfrentaban al desprecio y a palabras que parecían destinadas a espantar un perro: ¡Quítese! ¡Eche pa’ allá!

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Pregunta por Realidad Mental en Bogotá —en la L, el Alto de la Cruz, Echeverry, el Cartuchito y Bilbao— y te hablarán de un hombre de baja estatura, con pelo negrísimo y liso, de mirada vivaz y firme, que se mantiene su arte fiel a la calle. Escucharás historias de la lucha entre el bien y el mal que vive en su música y en él mismo, porque la ha vivido. Te enterarás de anécdotas de sus conciertos, en los que sube a la tarima desde el público o desde un bicitaxi, así como del tiempo y sonrisas que les dedica a todos los que lo saludan después del show para manifestarle cómo sus canciones lo han salvado. Con más de quince años en el rap, Realidad Mental es un MC experimentado en el micrófono y en el asfalto, con una carrera turbulenta que él busca impulsar cada vez más. “El Realidad Mental que en la tarima mira a los ojos y no come de nada para hacer shows brutales, eso es mi padre. Y el Realidad Mental que baja de la tarima, abraza a su gente y es noble, esa es mi madre”, explica sobre su herencia.

Fue su padre, el profesor amante de los dichos, las coplas, el que le inculcó el amor por la lectura, la escritura y las palabras, en forma de El Padrino, cuentos y poemas inocentes y un concurso de léxico que se ganó en el colegio. También le enseñó a vencer sus nervios y dominar un escenario al nombrarlo presentador de los eventos culturales de la institución donde enseñaba en Chita, Boyacá. Aunque era rockero, en una época de tribus urbanas radicales, cuando conoció el rap supo que era la forma de canalizar su amor por la escritura. Llegó en forma de un disco que encontró en su casa, Entre el bien y el mal, del puertorriqueño Mexicano 777, su primer maestro en el hip hop. “Pillé esa cantidad de letra y la forma en que rapeaba y yo dije Qué gonorrea, lo que yo tengo que cantar es esto. Me trama el rock pero lo que más me trama es la lírica, yo soy un escritor. Si quiero escribir voy a escribir esta vuelta. Sentí esa libertad, esa fuerza, ese fuego, esa furia. Entendí que me permitía decir lo que yo quería. Supe que tenía que escribir rap”.

A los 14 años, eligió Realidad Mental como chapa porque quería un nombre poderoso, nada de MC Osquítar. Luego entendería que su nombre tenía que ver con una teoría psicológica, pero entonces solo quería plasmar su misión: que su mente se expresara. Esa fue la primera etapa de su carrera, una de puro amor al hip hop, de cinco canciones escritas en una noche, de canciones como “Lo delicioso de las caídas” y un rap espiritual, disciplinado, inocente. Ya le fascinaban las calles, las recorría impulsado por las ruedas de su tabla. Y aunque su barrio, Casablanca, era tranquilo, estaba rodeado de calentura: Britalia, El Amparo, Patio Bonito, El Socorro, El Olarte, Roma. Sin oportunidades de trabajo o de estudio, ser el más malandro era lo más parecido posible a un proyecto de vida. Nadie le iba a regalar nada: solo había lo que cada uno le arrancara a la vida. “Tocaba pararse duro porque si no lo cogían de hijo a uno, como en la prisión. Si usted era el güevón tenía que serlo por allá en privado, porque por fuera había que demostrar otro rostro. Era la selva de cemento”, recuerda.

Se movía por aquí y por allá, probaba esto y aquello. Tomaba sus propias decisiones, resalta. Y esa puñalada en el corazón le presentó a la muerte y le cambió la vida. “Yo lo volvería a vivir, eso me hizo lo que yo soy. Si a mí no me hubiera pasado eso, sería un pobre güevón. No es necesario para todos, pero a mí, estar casi muerto, con el cuerpo tan vuelto mierda, me hizo quien soy hoy en día”, confiesa. Así llegó la segunda etapa de Realidad Mental, con la muerte y la calle como punto de partida de sus rapeos. Estaba lleno de odio. El infierno que vivió lo plasmó en canciones como “El buitre abre sus alas”, que hace parte de uno de los discos inéditos que solo se consiguen directamente de sus manos. La oscuridad de su música, hogar de ángeles de la muerte, sombras y almas en pena, también le cambió la voz: le dio esa capa de suciedad y óxido, como una cicatriz sonora, que lo caracteriza hasta hoy.

La tercera etapa llegó cuando empezó a fumar bazuco, a vender sus zapatos para comprar la muerte a cuotas de 2.000 pesos, a entrar en otro infierno, distinto del anterior. Desde los 14 fumaba marihuana y con los años probó las drogas que había en su pedazo, donde la fiesta se hacía con alcohol, cocaína y pegante. Con el bazuco, pasó de usarlo como condimento de sus baretos a entrar de lleno en él, a fumar carro.  “Vivía carramaneado, tensionado, volteando a todo el que me diera la pata. Me sacaba las cosas de la casa, le robaba a mi propia madre. Rapeaba en los buses y me consumía lo que ganaba. Viví la calle a lo que es, a lo que marca”. Así surgieron clásicos de su catálogo como “Mañas de hijueputa” y “El puro demonio”, para la que se sopló cuarenta bichas a la hora de escribirla.

 

 

En la guerra entre el bien y el mal por las almas humanas que estructura el universo artístico de Realidad Mental, así como su visión del mundo, los artistas son un agente codiciado. Para aquellos que escuchan más a su rapero favorito que a su mamá, ciertas rimas pueden ser el argumento perfecto para cometer los errores. Así se imagina él el diálogo con Satán al respecto: “Eso, Realidad, ¿me trajiste mil nuevos hoy a la perdición y a las drogas? ¿Les dijiste que consumieran bazuco? Qué chimba, Realidad. Re firme, pirobo”. Él llegó hasta esa puerta, pero nunca fue el Realidad Mental maligno que el diablo buscaba. Sus canciones siempre tenían una enseñanza, incluso en “Mañas de hijueputa”, al más gonorrea de todos lo matan. El mensaje era consistente: si quiere vivir bien, haga algo distinto.

Un momento de lucidez llegó cuando estaba a oscuras en su habitación, riéndose y hablando solo, escuchando hablar a la droga que quemaba. Era 2010 y se estaba volviendo loco. Ese fue el punto de inflexión, la oportunidad de escoger, como siempre lo había hecho: o se dejaba llevar por el bazuco del todo y perdía el rap, o abrazaba el rap y dejaba el bazuco. Eligió el rap, que le salvó la vida. Hoy, cuando canta las canciones de esa etapa, les añade la perspectiva que ganó al salir vencedor. Lo cuenta como si estuviera en un escenario, en uno de esos intervalos de calma entre la bulla, cuando puede fijar sus ojos en los de las centenas que van a escucharlo, para compartir su experiencia con ellas: “Bueno ya saben por qué estoy acá, ¿no? Porque dejé el bazuco, pirobos, si no estaría con un costal tirado en la calle. Si alguno de ustedes está librando esa batalla, yo no lo juzgo, porque yo también consumí. Pero quiero que sepa que si usted no lo deja, no va a progresar”.

Era el momento de que el rap fuera su proyecto de vida, además del canal para que su alma se expresara. Empezó a trabajar con El Sonido de Javier, un productor que lo llevó al siguiente nivel con sus pistas y sus ideas en discos como Volviendo a lo básico (2014), (“Cuánto dan por mí los que compran los CDs / Y cuando un tema se les canta casi siempre están ahí / Asisten a festivales, escuchando las canciones / Y cuando sale el Realidad, hora de pegarse los plones”, rapea en apreciación de su público en “Cuánto dan por mí”) y Miserable (que incluye “La Soledad”, una colaboración con Samurai). En ellos está su amor por el rap clasiquero y su lucha por vivir de su arte. Todavía no cobraba por shows, se sentía como un bicho raro sin un camino claro de éxito, pero estaba determinado: no era ambición, era justicia. Entonces fue soltando algunos radicalismos que eran un lastre. Los traía desde que empezó, cuando abrazó la ética underground como antídoto para la farandulería de la escena bogotana en la que para ser rapero pesaba más la gorra New Era que un cuaderno de rimas cuidadas. Pero, años después, entendió que tener Instagram o su música en Spotify no le quitaba nada a su proyecto. Aprendió a ser un radical estratégico, y así su espectro oscuro se ha abierto, al añadir una capa de reflexión y madurez a su crudeza.

La escuela de rap bogotano de Realidad Mental y lo que le enseñaron grupos como Conexión Frontal, es la mezcla entre la calle y la mente. Ese es su norte, lograr ese equilibrio, como lo hace en su último disco, El viaje del poeta, grabado en Venezuela y producido por Afromak. Siempre defenderá la necesidad de que el rap sea calle, pero sabe que no es lo único que puede ser. Rapea para los que, como él, viven en carne propia la lucha entre el bien y el mal. Rapea lo que le ha pasado y combina historias de sus amigos para narrarlas en sus tracks. Más de una vez se ha encontrado a habitantes de calle que lo saludan y le cuentan que lo escuchaban antes de caer. Ese es su triunfo, poder aportar algo a una vida. Dejar violenta reflexión.

El proyecto de Rexistencia Hip Hop llegó como el santo y seña para desbloquear el atasco creativo en el que se encontraba. Su colaboración con La Muchacha fue una inspiración y una guía para salir del laberinto. La canción resultante del ejercicio será parte de un álbum doble que tiene toda su fe y saldrá después de un disco colaborativo con Loko Kuerdo. La búsqueda por vivir del rap, por consolidar su proyecto luego de más de quince años rapeando, no cesa. Lo hace con perrenque y no le teme a ningún obstáculo. Ya fue al otro lado y encontró su voz, su esencia y su dureza. Hace una pausa para reflexionar y se ríe con confianza en sus posibilidades. Ya estuvo muerto y volvió: todo después de eso es en bajada. 

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Rexistencia Hip Hop es un laboratorio de formación y creación artística para el fortalecimiento de proyectos musicales con incidencia social y comunitaria. Es una iniciativa creada en conjunto entre la Fundación Cartel Urbano y el ICTJ para visibilizar los procesos y proyectos musicales que encuentran en el Hip Hop una herramienta de cambio para sus comunidades y una oportunidad para seguir promoviendo el pensamiento crítico y la libertad de expresión.

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