La gente de la montaña sin la montaña
La problemática que las comunidades indígenas atraviesan actualmente es alarmante, además de profundamente triste. Esta es la historia de Eloyse y Jairo Borocuara, dos embera que junto con su familia resisten, como pueden, en el peligroso barrio bogotano San Bernando.
Embera chamí significa “gente de la montaña” o “gente de la cordillera”. Su historia es el legado de sus antepasados y la memoria de las generaciones del presente y de las futuras. Características importantes de esta comunidad son la lengua, la música, la danza y el canto tradicional. La lengua embera es pervivencia e identidad: su lengua está en la música y la danza, su idioma ha sido construido y reproducido desde la oralidad que expresa su pensamiento, su historia, y sus tradiciones. La música y el canto tradicional están profundamente atados a su vida espiritual; los elementos sonoros ocupan un lugar esencial dentro de su territorio. Según sus testimonios, por medio de la música y el canto se hace memoria.
Sin embargo, cuando llegué al barrio San Bernardo (mejor conocido como el Sanber) buscando la casa de Jairo Borocuara, un líder de la comunidad, toda esta cosmogonía y cultura que deberían envolver a los embera, a la gente de la cordillera, no se veía por ningún sitio. El barrio es un territorio urbano marginal colmado de problemáticas y violencias propias de una ciudad latinoamericana, diametralmente opuesto a la naturaleza que debería cobijar a una comunidad indígena. Dentro de la casa de Jairo se percibía un aroma infecto. Fue para mí, un joven de 19 años perteneciente al pueblo indígena de los Pastos de la ciudad de Ipiales (Nariño), todo un reto no ponerme a llorar frente a ellos al percatarme de la manera en la que se veían obligados a vivir.
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Jairo Borocuara y Eloyse vienen de Pueblo Rico (Risaralda). Él tiene 50 años y es líder tradicional de la comunidad indígena embera chamí en Bogotá. No tienen hijos biológicos, pero han cuidado a sus sobrinos, Yeiner y Soraida, desde que eran niños pese a nunca haber iniciado un trámite legal ante el ICBF o la Comisaria de Familia.
En 2005 el hermano de Jairo, Baudillo Borocuara, fue desaparecido forzosamente del municipio de Pueblo Rico, comunidad Waisur. Baudillo tenía apenas 15 años. La versión del hecho aportada a la Fiscalía General de la Nación es la siguiente:
<<Mi hermano vivía en casa de mi madre en la comunidad Mojaudó, él se encontraba estudiando segundo de bachillerato en el Instituto Dokabu. En ese tiempo había mucha presencia de la guerrilla en la zona y le decían a mi hermano que por madrugar estaba identificado como colaborador e informante del Ejercito Nacional.
El día de los hechos, él salió como de costumbre al instituto, que quedaba como a más de una hora de camino a pie. Desde ese día no volvimos a saber de nuestro hermano, nadie nos había dado ninguna información, excepto porque nosotros investigando con gente de la guerrilla supimos que ellos habían dicho que a mi hermano lo habían matado por sapo. Ellos no nos quisieron decir donde habían enterrado a mi hermano, no nos quisieron decir nada de los hechos, nosotros queríamos recoger el cuerpo de nuestro hermano. Nosotros nos pusimos a investigar, porque al cabildo le daba miedo hacer eso porque los podían matar. Por investigar, a nosotros nos empezaron a amenazar y por miedo de esto nos tocó desplazarnos>>.
A causa de lo anterior, en el 2009 Jairo Borocuara, junto a algunos integrantes de su núcleo familiar, llegaron a Bogotá. En 2013, cuando varias familias fueron acompañadas en el proceso por algunas entidades del Estado, les dieron un subsidio de vivienda y alimentos para el retorno. Sin embargo, según las versiones de Jairo, a él y a su familia no se le garantizó ni siquiera el transporte, además, agrega que en ese momento se quedó en Bogotá debido a una enfermedad que contrajo su esposa, así que decidió viajar dos meses después. Estando en su territorio, cuenta Jairo, no le entregaron las ayudas humanitarias prometidas por las entidades. Sin mucho más que él pudiera hacer, decidió regresar a Bogotá para exigir lo pactado. Desde entonces se encuentran en el Sanber a la espera de una respuesta eficiente.
Hoy sus necesidades son muchas y provienen del contexto urbano: la carencia de oportunidades laborales debido a la falta de formación técnica y profesional, ellos escasamente han logrado obtener su título como bachiller académico; la comunicación, pues a pesar de hablar español se les dificulta expresar sus ideas de forma clara, y es que el embera chamí considera que si deja de hablar su lengua nativa deja de ser indígena; y la falta de recursos económicos ha conllevado a que su núcleo familiar y demás miembros de la comunidad se alojen en inquilinatos y hacinamientos, sitios que carecen de condiciones dignas y salubres.
En repetidas ocasiones la comunidad ha presentado un pliego de peticiones ante las entidades públicas competentes, sin embargo hasta el día de hoy las respuestas han sido ineficientes. En la Sentencia T-025 de 2004, la Corte Constitucional declaró la existencia de un Estado de Cosas Inconstitucionales (ECI) en materia de desplazamiento forzado, como consecuencia de la vulneración grave, masiva y sistemática de los derechos fundamentales de la población desplazada. Esto, debido principalmente a la precaria capacidad institucional del Estado para atender a dicha población y a la insuficiente apropiación de recursos para tales efectos. Asimismo, en el Auto 004/09 establece que algunos pueblos indígenas de Colombia están en peligro de ser exterminados —cultural o físicamente— por el conflicto armado interno, y han sido víctimas de gravísimas violaciones de sus derechos fundamentales individuales y colectivos y del Derecho Internacional Humanitario.
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Recuerdo que al llegar Bogotá empecé a ver muchos indígenas pidiendo limosna en los puentes. Me fijé en la similitud de sus rasgos físicos, especialmente en las mujeres, que por lo general llevan vestidos y collares con colores brillantes. Descubrí que muchos de ellos eran embera, tanto chamí como katio. Y en medio de la apatía y el desinterés que demostraba la gente al pasar junto a ellos, en medio del abandono estatal que resultaba evidente, quise acercarme a la comunidad. Una compañera del Cabildo Indígena Universitario de Bogotá me pasó el contacto de un líder de la comunidad y así fue que llegué a Eloyse, a Jairo y a su familia. El día que conocí su casa, yo llevaba la cámara lista. Sin embargo, al empezar a escucharlos, supe que no era el momento adecuado de empezar a obturar.
Después de varias visitas y de conocerlos mejor, de despojarme un poco de mi condición de extraño, me permitieron tomar estas fotografías.
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* Jairo pertenece al Pueblo Indígena de los Pastos en la ciudad de Ipiales Nariño. Estudia Ciencia Política en la Universidad Nacional de Colombia. Aunque se considera un fotógrafo aficionado, sus imágenes han sido merecedoras de varios reconocimientos: la Escuela de Cine y Fotografía Zona Cinco le otorgó el primer puesto en la VII edición del concurso Viajes por Colombia- Rostros de mi Tierra y fue ganador del segundo puesto en el Gran Concurso de Fotografía Por la Vida y la Naturaleza realizado en Ipiales, Nariño.