Una visita a la familia de sobanderos originales del Tercer Milenio
Carlos Iván Murillo “El Tigre” es uno de los sobrevivientes de la demolición del antiguo Cartucho. Él y sus descendientes son los encargados de mantener viva una tradición que se debate entre lo quiropráctico y lo divino y a la que recurren desde futbolistas hasta protagonistas de la farándula criolla. “Los médicos son profesionales, pero yo tengo un don. Lo que ellos hacen con droga y bisturí, yo lo logro con las manos”.
Son las tres de la tarde y por la puerta del local entra Ingrid, de 27 años, apoyada en el hombro de su papá. Con dificultad llega al consultorio de El Tigre. “¿Cómo va ese pie?”, pregunta el sobandero mientras la ayuda a quitarse el zapato izquierdo, que sale con dificultad debido a la hinchazón del tobillo. Es una escena dolorosa y cotidiana en el día a día de este hombre.
Todo parece puesto en su lugar hace mucho tiempo. En el cuarto hay una camilla forrada con tela quirúrgica y al lado hay una mesita de noche con la pintura tan desgastada como la de las paredes. Hay además una lámpara de luz infrarroja encargada de dilatar los vasos sanguíneos de los pacientes y un tarro que contiene un líquido verde hecho a partir de aceites animales y hierbas naturales que facilita el procedimiento y nutre los tejidos.
La mujer deposita toda su confianza en las manos de El Tigre, un hombre que desde hace diez años se encarga de sus lesiones óseas y musculares y que además atiende a su padre. El día que Ingrid tuvo el accidente ingresó por urgencias a un hospital pero el médico no consideró que la lesión fuera grave, así que la mandó a casa con una receta de pastillas para el dolor y la hinchazón. Pero el problema se mantuvo.
“Yo vengo acá por antecedentes familiares —dice el padre de Ingrid—. Mi mamá también sobaba. Esto es un arte y creo que en muchas situaciones ellos son más ágiles que los médicos. Las manos de El Tigre son prodigiosas… curan con toda la técnica y el profesionalismo. Mi Dios le dio ese don”.
Ya sea gracias a lo divino o a la quiropráctica, este sobandero tiene una fama bien cultivada. Carlos Iván Murillo “El Tigre” es uno de los sobrevivientes de la demolición del antiguo Cartucho que se llevó a cabo con el plan ‘La Bogotá que queremos’, impulsado por la anterior alcaldía de Enrique Peñalosa, y que quería transformar la zona del Parque Tercer Milenio. En 1998, cuando empezaron a derrumbar el barrio Santa Inés, todos los sobanderos y las funerarias se habían establecido en la zona. En el año 2000 Carlos Iván, manizaleño de 50 años, quien hacía parte de la Asociación de Sobanderos, decidió unir fuerzas con sus compañeros de oficio, que en ese tiempo no superaba la media docena, para exigir una reubicación inmediata o una indemnización que les permitiera seguir con su tradición. Lo hicieron con cartel en mano y en plena Plaza de Bolívar. “Cuando nos dimos cuenta llegó el IDU y nos tumbó los locales y nos dejó a nosotros sin nada”, recuerda El Tigre.
Comenzar su negocio en otro lado no fue tarea fácil, menos después de que en esas calles había aprendido los secretos que lo han acompañado toda su vida y le han dado de comer a él y a su familia durante más de 30 años. Su papá, José Murillo, el primer tigre de la manada, fue quien originalmente se dedicó a la sobandería: el primero de la familia en usar sus manos para sanar después de haberse dedicado durante varios años a diseccionar cuerpos en el anfiteatro. Después de haber abandonado el colegio, El Tigre salió de Manizales y llegó a la capital del país para trabajar con la motivación de seguir con el legado de la familia. En un principio era quien jalaba a la gente y ayudaba con el parqueo de los carros, al mismo tiempo que aprendía cómo cuadrar un tobillo luxado o una pierna rota, sin usar más que sus manos y aceites naturales.
En el año 2001 Carlos compró un local con la indemnización que recibió por parte del gobierno, una construcción de una planta ubicada en la esquina de la calle sexta con carrera doce en donde puso el consultorio. A pesar de ser un espacio austero, la fachada es imposible de ignorar con su mural a full color de un tigre.
Siempre ha existido una discusión entre sobanderos y médicos por asuntos de seguridad clínica: son oficios que trabajan con la salud de los cuerpos ajenos. Si embargo para El Tigre no hay nada más valioso que la experiencia —de la que él goza— y especialmente de la bendición que, asegura el hombre, Dios puso en sus manos.
“Con todo respeto… los médicos son super buenos y me quito el sombrero porque ellos son profesionales —dice Carlos Iván—, pero yo tengo un don: yo le cuadro a usted una luxación, un esguince, un problema de hombro, la escoliosis. Lo que ellos hacen con droga y con bisturí, yo lo logro con las manos”.
Estemos o no de acuerdo en el asunto del don divino, hay algo que sí es completamente plausible: la sangre siempre llama. Carlos Andrés Murillo de 21 años, Harold Mauricio Murillo de 24 y por último Iván Bernardo Murillo de 29, son los tigrillos que se han encargado de darle continuidad al legado de su padre. Estos tres jóvenes cargan en sus hombros la responsabilidad de no dejar morir la tradición y los secretos que por más de 70 años han existido en su familia. Ellos son los encargados de administrar y atender las otras dos sucursales que están ubicadas sobre la Avenida Caracas entre las calles cuarta y sexta.
“Es importante no dejar morir el legado de mi papá porque primero, el Tigre ya no es un aviso sino una firma: a mi padre lo buscan en todo lado —dice Harold—. El secreto de subir un hombro caído no lo sabe nadie, solo mi papá y yo. El trabajo siempre es garantizado y responsable. Si hay rompimiento del ligamento lo mandamos para cirugía, nosotros no nos metemos ahí porque nosotros no somos brujos”.
Estos tres hermanos llegaron a donde están por elección propia o por circunstancias de la vida. Harold, por ejemplo, jugaba en las divisiones inferiores del Santa Fe cuando era niño, su sueño era el de ser futbolista y vivir de eso, pero un accidente cambió el rumbo de las cosas. El Tigre, preocupado por la salud de su hijo, decidió retirarlo de las canchas y enseñarle a sobar, entonces cada vez que él atendía a un paciente, Harold se paraba a su lado y retenía en su mente, casi de manera fotográfica, cada movimiento de sus manos, al mismo tiempo que aprendía los nombres de los huesos, la función de cada músculo y el porqué de cada ligamento. Carlos, por otro lado, abandonó el colegio cuando estaba en décimo. “Usted no se me va a quedar sin hacer nada”, le dijo su papá y ahí se sumó uno más a la manada. Iván lo hizo por gusto, desde siempre supo que quería ser sobandero. “Desde pequeños él nos ha ido enseñando —asegura—, yo ya llevo 6 años trabajando con mi papá. Cuando iba a cuadrar un hueso nos decía “vengan y vean cómo es”. Después él nos ponía a prueba, nos decía “bueno, haga esta sobada”. Nosotros ya sabíamos lo que tocaba hacer y los pacientes quedaban satisfechos con el trabajo y uno iba adquiriendo más experiencia, porque para sobar se requiere experiencia y saber”.
Por otro lado, a pesar de que William David Murillo, de 23 años, no es hijo del Tigre sino sobrino, fue criado como tal. En un principio no se interesó por la sobandería. El tatuaje, el dibujo y el grafiti era lo que le apasionaba. Llegó a estudiar dos semestres de Auxiliar de Enfermería y estuvo en el Ejército durante un año, donde descubrió que por más que luchara contra la corriente, había aprendido sin querer los secretos y las destrezas de su tío El Tigre. Empezó “cerrando” muñecas “abiertas” y pies lesionados de compañeros y suboficiales mientras prestaba servicio en el bajo Putumayo, y terminó siendo el pupilo de Harold.
“Creo que esa transmisión de conocimientos es algo que uno debe valorar —dice William—. Todo lo que se aprende es ganancia. Este es un trabajo muy bonito, es gratificante, yo creo que es una bendición para uno porque no todas las personas llegan acá con el dinero para pagar el tratamiento y nosotros tenemos en las manos la posibilidad de poderlo curar sin que le metan cuchillo o le hagan una cirugía. Hay que evitar eso: no les podemos decir que no solo porque no tengan plata. Nosotros tenemos que hacer esto no por plata sino porque Dios nos dio el don”.
Las lesiones que tratan El Tigre y sus descendientes van desde desgarres musculares hasta fracturas y tendinitis. En sus consultorios entran todo tipo de personas provenientes de todas las zonas de la ciudad. Por allí han pasado desde figuras del fútbol como Omar Pérez y Nelson Ramos, hasta personajes de la farándula criolla. “Yo recibo todos los estratos sociales, desde el cero hasta el 15. También me ha tocado ir a hacer domicilios por allá a los penthouses de gente rica, por la circunvalar. Con mi esposa fui un día donde un ex novio de Carla Giraldo. A ella también le hice un tratamiento de columna y un novio que ella tenía me llamó y me dijo que se había fracturado la clavícula, me dijo: papi, le mando al escolta para que lo recoja porque yo no voy por allá”.
Dicen que El Tigre y su familia son los únicos sobanderos originales que quedan en la zona tras la desaparición del Cartucho. El negocio se pone cada vez más duro debido a la competencia, que aumenta y se hace más voraz con el pasar de los días. Es esta una de las razones por las que piensan trasladar la sede principal al norte de Bogotá.
“Si Dios quiere tumban este local el otro año y yo pego un brinco para el norte —cuenta Carlos—. Quiero colocar El Tigre Quiropráctico y quitar el nombre de sobandero. Quiero montar algo bonito, de recuperación, masajes, estética y belleza también. A mucha clientela mía del norte le da miedo venir por acá, entonces muchas veces prefieren el trabajo a domicilio. Sé que allá me va a ir mejor y que voy a cobrar más caro”.