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Patéticos discursos de graduación

Esas intervenciones, leídas para cumplir un requisito ceremonioso, pueden delatar a un sistema educativo preocupado solo por adornar su pobre producción de conocimientos y su necio compromiso con la sociedad de fabricar bachilleres o profesionales en serie, no enserio.

¿Recuerda alguien los discursos pronunciados durante la propia ceremonia de grado escolar o universitario? Aparte del memorable tránsito por las fotografías con un diploma, sonrisas nerviosas y gestos adustos en profesores o directivos, ¿puede mencionarse ahora mismo una sola de aquellas frases esperanzadoras, nostálgicas, proferidas por un promisorio estudiante, quizás uno de los más obedientes o de los más dedicados? Es probable que ninguno de esos mensajes sea siquiera oído, atendido. Es inútil pretender que se graben en las mentes y almas del auditorio.

Quienes asisten a eventualidades destinadas al cierre de ciclos educativos piensan en el futuro, en qué va a ser de sus vidas tras abandonar esta etapa o en asuntos de veras importantes: ajustar el vestido, el arreglo capilar para inmortalizarlos en las fotos, procurar que la fiesta, la comida o el brindis posteriores sean de lujo, insuperables. Las floridas y muchas veces vacías palabras del discurso pasan a un segundo, tercero, ínfimo plano en comparación con los puntos principales del programa.

Debería prestarse mucha atención a esos despliegues retóricos, y no porque tengan valor literario o filosófico. No lo tienen. Nunca lo tendrán. No obstante, dentro de ellos se encuentra desnudo y sin disfraz el verdadero rostro de la educación formal en este desgraciado país. Esas intervenciones, leídas para cumplir un requisito ceremonioso, delatan a un sistema educativo preocupado solo por adornar con bellos vocablos su pobre producción de conocimientos, su flaca aptitud investigativa, su necio compromiso con la sociedad a la cual paradójicamente alaban cuando fabrican bachilleres o profesionales en serie.

Al igual que el discurso de grado, la mayoría de nuestras instituciones educativas pretenden cumplir con su deber solo por presentarse bien peinadas y maquilladas delante del Ministerio de Educación Nacional y de los orgullosos padres de familia. Olvidan que la educación es un duelo, a veces no tan solemne ni festivo, en el cual la escuela y la universidad son simples engranajes de una maquinaria más grande: la vida tal cual es, con sus desaforados combates, sus aventuras en pro de volver amable y respirable esta atrocidad cotidiana dentro de la que naufragamos. Mientras nuestros planteles educativos sigan empeñados en búsquedas lucrativas y no les brinden armas específicas a sus clientes para defenderse entre la existencia (también para defenderse de la misma existencia), no habrá posibilidad de transformar, aunque sea un poco, el recorrido vil e hipócrita en que se han convertido las historias personales de miles de seres humanos aquí y en otras naciones.

Al final, cuando ya se han entregado los diplomas, los dueños de colegios y universidades asumen actitudes semejantes a las de los padres. Se sienten complacidos pues creen haber cumplido con un deber: brindarle a una colectividad violenta e injusta nuevos desempleados, o nuevos luchadores con sueldo bajo. Las metas del discurso de grado logran su objetivo, el cual es simular un sentimiento de sueño realizado —con las mejores herramientas—. Sin embargo, nadie nos asegura que para algunos de esos graduados la educación tal vez entra en sus fases críticas: superación del nivel convencional, ajustes menores, deserción. Y quién sabe, tal vez para algunos es posible que después de años secuestrados en aulas su educación ni siquiera haya llegado.

Sería bueno volver a oír esos discursos durante cualquier época del año. O evocar los que hemos oído y soportado. Ahí, en toda su elegante mediocridad, será fácil hallar los resultados de nuestro fracaso educativo. Y desde ahí, de algún modo razonable, a quien le interese, pensar la educación de una manera diferente.    

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