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Fotos de Daniel Sierra

“Esta vez no nos van a callar”: apuntes sobre la cuarta marcha del orgullo trans

El pasado viernes cinco de julio la comunidad trans se tomó el barrio Santa Fe, una zona abanderada por la prostitución y en cuyas calles han muerto muchas mujeres transgénero. Con el sound system de El Gran Latido y tres “transinflables” luminosos encabezando la movilización, se hizo un homenaje a las compañeras perdidas, a la vida y se gritó por una lucha que sigue en pie y hacia delante.

Julián Guerrero / @elfabety

Yoko estaba asustada. Aunque el evento había tenido buena acogida, tenía miedo de que, a causa del mal clima y la lluvia, la gente no llegara a la marcha.

El día anterior había sido un oasis de luz y calor en medio de los aguaceros de las últimas semanas. Todo prometía que el día asignado para la cuarta marcha del orgullo trans no caería una sola gota, al menos no sobre el barrio Santa Fe. Pero no fue así. Cuando empezó a entrar la tarde, una capa gris cubrió todo el cielo y la lluvia llegó acompañada de una ventisca que enfriaba todo a su paso. 

—Dios es transfóbico — dijo Juli Salamanca, una activista trans y referente de las luchas por los derechos de la comunidad LGBTI en las universidades, riéndose mientras servía una copa de aguardiente al pie de una de las ventanas de la Red Comunitaria Trans, en el segundo piso de un edificio que se levanta en una esquina de la calle 21. 

Desde 2013 la Red ha acogido a mujeres trans trabajadoras sexuales y habitantes de calle en una apuesta por generar un espacio seguro, pero también para generar lazos entre las personas trans de diferentes entornos.

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A pesar del clima, la gente comenzó a llegar. Delante de la tarima principal y de la camioneta sobre la que El Gran Latido había puesto su sound system —el cual estaba protegido de la lluvia por un plástico que corrían cada tanto para resguardar las partes que el viento dejaba al descubierto—, se agolpaban las personas que llegaban desde distintos sectores de Bogotá. 

Las carpas que había facilitado la Alcaldía eran movidas de un lado a otro para proteger a los asistentes y los equipos. Algunas personas compraban cerveza a pesar de la temperatura. Los cigarrillos se prendían rodeados con manos ahuecadas para que el viento no apagara el mechero. La gente bailaba para no sucumbir al frío.

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Cada tanto, en medio de la espera, la lluvia arreciaba con fuerza. Pero la gente no se iba. Daniela Maldonado, una de las fundadoras de la Red, caminaba de lado a lado con una señal de emergencia (la que cubre los extintores del Transmilenio) sobre su rostro a manera de visera. Las voces de Yoko, actual directora de la Red Comunitaria, o de Valeria Bonilla, activista integrante de la red, brotaban periódicamente del sound system para afirmar con fuerza que la lluvia no iba a detener la celebración.

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La policía, que desde el comienzo se plantó imponente a cada lado de la calle, también se resignaba ante la lluvia y permanecía indiferente a ella, como también al acontecimiento que había llevado su trabajo hasta ahí. Quienes iban llegando por la calle 21 o sobre la carrera 16, podían ver hombres y mujeres armados con bolillos, escudo y casco, los cuales charlaban entre ellos sin perder la atención sobre quienes pasaban por la calle. Podían contarse al menos cincuenta policías que descansaban recostados sobre las paredes de los edificios, generando para muchos una sensación de intimidación y amenaza, no de protección.

Convencido de que podría ahuyentar la lluvia, uno de los asistentes compró una bolsa de sal y comenzó a hacer cruces dentro de círculos sobre el pavimento mojado: al son de la música dibujó dos de estas figuras detrás de la tarima y otras cuantas junto al público. La tarima, de la que cada tanto subía y bajaba alguien, permanecía ocupada exclusivamente por la estatua de Leo Kopp, indiferente a la lluvia, meditabunda y adornada con una cinta de flores alrededor de su cuello.

La lluvia no paraba a pesar del conjuro salino.

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Lo que sí funcionó contra la lluvia fueron las capas y las sombrillas. Aun con un cielo gris que cubría uno de los barrios en los que más mujeres trans han asesinado en la ciudad se formó una masa móvil llena de colores que desembocaba frente a la tarima y en la que, para el final de la noche, tenía cerca de mil personas.

—¿Esa es la bandera trans?— preguntó alguien que estaba mirando una bandera azul, rosada y blanco que estaba junto a una bandera roja del Partido Comunista Colombiano y la infaltable amarilla de la UP.

Muchos tenían preguntas de ese tipo. En medio de la ventisca que obligaba a los cuerpos a permanecer cercanos para no dejar escapar el calor, se escuchaban cuestionamientos sobre los cuerpos de las personas transgénero. Como murmullos que se perdían entre la ropa mojada, la música y los gritos, algunos asistentes se preguntaban si aquel de allá era un hombre o una mujer trans, si no había problema con el hecho de que personas cisgénero y heterosexuales asistieran a la movilización o por qué la comunidad trans estaba haciendo marcha aparte.  

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Eran las cinco de la tarde. En el edificio de la Red todo el mundo se preparaba para salir. En medio de los amigos y curiosos que subían para saludar y ver lo que ocurría, la Red Comunitaria Trans de Cali se preparaba para su intervención y el grupo de música folclórica que abrió la tarde ya bajaba con sus instrumentos para aprovechar cualquier tregua que les diera el clima. La olla vacía del Transcocho permanecía cerca de la entrada con los vestigios de una comida que se fue tan rápido como la luz del sol.

 

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Hacía más de un mes que la Red Comunitaria Trans había comenzado a planear la marcha. Con la llegada de los artistas Tomás Espinosa y Artúr van Balen a principios de junio, comenzaron a ejecutar una fiesta que pretendía celebrar la vida de las personas trans, pero también conmemorar a quienes han muerto por su identidad de género en todo el país.

El año pasado dejó a su paso malos tragos. Lo ocurrido con la carroza durante la marcha del orgullo de 2018 fue una de las circunstancias que sacó a flote la decisión de la Red de separarse de la marcha LGBI y tejer con independencia, como lo ha venido haciendo desde hace seis años, una lucha y una celebración propias.

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Durante todo el mes de junio la Red fue visitada por aliados, periodistas, artistas, diseñadores y activistas que cada semana se sumaban a los encuentros y talleres que suponían la construcción del Transinflable, liderado por Tomás y Artúr y su colectivo Tools for Action. Cientos de pies pisaron el suelo de la sede de la Red, cortando trozos de papel y plástico, escuchando las historias de las mujeres trans del Santa Fe y ayudando a la elaboración de los tres inflables gigantes que invadieron el viernes 5 de julio las calles del barrio.

El Transinflable de este año supuso nuevas perspectivas. La participación de Alienhadxs, un colectivo de hombres trans que se sumaron a las actividades fue esencial, pues puso la atención de la comunidad sobre la experiencia invisibilizada de su tránsito y uno de sus integrantes, Tomás Novoa, fue el modelo del cuerpo trans masculino, uno de los cuerpos de diez metros de pvc y led que flotaron sobre el Santa Fe.

“La Red Comunitaria tomó una bandera que fue la bandera de nadie, que es la bandera de todos. Si nadie nos representa, nadie habla por nosotros, pues tenemos nuestras propias organizaciones y procesos de transformación social. Y eso es esto. Es un espacio para que todas las personas se manifiesten, que muestren lo que sienten, lo que quieren decir, lo que habitan, sus experiencias, sabes. El año pasado desde mi iniciativa insistí en un cuerpo trans masculino y es maravilloso este año verlo materializado”, contó Maximo, hombre trans y miembro de la Red.

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Cada semana llegaban nuevas personas a la Red. Curiosos o viejos amigos asistían cada tanto para desarrollar los encuentros en los que, al tiempo que se construía un cuerpo, se aprendía y cuestionaba sobre éste.

Armar un cuerpo requiere tiempo y reflexión y eso es algo que las mujeres y hombres trans saben mejor que nadie. La construcción del Transinflable supuso en su camino una reflexión sobre la corporalidad y la genitalidad, la vida y el tránsito, experiencias que han sido relegadas por el orden heterosexual dominante.

Si bien la sociedad (incluida muchas veces la comunidad LGBT) ha rechazado a las personas trans por la manera en que exhiben su cuerpo, en esta muestra, como ellas mismas lo han dicho, está la prueba de lo que son y su afirmación sobre una sociedad que todavía duda al pensar que se puede ser hombre con vagina o mujer con pene.

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El gesto de imponer un cuerpo inflable gigante en las calles no es gratuito. No lo fue el año pasado cuando en medio de la furia por su carroza arrebatada las mujeres trans agarraron la estructura negra y se plantaron en medio de la marcha para afirmar que estaban ahí. Y no lo fue tampoco cuando, en medio de la alegría que supuso estar reunidas y ver tanta gente apoyando su lucha, desplegaron tres cuerpos rojos y brillantes a lo largo de las calles que durante años las han visto transitar a la vida y a la muerte.

 

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 —¡En esta marcha sí importan los discursos y los vamos a escuchar completos! —gritaban desde la tarima mientras hombres, mujeres y personas no binarias de diferentes colectivos se organizaban en fila esperando su turno para hablar.

Cada una de las intervenciones fue recibida con una ovación estridente. Con la lluvia y el frío asumidos como compañeros de la noche, la celebración seguía en medio de un Santa Fe que se activaba también, encendiendo las luces de neón de sus prostíbulos y viendo llegar a sus residentes, uno a uno.

Los niños del barrio cruzaban la calle con chaquetas más grandes que ellos y cada tanto algún habitante de calle o una persona del sector se paraba en silencio entre la gente y esperaba para ver lo que ocurría. Luego, quizá desinteresado o quizá afanado, se iba del lugar dejando el ruido. Niños y viejos se detenían en medio de la multitud que escuchó atenta los discursos de las comunidades trans negras que denunciaron casos de violencia en su contra, colectivos de hombres trans, integrantes de la Red Comunitaria Trans y aliados que se apropiaron del micrófono para poner sobre la mesa las agendas más urgentes de la comunidad.

“Este tipo de eventos hacen que las personas trans encuentren un lugar para hacer lo que les gusta. Un lugar para hablar de cómo las reflexiones sobre el género pueden cambiar el país. En Cali la situación es muy dura, hay muchos grupos que están liderando lo trans, pero desde un enfoque más autocrático y que no ve las realidades y las experiencias trans. Además los estamentos públicos no nos protegen en ocasiones, las instituciones educativas no nos dan la educación que merecemos”, contó Andrés Felipe Restrepo de la Red Comunitaria Trans de Cali que desde hacía una semana estaba en Bogotá para apoyar la marcha.

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Sobre la calle mojada tres cuerpos rojos permanecían desplegados sobre el pavimento. Poco a poco los cuerpos rojos iban expandiéndose en medio de la calle, llenándose de aire. De fondo sonaba Radamel, la banda de punk conformada por Daniela Maldonado y Katalina Ángel. Mientras los cuerpos se inflaban, resistiendo a la fuerza del viento, la policía se iba formando a lado y lado de la calle. Con los escudos altos, las canilleras y las armas, hacían su formación de custodia.

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Cuando Radamel terminó su presentación, los tres transinflables brillaron y la gente le abrió paso al sound system para que comenzara la marcha. De golpe, en dirección a la Caracas, comenzaron a escucharse gritos y cantos. Con los transinflables a la cabeza, el Gran Latido y la batucada La Tremenda Revoltosa sonando detrás, comenzó la fiesta. Se abrieron ventanas y varias personas salieron de sus edificios para ver lo que ocurría. Una mujer que veía la marcha con sus hijos desde la ventana de su apartamento en un tercer piso, salió agitando dos tapas de ollas como platillos.

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El plan de la marcha era atravesar las calles. Tomarse el barrio. La avalancha de personas cruzaba por encima de los charcos sobre los que reposaban pañales y piedras. Por debajo de los cables de la cuadra, los transinflables giraron hacia el norte y entraron a una calle de comercio y establecimientos de prostitución. A cada lado, los administradores y visitantes permanecían quietos viendo pasar la marcha guiada por tres cuerpos rojos y gigantes que flotaban por encima de sus cabezas. Algunas personas se acercaron al tumulto para pedir dinero, mientras otras se tomaban fotos con algunos de los manifestantes.

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Desde hace tiempo existen líneas invisibles en el barrio que dividen las zonas de trabajo de mujeres cisgénero y mujeres trans. Cuando las trabajadoras sexuales han cruzado esas fronteras han resultado agredidas. Así mismo, la mayoría de las actividades de la Red tienen lugar en sus instalaciones y a las afueras de su edificio. Tomarse el barrio de esa manera fue uno de los gestos más importantes de la marcha, pues supuso la afirmación de su existencia en el espacio. Estruendosa, la marcha trans no tuvo que tomarse la carrera séptima por completo para poner la lucha en su lugar. Bastó con invitar a la gente al Santa Fe, un barrio que apenas se ve, se mira y se toca, para sentar el precedente de una lucha que sale cada vez más de su zona de confort.

 

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La marcha estaba detenida sobre la Caracas.

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En la calle 24, donde un lote gigante y vacío ha sustituido la vieja bolera, los marchantes se detuvieron para poner una de las placas conmemorativas en donde habían sido asesinadas mujeres trans trabajadoras sexuales.

Cuando la mal llamada limpieza social era un delito que se hacía de frente y sin repercusiones, la policía, según cuentan las trans, apagaba las luces de cuadras enteras y disparaban en medio de la oscuridad. Las balas alcanzaban a habitantes de calle y trabajadoras sexuales. Estas muertes, por su puesto, quedaban en la impunidad.

La historia se quedó a la mitad. Mientras contaban a los asistentes los hechos, la policía alcanzó la cabeza de la marcha y le impidió el paso por la calle 24. Lo que antes era una narración tranquila, comenzó a ser un discurso afectado y contundente. “Buenas noches”, hablaba la voz de Valeria, “Imagínense que la policía quiere decirnos por donde podemos marchar. No quieren dejar seguir el camión por donde ya lo habíamos presupuestado. Otra vez pasa esto con la policía. Ya teníamos unos acuerdos. No lo vamos a permitir. Hoy no”. La gente se sumó al grito. No podían detener la organización que se había pactado. De ninguna manera iba a detener lo que llevaban construyendo a lo largo del mes.

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Los uniformados cambiaron el rumbo una cuadra y la marcha alcanzó el punto al que quería llegar, sobre la carrera 13, donde la memoria volvió a pujar para salir del hoyo de las circunstancias. Pero la cosa no pasó a mayores.

—Esta vez no va a pasar eso: esta vez no nos van a callar —gritaban.

Entre los días del mes pasado, cuando la Red planeaba la movilización, se hizo un recuento de las mujeres trans asesinadas en el barrio y sus calles cercanas. Los nombres llegaban de lado a lado. “Está La Chorizo”, “y esa que estaba en la 19”, decían. Cada una tenía un nombre para recordar o una calle o una esquina precisa. Más de veinte nombres sonaron ese día en medio de los cortes del papel y el plástico que cubría los cuerpos que servían de modelo para los inflables. En medio de la alegría de estar ahí y poder recordarlas.

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Daba rabia pensar que no era cosa del pasado. El diez de mayo la policía agredió a varias mujeres trans en Kennedy y sólo semanas antes había ocurrido un caso similar en el Santa Fe, con una trabajadora sexual. Probablemente muchas de las personas de las que se habló ese día eran casos recientes y sólo ahí se les hacía justicia y memoria con el nombre que habían escogido y no el que les había tocado al nacer.

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Aunque el roce con la policía fue mínimo, su presencia generaba incertidumbre. El miedo a que ocurrieran eventos como el del año pasado, cuando no se les permitió marchar a causa de “una llanta liza” y el bloqueo del paso por uno de los puntos más importantes de la marcha, caldeó los ánimos. Esa noche no había excusa para ninguna traba, ni reproche. Esa noche, las calles que durante tantos años les habían sido negadas y que habían asistido en silencio a sus muertes y golpes cotidianos, les pertenecían. Y nadie, ni sus agresores, ni sus contradictores, tenían el derecho de hacer frente a algo que por un breve espacio les pertenecía.

 

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El abrazo entre Daniela y Tomás fue un nudo prolongado que se hacía más fuerte mientras la policía se afanaba por disipar la marcha. Delante del edificio de la Red el mismo abrazo se reproducía una y otra vez entre los asistentes, que se aferraban entre sí mientras concluía la marcha. Por cuarta vez había triunfado sobre las adversidades. Por cuarta vez la comunidad trans había lanzado un grito al cielo que encontró eco a lo largo del país y el esfuerzo de meses, de años incluso, había alcanzado un nuevo fruto.

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Detrás, el Santa Fe había recobrado su vibrante cotidianidad de media noche. La calma había vuelto a los prostíbulos y a las ollas y los residentes habían alcanzado ya su quinto sueño en medio de la música y la luz del barrio. Sin embargo, en la calle de la Red todavía palpitaba la emoción propia del tumulto y la gloria. Dispersa entre los cuerpos que se desplazaban como esporas, algunos hacia sus casas otros hacia el Olympo (un rincón del Santa Fe que suele albergar las fiestas de la Red), seguía vibrando la noche del año en que, en medio de la diversidad, la comunidad trans y sus aliados se habían tomado el barrio Santa Fe.

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Los cuerpos rojos ya no estaban. Así como había aparecido de repente se habían desinflado y encerrado en alguno de los edificios del barrio.

—Alguna vez una amiga me preguntaba ¿Parce, por qué todavía jodiendo con la idea de los cuerpos? —decía Máximo— Los cuerpos son problemáticos para la gente. De alguna manera me gusta restregar estos grandes cuerpos de diez metros en la cara de la gente. Restregar los genitales, la piel y decir: despierta.

A lo mejor entre la gente de la marcha el pene gigante que tenía uno de los inflables no generó mayor incomodidad. Sin embargo, el caso pudo ser diferente entre las personas del barrio que en medio del jolgorio que pasaba entre escenarios de discriminación y violencia machista, pudieron ver la estructura gigante erguida sobre sus cabezas.

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“Hay un montón de mujeres y un montón de hombres que no reconocen su clítoris, su vulva, su pene, sus huevas. La idea de estos cuerpos es mostrarlos tan así que incomoden. Esa es la realidad. Cuál es el problema. Este año no sólo tuvimos un cuerpo, sino tres cuerpos con los que las personas interactúan. Se imaginan un montón de cosas. Es jugar a esto. A que la gente explore su cuerpo, indague su cuerpo, piense su cuerpo, se imagine posibles mundos, comprenda la plasticidad de los cuerpos, como crecen, como se inflan cómo se desinflan. Míralos, ya no están. ¿En qué momento se desinflaron y desaparecieron?”, terminó de decir Máximo.

Quizá el hecho pasó desapercibido para muchos. Al ocurrir en el barrio Santa Fe y no sobre la carrera séptima o en la plaza de Bolívar de cara a la catedral, seguro no fue más que un bombillo que brilló brevemente en medio de una ciudad que no sintió afectada su movilidad, ni la seguridad de sus familias, ni el orden de sus cosas. 

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Con todo, la marcha trans en el Santa Fe sentó un precedente y fue una apuesta política contundente en un espacio relegado en la ciudad. Esta cuarta marcha dejó claro que la apuesta por asumir las calles e imponerse en medio de una sociedad excluyente que no acepta dudas sobre sí misma, no se da en los espacios acostumbrados y que el mismo orden contra el que se lucha ha establecido. La posibilidad de entrar a entornos hostiles para crear o encontrar espacios seguros fue una de las dudas que dejó esta marcha sobre un movimiento LGBTI que ha sido excluyente y que ha sabido ser muchas veces más hostil que aquello contra lo que quiere imponerse.

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A veces es mejor fijar la mirada en estos breves destellos que alumbran cada tanto en la ciudad y no en los brillos incandescentes que terminan encegueciendo a las personas, evitando que se mire de frente y se asuman las luchas sociales.

 

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